
Una reseña del libro de Margarita García Robayo, publicado en 2018 por Laguna Libros.

Siguió zumbando el aire y roncando la tierra bajo la lluvia espesa y pestilente del aceite maldito que cubrió el paisaje, marchitó las hojas, ahogó los árboles y sumió, bajo su masa glutinosa y adherente, los millares de insectos, gusanos y sabandijas que poblaban el suelo. El chorro magnífico giraba con el viento y caía esparcido en gruesos goterones sobre las casas, por los senderos, hasta el lago, regando la mancha mortífera sobre la superficie del agua que adquirió una tersura metálica, donde serpeaban irisaciones multicolores y cambiantes. Seguía el fragor de tormenta y el bramar angustiado de las vísceras de la tierra herida. La mancha de aceite crecía sin cesar cubriendo kilómetros en la tierra y millas en el agua.
César Uribe Piedrahita, Mancha de aceite
I
Un buque petrolero va surcando las aguas del mar Caribe en dirección al lago de Maracaibo, mientras es impulsado por los soplidos de dos hombres que tienen como escudo en sus sombreros byron las banderas de Estados Unidos e Inglaterra. Enormes teas de refinería atestan la tierra que bordea el lago. Un obrero sostiene un cargamento sobre su espalda mientras es vigilado por las autoridades militares y religiosas. Esta descripción corresponde a uno de los veinticuatro grabados del pintor Gonzalo Ariza (1912-1995) que acompañan la novela Mancha de Aceite (1935) del escritor, antropólogo y médico colombiano César Uribe Piedrahita (1897-1951). Empiezo con esta imagen porque, como complemento visual a la obra, representa muy bien el lado oscuro del progreso medido en barriles de petróleo. Uribe Piedrahita asume una postura crítica en contra de la devastadora realidad del sistema de explotación de las grandes compañías extranjeras, la cual retrata a través de la descripción del espacio en deterioro y de las condiciones en que vive la clase campesina y obrera en el estado de Zulia. Cabe señalar que los acontecimientos narrados trascienden los límites geográficos de Venezuela en la medida en que la intención del autor fue también la de denunciar con su novela algunas realidades colombianas semejantes. Recordemos, por ejemplo, la primera huelga que en 1924 encabezaron los obreros en Barrancabermeja en contra de la Tropical Oil Company: “La acción les costó a los trabajadores un muerto, ser agredidos a tiros por lo menos dos veces, el encarcelamiento de sus dirigentes más destacados y el incumplimiento final, por parte de la Tropical, de la convención pactada” (Medina, 1979, p.376).
En Mancha de aceite predominan las imágenes de una naturaleza maltratada, herida: “el saco inmenso del lago captaba el rumor de las islas y soportaba la tortura del taladro, de los barcos tanques y de las lanchas roncadoras” (14). Aquel rumor que capta el lago de las islas antillanas es un recuerdo de la esclavitud de la Colonia y de cómo sus miasmas y ecos se han ido extendiendo subrepticiamente hasta la época del petróleo, representada ahora en los peones destrozados, aplastados bajo la máquina del mal nombrado progreso. A medida que nos vamos adentrando en las instalaciones petroleras norteamericanas, notamos un mayor énfasis en los olores repulsivos como los vahos de marisma, tufillos fecaloides y los vapores fétidos que eructan los arroyos sulfurosos. De esta manera, vemos cómo esta descripción minuciosa del espacio tiene un papel importante en la denuncia social en tanto nos muestra los desastres ambientales ocasionados por las compañías petroleras y es el escenario donde ocurren crímenes atroces como, por ejemplo, las muertes de los obreros anónimos cuyos huesos abonan la tierra.
II
Somos testigos de este panorama devastador a través de la mirada de un narrador omnisciente que, a su vez, nos va develando los pensamientos de su protagonista, el doctor Gustavo Echegorri, cuyos dos últimos años de vida son la espina dorsal de la novela. Su experiencia como médico en las compañías petroleras es fundamental para comprender los abismales contrastes entre el grupo de trabajadores extranjeros y el grupo de la clase obrera conformada por mulatos, negros y campesinos de Zulia: desde la diferencia salarial, la forma de hablar, las condiciones en que viven, hasta el modo como festejan en las noches de juerga, que va de la mano con la descripción del aspecto físico. Sabemos, por ejemplo, que los gringos ganaban quince dólares de jornal, mientras que el peón apenas recibía cuarenta centavos.
En cuanto a los diálogos, notamos una preocupación por reproducir el lenguaje de los personajes de tal manera que en la reconstrucción de aquellas marcas orales particulares se reproduzcan también su condición social, procedencia y una idea aproximada de su conciencia. Por ejemplo, en las intervenciones de Mr. McGunn sale a flote su orgullo y el desenfado con que afirma que los venezolanos y, en suma, los latinoamericanos, son seres inferiores a quienes explota sin ningún remordimiento: “A usted qué le importa lo que suceda aquí. En eso tiene usted razón como la tengo yo y la tienen los americanos que aquí trabajamos con el fin de sacar de la tierra una riqueza que esta gente no conoce y no sabe cómo explotarla, ni para qué sirve” (p.18); cuando Echegorri habla expresa su desacuerdo frente al trato inhumano de sus semejantes: “Bebo con ustedes. Pero les ruego que mientras yo esté aquí no se hable de mi gente con desprecio y mucho menos con compasión” (33); los mulatos rasguean su lengua criolla al calor del ron y los juegos de distracción con los que, por momentos, olvidan su ardua jornada laboral y miseria: “Van mih veinte al verde que eh de ehperanza” (21); y, finalmente, con Asdrúbal Valcázar notamos en sus palabras un esfuerzo por imitar el inglés de sus jefes: “Gud nai, dóctor. Se demoró muy poco. [¿]Por qué no se quedó allá con míster Magán? [¿]Quiere una cerveza?... [¿]Tampoco quiere limonada? Entonces, gut nai, dóctor, gud bai” (20).
Otro modo de caracterización de estos dos grupos lo notamos en las escenas en las que asisten de noche a las tabernas. Los olores, las bebidas y la atmósfera del lugar cambian radicalmente en el paso de un grupo al otro. Cuando los negros y mulatos toman en la taberna techada de zinc, el narrador usa apelativos como ‘bestiales’ para referirse al redoble de los tambores y ‘bárbaros’ para referirse a los compases; así también resalta el bullicio y los olores corporales: “Lámparas de kerosene. Fuerte olor de axilas negras. Voces y risas guturales. Giraban las botellas de ron antillano y los frascos de ginebra” (21). En cambio, cuando los rubios extranjeros de la compañía van a tomar al bar de la aldea, notamos un ambiente ‘civilizado’, en donde los olores del sudor que exudan los cuerpos son reemplazados por el aroma de los cigarrillos: “las mesas estaban ocupadas por los empleados más o menos rubios de las compañías petroleras. Menudeaba el ‘whisky and soda’ y un penetrante olor a cigarrillos perfumados bañaba el ambiente caluroso” (p.33). Sin embargo, este ambiente civilizado es tan solo una fachada, pues en aquellas reuniones los gringos se mofan de la miseria del pueblo que ellos mismos ocasionan con sus métodos bárbaros y opresivos para explotar la tierra.
III
No deja de sorprender el modo como esta novela, además de hacer de la denuncia social una parte vital de su contenido, también se preocupa por tener claras las herramientas de su construcción literaria. Esto lo vemos, por ejemplo, en la inclusión de textos de distintos géneros: la correspondencia epistolar que Echegorri sostiene con Alberto y Peggy, una citación oficial del jefe del distrito, un memorándum del Ministerio de Fomento y un cartel. Estos textos funcionan como historias complementarias que crean un efecto de simultaneidad en la novela y, en ese sentido, nos permite “dar cuenta de las acciones que ocurren subterráneamente a los escuetos hechos narrados” (Medina, 1979, p.378). La inclusión de estos fragmentos heterogéneos también refuerza la polifonía que hay en la novela en tanto implica un enfrentamiento de voces, de puntos de vista irreconciliables.
Al tener en cuenta estos aspectos compositivos, podemos comprender lo que Uribe Piedrahita expuso en su prolegómeno; al decir que sus páginas se encuentran en desorden y sin pretensiones artísticas, se refiere a que la novela, más que un objeto de contemplación, es una forma de intervenir en el mundo y de visibilizar realidades que, de otra manera, no tendrían lugar en la memoria. Mancha de Aceite es una novela que, a pesar de la escasa circulación y poca resonancia crítica que ha tenido en nuestro país, aún nos habla.
REFERENCIAS
Medina, Álvaro (1979). “Uribe Piedrahita: realismo y novela-collage” en César Uribe Piedrahita. Toá y Mancha de aceite. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, p.369-380.
Uribe Piedrahita, César (1935). Mancha de aceite. Editorial Renacimiento.
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