
Este es un recuento del evento "Tómese un tinto con Javier García-Pozuelo", en el que se charló sobre su novela "La cajita de rapé".

Primera persona (2018) es una recopilación de escritos autobiográficos de Margarita García Robayo publicados originalmente en revistas como Piauí y Telar en el transcurso de seis o siete años. Cada escrito, según contó la autora en su conversación con Carolina Sanín en la pasada Feria del Libro de Bogotá, fue conservado, en la medida de lo posible y salvo cambios menores, tal como fue escrito en el momento de su publicación original. De manera que el lector se encuentra con una especie de álbum de fotos –de selfies– que no sólo muestra lo que le pasó a García Robayo (o lo pensó al respecto de algo que pasó cerca de ella), sino también la manera en la que la autora decidió narrar lo sucedido en un momento pasado. Leemos cada relato autobiográfico –sobre la lactancia, la relación con el padre, la vida frente al mar– con el acceso privilegiado de conocer a la narradora de ese momento.
Si, en su mayoría, las autobiografías pueden leerse como la lectura que hace un escritor sobre su pasado desde un solo momento (el momento de la escritura, en el que, se supone, es más sabio y por ello presentará una visión única y comprensiva de lo que ha sido su vida), Primera persona es la selección y leve edición de escritos que fueron y son autobiográficos, pero que en el presente se yuxtaponen sin una voz de por medio que pretenda darles algún sentido, ni siquiera alguna cronología. Cada relato habla de la vida de quien lo escribió y muestra la manera de interpretar esa vida en otro tiempo. Así, cuando García Robayo cuenta una historia sobre su tendencia a tener novios mucho mayores que ella en “Amar al padre”, no lo hace a través de la voz omnisciente y conocedora de su vida actual (en la que tiene una pareja distinta, hijos, etc.), sino únicamente con la información y las experiencias que tenía disponibles entonces. “Puede que T sea el final. O puede que no”, dice refiriéndose a su pareja, “Pero tampoco importa. No conozco el final” (38). El resultado de este ejercicio es un collage de escritos independientes entre ellos, que, sin embargo, juntos forman una imagen (¿distorsionada?, ¿parcial?, ¿sincera?) de la vida de la autora.
Uno de los motivos de la escritura que permanece en los relatos es la convicción, o al menos la esperanza, de que con solo observar un objeto o una situación por un largo rato se verá surgir una historia. Esas historias parecen el resultado orgánico de la interacción entre un objeto o una situación, con la imaginación y los recuerdos de su receptora. En “Leche”, por ejemplo, lo que le sucedía a García Robayo mientras lactaba le sirvió de insumo para hablar sobre la dificultad de ser madre, sobre trabajar y lactar, sobre las políticas de Estado que hacen prácticamente imposible acceder a leche de fórmula, y sobre la crianza new age (que resulta más coercitiva que la política estatal). Su experiencia sirvió para ver, para crear, para relacionar cosas que antes no estaban relacionadas. En “Rapto de locura”, además de narrar la manera en la que percibió el desorden psiquiátrico de su madre, que nadie se atrevió a definir como tal, García Robayo critica lo que mejor enseñaban a hacer en su casa (microcosmos de su ciudad, del país): negar. Como respuesta, este relato particular, (y Primera persona en general) señala, muestra y critica el silencio de la ciudad y su sociedad, pues imposibilitaban acudir a alguna ayuda psicológica y dejaban, como única opción, el contradictorio refugio de la religión.
Otro motivo de los relatos, como en Tiempo muerto (2017), es la reflexión sobre la falta de permanencia en un territorio y la supuesta independencia que existe entre una persona y su lugar de origen. Esto, por supuesto, encuentra más fisuras que solidez y, de hecho, García Robayo se refiere múltiples veces a Cartagena como “mi ciudad” (14, 39, 56). En “Mudanza” sugiere que no es que no pertenezca a ningún lado: es que puede ser de cualquier parte. Después de mudarse muchas veces en un año, declara: “Lo que sí sé es que en un par de días parecerá que he vivido acá desde siempre: nunca me toma más que eso” (89). La maleabilidad de su identidad, que no depende de un sitio fijo para definirse, puede asentarse en cualquier parte. Por lo mismo, la noción de patria pierde sentido porque ella puede ser su propia madre: su pertenencia no depende de una condición objetiva y aleatoria dictada por el lugar de nacimiento. Depende, en cambio, de su decisión consciente de crear cierta pertenencia a distintos territorios. Se trata de una pertenencia que, de nuevo, se aleja de la noción de patria, porque ni es eterna, ni es suprema: es cambiante y es terrenal. Así, ante la pesadez de construir una biblioteca (y la sensación de arraigo que ello implicaría), la autora declara que, para poder mudarse fácilmente, “Yo lo resolví con el Kindle” (96).
Si en “Mudanza” se alude a la reflexión que, de manera esporádica, hacen los personajes de Tiempo muerto sobre su identidad, esta preocupación está potencializada y abordada desde diversos frentes en “El mar”. Allí, García Robayo relata la relación tormentosa que entabla con lo que imagina que es su lugar en el mundo. Lo cercano, lo que en algún punto le produce cierto sentido de pertenencia, es capaz de atacarla y producirle dolor. El mar, definido como un lugar que desde afuera le hizo pensar “que había pocos espacios que conociera más” (9), la traiciona, la inmoviliza, la agarra como una tenaza. El mar le recuerda, contrario a lo que esperaba, su no lugar: “[Él] amaba el mar, incluso ese mar frío y oscuro de la costa argentina que describía como su ‘lugar en el mundo’. No tuve corazón para decirle que a mí me sucedía justo lo contrario” (16).
Su relación con el mar empieza a ser conflictiva cuando le dan “ganas de que el mar se hiciera un recuerdo lejano”, cosa que coincide con “la imagen de mi madre escondida en su choza” (9). El mar y la madre, de hecho, son elementos que, en potencia, afianzan el sentido de pertenencia: por una parte, García Robayo cuenta que “dicen que sumergirse en el mar es lo más parecido a volver al útero” (11) y, por otra, describe el mar como “un dispositivo que pincha la memoria” y “alguna vez, quizá, te conduzca a un ancla” (15). Pero, en un solo momento, el mar y su madre pasan a un segundo plano, momento que parece coincidir con la elección de su desarraigo.
En su conversación con el médico que le recomienda nadar en su embarazo, la falta de correspondencia entre ella (que no sabe nadar) y el prototipo de caribeña (¿una chica Águila que adora tener arena en el vestido de baño y agua salada en el pelo?), la hace parecer monstruosa: “¿Una caribeña que odia el mar?” (11), pregunta el médico, sorprendido. En realidad, la caribeña colombiana promedio es como la madre de García Robayo: mira a los demás con ropa seca y desde una cómoda distancia, protegida del sol y del agua con una pava. Pero nacer frente al mar lleva asociada la carga de pertenecer a un molde: debes abrazar el mar y la cultura que te vio nacer, no darle la espalda.
En “El mar”, García Robayo afirma que “cualquier trazo en la tierra, aunque sea imaginario, se borra cuando toca el agua”, pero lo cierto es que ni la fuerza infinita del mar puede borrar las líneas arbitrarias que se fijan para crear los límites de las naciones. Justamente, las únicas líneas capaces de separarnos son las imaginarias, y el mar es la muestra de que las marcas físicas se borran con el paso de la ola más leve, pero las marcas mentales calan tan hondo que ni se ven. El estereotipo del caribeño no hace ningún bien a nadie y, como analizó Junot Díaz en “The Silence: The Legacy of Childhood Trauma”, sólo impide ver problemas estructurales que reposan en las sociedades en las que esos comportamientos “típicos” surgen.
La autora, como algunos de los personajes de sus novelas anteriores, le huye a la permanencia. Pero la observación reiterada que hace sobre objetos y situaciones necesita de la permanencia, como cuando era niña y miraba a través de su único amigo, el cielo raso que (como a Jack en Room) le permitía imaginar. Su escritura, como el mar al que le huye, es el resultado de volcarse, a veces con violencia, una y otra vez sobre lo mismo.
Primera persona
Margarita García Robayo
Laguna Libros
2018
166 páginas
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