
Kirvin Larios reseña el libro de cuentos "Sirirí", del autor bogotano Francisco Barrios.

Se ha dicho que Un mundo huérfano (Random House, 2016), de Giuseppe Caputo, es una novela queer. Se ha dicho que es una novela tierna o triste. Se ha dicho que es una novela sobre la paternidad, sobre la ternura, sobre la violencia o sobre el duelo. Por supuesto, esas lecturas son ciertas: Caputo narra las noches que pasa un hombre con su padre en una casa miserable en un barrio sin luz. El hombre camina por la playa oscura, visita los bares gays cercanos, tiene sexo casual, sufre la violencia homofóbica, vive su soledad. Pero, sobre todo, piensa en su padre y lo cuida mientras ve su lento deterioro mental y físico.
Pero no son la soledad, la tristeza, la ternura, lo queer lo que deja al lector anonadado. Es el modo en que se tejen. Quien lee Un mundo huérfano siente que presencia algo que las contiene y que las sobrepasa, algo que, además, remueve un sentimiento que estaba oculto y que no es fácil de nombrar.
1
Una de las imágenes más interesantes del libro es la ventana de la casa: el padre del protagonista le pone títulos a cada evento que ve a través de ella, en los que describe las escenas cotidianas como si fueran cuadros del siglo XIX. No cambia las situaciones, ni pretende, como Don Quijote, que lo que ve es otra cosa más espectacular. Pero, por el solo gesto de verlos como pinturas, los eventos cotidianos que aparecen enmarcados en la ventana se vuelven fragmentos de la historia universal del arte.
Del mismo modo funcionan las cientos de pequeñas viñetas que componen la novela. Todo es cotidiano, todo es pobre. Sin embargo, no se trata de una novela realista, pues los fragmentos de narración parecen puestas en escena de pequeños dioramas de vida, que vuelven cada situación una composición estética. Quizá por eso la mejor manera de hablar de la novela es con pequeñas viñetas.
2
Tal vez los mejores herederos de Samuel Beckett sean Harold Pinter y J. M. Coetzee. Ninguno de los dos, sin embargo, cede a las tentaciones de la abstracción o de lo inverosímil. Mas una lectura atenta revela que, debajo del realismo y lo cotidiano, está la incomunicación, la desconfianza en el lenguaje, están los cuerpos fragmentados.
Algo similar se puede decir de Giuseppe Caputo y Felisberto Hernández. Un mundo huérfano es, ante todo, una novela felisbertiana. No hay en Caputo los juegos surrealistas del lenguaje, no hay relaciones eróticas con objetos, no hay coqueteos con la literatura fantástica. Pero ese es el Felisberto obvio. Caputo, en cambio, entendió que Felisberto Hernández es en realidad un escritor de espacios. Sus personajes se encierran, y es allí donde pueden crear sus mundos artificiales de deseos, de desviaciones y de poder. En los cuartos, convertidos en museos, galerías y templos, las realidades adquieren su sentido nuevo y, de paso, hacen tambalear nuestra propia realidad. Y es que Un mundo huérfano es un juego de espacios, de muros artificiales en los que florece el deseo.
Mas no solo es el deseo lo que crece en la pequeña casa sin luz junto al mar en la que viven los protagonistas. Tampoco es solo placer lo que se vive en la pequeña taberna donde beben, o incluso en la desenfrenada discoteca o en la página web de citas en las que el hijo busca sexo casual. Ni la taberna, ni la discoteca, ni la página web son lugares especiales, pues las experiencias de quienes los habitan se muestran en su insignificancia y precariedad. Pero esas vivencias nimias y rotas se vuelven unidades que se reorganizan en gramáticas inesperadas. En su estrechez y miseria, los espacios cerrados que imagina Giuseppe se vuelven ventanas a mundos amplios, más amplios que los de nosotros, los lectores.
3
Varios amigos, heterosexuales como yo, se han quejado del capítulo central de la novela, “La ruleta”. Se trata de una narración de los encuentros sexuales virtuales del protagonista en una página web, intercalada con sus visitas a la discoteca, en donde tiene sexo casual. Dicen que el capítulo es demasiado largo y con demasiados estereotipos sobre el sexo gay. Supongo que han leído muchas novelas así. Pero, ¿conocerán mis amigos estos bares? ¿Habrán considerado la posibilidad de que lo estereotipos que dicen ver están ahí por la sencilla razón de que estos bares se copian unos a otros, proponiendo fórmulas y patrones de acción para los encuentros amorosos, tal como los bares heterosexuales?
Lo que no ven mis amigos es que el larguísimo capítulo se lee en un par de horas, porque la novela es corta. La sensación de longitud es, pues, un efecto de la novela. No es la agilidad narrativa lo que busca “La ruleta”, sino la geometría que emerge de la repetición de patrones. Como las ultra racionales y coreográficas orgías de Sade, los cuerpos en este capítulo se mueven en direcciones que obedecen más al placer de la forma perfecta que a la inevitable torpeza del sexo.
Pero la referencia a Sade es engañosa. La experiencia la discoteca no es narrada desde la fascinación por una supuesta desviación moral. Al contrario. Es la sensación de control en el aparente descontrol, de la tranquilidad en el aparente frenesí, pero, sobre todo, de la introspección racional en la aparente renuncia a la razón. La repetición de los actos es necesaria para que el lector deje de pensar en el semen y empiece a dibujar los cuerpos en movimiento y a entender las figuras que forman.
En su belleza, esas composiciones corporales se vuelven un comentario sobre la fealdad que, compasivamente, habíamos leído en los capítulos anteriores. Además, la abstracción del sexo grupal le permite al protagonista pensar su relación con su padre y entender el aislamiento en el que viven, aislamiento del mundo, pero también de ellos mismos. Porque los personajes de la novela, como los de Beckett, no pueden comunicarse. Y es que en Caputo también está la estética de Beckett.
4
Hay solo dos momentos de comunicación efectiva en la novela. El primero es la violencia: las palabras que escriben en un muro los que cometen una masacre homofóbica. Los asesinos escriben sus insultos y amenazan con la sangre de las víctimas. Es un mensaje que los sobrevivientes no pueden ignorar. El mundo aislado de la discoteca se rompe. Se destruye toda posibilidad de introspección. La masacre que retrata la novela es una forma comunicación que ocurre en los cuerpos, pero es una comunicación por aniquilamiento, un intento de violentar esos espacios cerrados y llenos de sentido que tan amorosamente han construido los personajes. Es la irrupción del mundo “de afuera” que reclama lo suyo. Es la llegada del Hombre, el Capital y el País.
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En el muro cercano al lugar de la masacre, los perpetradores llaman a sus víctimas “mariposas”. Para el protagonista, esa palabra resuena con el otro momento de comunicación: cuando el padre le cuenta al hijo la historia de su madre ausente. Se trata de un relato mítico que da título al libro, en el que se dice que la madre lo creo a él en un mundo fantástico de animales fabulosos (historia en la que el protagonista es, también, una mariposa). En ese relato alucinado y hermoso, el padre aparece por primera vez con su total lucidez, y le muestra una verdad que solo puede ser comunicada a través de ese mito inventado. Esa verdad es la madre.
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Mucho se habla hoy en día del problema de la mirada masculina en la literatura. ¿Qué nos oculta lo que ve el macho? ¿Qué borra de la subjetividad de los hombres y de las mujeres? ¿Qué nos quita de la experiencia humana una mirada para la cual el hombre es el único ojo desecante, y la mujer su único objeto? ¿Cómo abrimos espacios a otras visiones y fracturamos ese gran falo ordenador?
Giuseppe Caputo se enfrenta a este problema de un modo inusual: propone una literatura sin mujeres. Claro, las hay, pero son pocas. La única con un gran peso en en la novela muere pronto. Además, mientras vive, imagina en su delirio causado por las drogas que a través de ella habla Jesucristo. Por supuesto, es un Cristo de drogas, pero sigue siendo el patriarca entre patriarcas.
Esta falta de mujeres es calculada, y no es un silenciamiento. Al contrario, es un grito construido a partir de ausencia. Si nos tomamos en serio la negación de la mujer y la llevamos a sus últimas consecuencias, lo que aparece es un grado cero del macho. Es allí donde puede ser entendido y combatido. Porque la novela de Caputo es, claro, una novela queer, triste, tierna. Es una novela de espacios y de geometrías y de comunicaciones. Pero es más que eso. Esas viñetas tristes, esos entornos de aislamiento, esa vida sin mujeres, y esos espacios violentados son, finalmente, mundos huérfanos. La novela es, pues, una indagación de lo que sería un mundo en el que los hombres, por fin, han entendido la enfermedad del patriarcado, o al menos han llegado a su núcleo. Giuseppe Caputo lo presenta en su grado último de violencia y soledad, y lo hace estallar: el amor incondicional al padre es tan fuerte como el odio al patriarcado. Ese amor es una forma de curarse de su violencia.
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