
Tres poemas del poeta Candelario Obeso a propósito de su muerte -o suicidio, algunos dicen- en junio de 1884

El diablo de las provincias es la novela que nos convoca hoy. Su protagonista es un biólogo que vuelve a su ciudad natal, una “ciudad enana”, después de haber estudiado y trabajado como investigador en el extranjero. Aunque Juan diga que no, podemos reconocer a Popayán en esa ciudad.
Yo no digo nada…
Esa zona geográfica, social, económica, del país, es fundamental, y de alguna forma hay tanto en Los estratos como en El diablo de las provincias una especie de retrato o de representación de ciertas dinámicas que son, por decirlo así, endémicas del Pacífico colombiano. Para usted, ¿cuál es la importancia de situar su ficción en un lugar con esas características tan particulares?
Bueno, sin poner nombres, la respuesta es que no tengo ni idea. Que no sé por qué. Nací allí, me crié entre Cali y Popayán, y ese es un territorio con unas peculiaridades históricas muy marcadas. Digamos que la historia de la economía política de esa región hace que tenga una conjunción de elementos sumamente explosiva.
Por otro lado, tengo que agregar que eso es algo que fui descubriendo con el tiempo. Yo viví muchos años por fuera de Colombia y jamás se me habría ocurrido que una parte de mi proyecto iba a terminar centrada en una especie de mapeo de un territorio, y menos de mi territorio natal. Yo tenía otra expectativa respecto a mi propia literatura pero fue con el paso del tiempo que fui entendiendo que ese era el lugar al que mi escritura se acercaba, curiosamente a partir de alejarse.
Todo esto tiene que ver con la cuestión del acento: cuando yo tenía más o menos diez años, mi familia se fue a vivir a Perú por motivos políticos. Allá perdí el acento, comencé a hablar peruano. Cuando volví, en el colegio en Cali me hicieron bullying por eso, así que rápido, como en quince días, tuve que volver a hablar caleño para que no me jodieran. Eso fue una experiencia rara, que me hizo muy consciente del acento, entendido como una especie de formación montañosa sujeta a la erosión del viento o del agua, que tiene una expresión geológica, pues se ha ido puliendo con el paso del tiempo.
Viviendo por fuera, muchos años después, me preguntaba ¿yo qué hablo? Además, traducía libros para editoriales españolas, sin saber muy bien a qué idioma los estaba traduciendo, porque yo no soy español. Aclaro que antes de que comenzara a traducir, las editoriales españolas marcaban algunas expresiones como “americanismos”. Había mucho control lingüístico-policial de su parte. Pero a mí me tocó un momento en que abrieron la cancha: ya no era necesario escribir en español castizo. Todo eso fue lo que me llevó a cuestionarme en qué idioma hablaba. Todavía tengo el acento mezclado, raro, pero en esa época era peor, porque ni siquiera tenía amigos colombianos. Me gusta pensar mi español como eso que Xul Solar, el pintor argentino, llamaba el “pancriollo”: una especie de español que se puede hablar en cualquier lado, que se da cuando se logran las condiciones para que tu base de vallecaucano, por ejemplo, pueda absorber palabras de cualquier lugar.
Precisamente el máximo extrañamiento de mi propia lengua me llevó a preguntarme cómo se hablaba en ese lugar del que vengo. Entonces, cuando venía al país hacía ese ejercicio de grabar conversaciones y transcribirlas. En esa época estaba leyendo mucho a Clarice Lispector, que trabajaba mucho desgrabándose y en ese ejercicio se daba una transformación del texto. Muchas veces hacía varios borradores a mano de las transcripciones y solo pasaba a máquina el tercer o cuarto borrador, con lo que el texto volvía a transformarse. Con ese método de Clarice intenté hacer algo con lo que grababa en mi casa en Popayán, o donde mi papá en Cali. Grababa y luego transcribía.
¿Comenzó a grabar cuando se enteró del ejercicio de Lispector?
No, curiosamente sucedió al tiempo. A mí siempre me ha interesado el sonido, por lo que siempre andaba con un aparatito de grabación y grababa de todo en donde estuviera. Después de leer lo de Clarice empecé un ejercicio más sistemático de desgrabar y hacer varias versiones de transcripción. Todo este ejercicio de aproximación al territorio no nació como un proyecto de aproximación a una utopía perdida, o una Arcadia, o de recuerdo de la infancia, qué se yo. En esa época, además, era más enemigo de la nostalgia, que me parecía un sentimiento reaccionario, así que la atacaba directamente. Ahora tengo otra relación con ella y he aprendido a reivindicarla desde otros ángulos. El proyecto no empezó como una reconstrucción de un territorio perdido, sino como un mecanismo de aproximación a esa lengua, al sonido de la lengua.
Pero, ¿eso significó revivir o reconstruir una serie de factores y de elementos que hacen que esa lengua sea de la manera que es? Aunque no creo que haya una relación tan evidente entre factores sociales y las cadencias de una lengua, pero sí creo que hay en sus novelas una sociedad muy particular, que es la sociedad del Gran Cauca. ¿Cómo pasar de lo uno a lo otro?
Yo nunca he querido hacer sociología, y por eso te hablo de esta relación tan material con el lenguaje. Tengo la teoría (por supuesto, absolutamente peregrina) de que por fuerza aparece una especie de paisaje si uno se aproxima al lenguaje con el suficiente rigor, con la suficiente capacidad de comprensión de su música interna y de saber que ese lenguaje se está transformando en el momento en que yo me acerco a él. Y no hablo del paisaje en el sentido conservador de la palabra, sino en uno más humboldtiano: la idea de la pintura de la naturaleza. Esta idea humboldtiana es muy poderosa y, por supuesto, tiene una larga tradición. Insisto en que nunca tuve la intención de hacer sociología. ¿En qué lugar del Cauca nacen niños con la cara peluda?
Si volvemos al título de la novela (y esto se puede rastrear también en Los estratos y un poco en Zumbido), nos encontramos con la figura del diablo, que es muy importante en esa geografía que está recreada o construida en las novelas.
El diablo aparece en todas mis novelas y para mí es fundamental, pero por eso mismo no lo he hecho aparecer de la misma forma en cada libro. Conscientemente contabilicé doce apariciones distintas en El diablo de las provincias, de muchas formas diferentes.
Me interesa la demonología, que no piensa en el diablo como una entidad unitaria, sino precisamente múltiple: el diablo es un montón de diablos, en realidad. Me interesa también algo que descubrí gracias a un antropólogo que se llama Michael Taussig, que tiene unos libros hermosos. En uno de ellos, El diablo y el fetichismo de la mercancía, habla del diablo como una forma de mediación popular. En lugares como este, en donde a la gente se le niega cualquier oportunidad, cualquier instancia de negociación, de aparición en la esfera pública, lo demonológico –el diablo en sus distintas formas– se vuelve una manera en que la gente media con todo. Desde el mundo natural hasta el social. Ese análisis se lo robé a Taussig y me sirvió mucho, cuando lo leí hace años, para ir diagramando el proyecto, pues entendí muchas cosas. Apenas lo leí comencé a acordarme de todas las historias que escuchaba de niño, o de que, por ejemplo, todavía sale en esas ciudades la chirimía con el diablo, una imagen, además, muy bella. El concepto, en cierto modo, alumbró y me ayudó a entender todo un mundo sobre lo que significa el diablo.
Ahora, tampoco estoy haciendo etnografía, ni me interesa, pues si quisiera escribir sobre los significados del diablo escribiría un ensayo. Lo que intento es hacer arte y por lo tanto me interesa invocar a ese diablo y que se aparezca en mi novela.
En un momento, el biólogo está conversando con su madre y ella le dice que la naturaleza parece obra del diablo, por la cantidad de detalles y de diversidad que hay en ella. Que si Dios fuera el verdadero artífice, todo sería una línea recta o un blanco total…
¡El voto en blanco!
En la misma estructura narrativa de la novela hay una invocación del diablo clarísima, porque está hecha como un mosaico. En la novela se habla de una especie de salchicha, de embutido, algo que está lleno de fragmentos y de alguna forma es una unidad.
Me gusta mucho la palabra mosaico porque precisamente me interesa mucho la cultura bizantina, su arte y su literatura, y estas técnicas de composición de la imagen que lograron llevar una tradición romana a un nivel loco de perfección. A esto hay que añadirle algo que estudia muy bien Pável Florenski, un teórico ruso de la época de la Revolución, en un libro muy bello que se llama La perspectiva invertida. Él rastrea los orígenes de las innovaciones de ruptura formal que se estaban haciendo en la pintura moderna a la vuelta del siglo XIX al XX, y las liga con el arte bizantino, por su relación problemática con la perspectiva. Él demuestra que los bizantinos deformaban la perspectiva de una manera calculadísima. Así que me interesan estos juegos: tanto la deformación calculada como el montaje, la composición, y finalmente el ser capaz de sugerir, como sucede con el arte bizantino, que ahí hay una figura. Es decir, que hay un relato. Toda esta referencia al arte bizantino es porque creo que hay una rara forma de clasicismo en lo que hago. Me inserto en una determinada tradición de la vanguardia que conecta con otro costado del arte clásico, diferente al apolíneo de formas puras y acabadas que entiende la novela como una especie de gran palacio. Si mis libros fueran una casa serían como esas que construye la gente en las favelas de acá, casas que curiosamente son funcionales, habitables, en las que uno se siente bien, aunque para muchos no tengan “forma”. Hay un raro clasicismo en la autoconstrucción popular que a mí me interesa mucho y que trato de emular en lo que escribo. Así que si hubiera una imagen para describir mis novelas sería esa: la casa de construcción popular, involuntariamente moderna, que me parece fascinante.
Ya que fue hacia atrás, me interesa preguntarle sobre el siglo XIX, que está muy presente en la novela. El protagonista es biólogo por influencia de un tío suyo, muy particular, que les echaba carreta sobre una idea fundamental de la novela: que no hay manera de ser verdaderamente americano sin ser naturalista y, además, sin ser revolucionario. Hablemos sobre esa relación entre la naturaleza y la revolución, centrándonos también en la importancia del siglo XIX, que se une a que usted haya sido el curador de la exposición sobre María en la Biblioteca Nacional.
Yo soy un aficionado muy inconstante al siglo XIX colombiano y al latinoamericano en general, porque son una fuente increíble de iluminaciones, de una modernidad impresionante, sobre todo hasta antes de que aparecieran Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro y todo su combo de gramáticos insoportables.
Hay una cosa que a mí me produce fascinación: el proyecto de emancipación de las naciones americanas no habría sido posible sin el desarrollo de las ciencias naturales y sin las expediciones científicas que hubo a finales del siglo XVIII y principios del XIX en América Latina. Es la aparición de todo este imaginario de lo natural, ligado a una idea de conocimiento y de progreso, así como al ejercicio de derechos, lo que posibilita la independencia de las naciones americanas. En el libro, yo menciono el ejemplo de los billetes: el tío dice “Vea, los billetes colombianos tienen, por un lado, un animal o un accidente geográfico, y por el otro, un guerrillero republicano”.
Algo que se perdió con estos nuevos billetes, que traen más figuras del siglo XX…
Sí, lentamente se ha ido despolitizando toda la idea de la naturaleza. En Argentina, los billetes que mandó a hacer Macri reemplazaron a los próceres con unas ballenas un poco ridículas, del tipo Walt Disney. Pero, bueno, la naturaleza sigue estando en los billetes, y está allí por algo. En cierto modo nos reconocemos todavía en una idea de paisaje. Claro, eso se transformó después casi en una idea conservadora, porque ninguna idea per se es revolucionaria, toda idea revolucionaria la podés voltear, y viceversa.
Para mí, el siglo XIX es el Big Bang de la república. Somos producto del siglo XIX, incluso más que del XX. Cuando ves la historia del siglo XX, que es la historia del nacimiento de las guerrillas, de los intentos inútiles de reformas agrarias, de las luchas sociales, de las masacres, de las violencias, del narcotráfico, cuando ves eso desde el siglo XIX, y no al revés, todos esos fenómenos se te aparecen bajo una luz absolutamente distinta y muy clara. En ese gran teatro histórico que somos, uno puede ir identificando nuevamente la repetición de personajes. Y esa es una de las razones por las que me gusta tanto el siglo XIX y por las que intento elaborar (y lo voy a decir de una forma muy pedante, citando a Foucault) una “ontología del presente”. Yo creo que las novelas deben aspirar a hacer eso y solo se puede hacer con un ejercicio de memoria fantástica. Me gusta mucho la imagen de que el siglo XX es la película proyectada, pero el proyector es el siglo XIX. El XXI, quizás, es el teatro vacío, o un teatro porno hecho mierda… No sé, ustedes completen la figura.
Traigo a colación la relectura que se ha hecho de Alexander Von Humboldt. En La invención de la naturaleza, de Andrea Wulff, que es una biografía de Humboldt, hay una idea muy interesante: nuestra concepción moderna de la naturaleza como un todo interconectado (que es la que nos permite pensar en el calentamiento global), nace con los viajes de Humboldt a América.
Fijate que con Humboldt pasa una cosa muy loca: que él crea un montón de ideas que se volvieron tan de sentido común, que cuesta reconocerle el genio de haberlas creado. Para nosotros la idea de ecosistema es tan de Perogrullo que no comprendemos que, hasta que Humboldt no apareció, la biología, que era la de tradición linneana, se hacía a punta de unas listas taxonómicas inmamables. A nadie se le había ocurrido pensar en cómo se interrelacionan las especies, ni mucho menos su relación con el clima y las estaciones.
Y con la gente y sus costumbres, su economía. Él se dio cuenta del daño que le hacían la deforestación y el monocultivo tanto a los ecosistemas como a las sociedades, que es otro tema que aparece en tu novela.
¡Claro! Una de mis tesis de trabajo (por supuesto, no lo digo solo yo) es que nosotros mismos como americanos somos impensables sin esas ideas. Es decir, son esas ideas las que en cierto modo ponen en marcha un trabajo que se pregunta qué es América y qué somos nosotros. Lo cual es fascinante: que seamos contemporáneos de la idea de ecosistema me parece bellísimo.
Hablemos de la teoría de la conspiración. El biólogo dice que esta aparece cuando lo racional se pierde, porque nos permite acceder a un marco de referencia para comprender una serie de cosas inexplicables en un primer momento. La novela misma tiene muchos elementos que podrían parecer inexplicables como esos elementos de lo que podríamos llamar “gótico tropical”: monstruos, sangre, bestias, diablos, figuras que de alguna forma nublan el entendimiento del mundo social. Si yo creo que los culpables de lo que sucede en cierto lugar son unos seres oscuros que están moviendo los hilos de la sociedad, ¿qué puedo hacer frente a eso?
Creo que funciona de dos direcciones. Mi abuela siempre contaba que en Popayán (me puse nostálgico, perdonen), cuando ella era chiquita, los grandes señorones de la ciudad (los Valencia, los Mosquera) se disfrazaban de espantos para poder ir a hacer las visitas a los barrios populares en donde vivían sus “doncellas”, a las que les tenían casa y demás. Entonces, la gente se cagaba de miedo al ver los espantos, pero lo que pasaba era que venía el señor Mosquera a cogerse a su doncella.
Eso es el “gótico tropical”, una denominación que me parece muy graciosa. Se la inventó Álvaro Mutis cuando vivía en Los Ángeles porque hacía la voz en off de Los intocables de Eliot Ness, la serie, para el doblaje en español. Allá se encontró a Buñuel, que le decía que era imposible hacer una novela gótica sin el castillo helado, sin toda la utilería. Mutis le dijo “Te aseguro que no”, y escribió La mansión de la Araucaima. Pero hay un antecedente, más inesperado quizá para quien no haya leído el libro: María, que comienza como una novelita romántica y termina como una historia de terror. Todos los elementos del final son bastante góticos: la muerta, la casa que se está cayendo, el pájaro negro, el río crecido que debe cruzar… elementos realmente tenebrosos, que parecen sacados de Bram Stoker. Esas cosas también están en la tradición popular y oral de toda la región, con sus historias de espantos. Mi intuición es que esas historias de espantos, aparecidos, muertos, monstruos, están ligadas, en el fondo, a la noción de una sociedad quebrada desde su propia raíz. Es una sociedad fundada sobre un pecado que tiene un montón de nombres, como la esclavitud, por ejemplo (el Gran Cauca era una sociedad esclavista y en cierto modo lo sigue siendo, si no, hay que ir a ver cómo tratan a los corteros de caña en Puerto Tejada). Para conectar esto con la idea que mencionaste, digo que estas historias de monstruos te impiden ver la realidad, pero si eres un observador externo, es el gran tablero para poder leerla. Si vos analizás al monstruo, entendés todo. Si ves qué hay dentro del monstruo, entendés qué hay en la sociedad.
Es curioso, porque en la novela a veces sí es una conspiración lo que sucede, a veces no, y esto tiene mucho que ver con la misma estructura en la que las historias no se cierran sino hasta el final, en una especie de deus ex machina que soluciona todo. Uno queda con dos opciones: o se mete en la teoría de la conspiración y deja que el vampiro lo muerda, o lee entre líneas y logra entender muchos indicios.
Hay una cosa engañosa del libro, que es este aparente final abierto. Realmente, la estructura es sumamente cerrada, policial. Lo que pasa es que está basada en un paradigma de la novela policial que no es el del desvelamiento, no es el de Conan Doyle, ni el de Poe. No se trata de buscar pistas y encontrar indicios que significan una sola cosa, como en Sherlock Holmes. Desafortunadamente, los indicios no funcionan así en la realidad (y mucho menos en nuestros países). Funcionan más parecido a como lo hacen en las películas de Lynch. ¿Se acuerdan de la llave morada en Mullholland Drive? ¿Qué mierda es eso? En una estructura policial, la llave abriría la caja en la que está alguna cosa importante. Esa mecánica causal del policía clásico está rota en el mundo contemporáneo. En las películas de Lynch el indicio no es un mecanismo positivista de recomposición de una realidad enigmática para desvelar el misterio. Al revés: cada indicio añade más misterio y más significado, hace reverberar los significados. Y más en nuestras sociedades, que son sociedades en las que todo trabaja para la impunidad.
En algún momento, el díler le dice al biólogo que la historia del país es como una película de cine-arte en la que nada pasa, o pasan muchas cosas una y otra vez, pero que uno no entiende. Un cuento mal contado, mejor dicho. Y luego dice que para que una historia se olvide, lo único que hay que hacer es contarla con la mayor cantidad de detalles, volverla tan compleja, que ya no tenga sentido y haga que uno pierda el interés en ella.
Claro, es como este caso Colmenares. Eso es algo que tenemos en nuestros países y mucho me temo que tiene que ver con los países católicos, particularmente al sur de Europa. Graciosamente, eso se contrapone a la tradición anglosajona o del norte de Europa, aunque en los últimos años se ha ido contaminando. No sé si porque en la realidad esas dos regiones se están contaminando, si se están volviendo católicos o qué…
Santiago: Yo quiero leer un párrafo y hacer un comentario sobre todo lo que han dicho…
El biólogo creyó ver que algo se movía en esos frascos. ¿Eran cosas vivas o cosas muertas? Se le vino a la cabeza lo que decía el díler sobre sus descubrimientos en los viajes astrales de la ducha, eso de que casi todo ocurre dentro de la cabeza y en la lengua: una excusa para olvidarse del cuerpo, pensó, para sacarlo de la ecuación durante unos minutos, pero en realidad el cuerpo es el cuerpo. Todo lo que sucede es cuerpo. No hay exterior del cuerpo. O mejor dicho, el exterior ocurre dentro del cuerpo. Somos organismos vivos como todos los demás. Ahora me voy a morir. Me van a arrancar lo único que tengo. No tengo nada más. Y mis mecanismos de defensa son muy pocos. Sudor nervioso, mal olor, la bioquímica del miedo.
Lo quería leer porque creo que todo lo que han dicho uno lo ve en la novela por medio del biólogo, sin tener toda esta cantidad de referencias que hemos explorado. No es una novela erudita, sino todo lo contrario: una novela en la que uno puede ver todas estas cosas muy carnalmente.
Lo que está diciendo Santiago es que nos habríamos podido ahorrar la charla…
Preguntas del público
La pregunta comienza con una referencia a Rivera, que cuando publicó La vorágine, en 1924, se metió en una polémica con Eduardo Castillo y Luis Trigueros. Ellos decían que la novela era muy mala, que estaba muy mal hecha, que los personajes eran odiosos y vulgares, y el lenguaje era muy desmañado. José Eustasio Rivera respondía que ellos no la estaban viendo bien, porque estaban acostumbrados a contemplar ríos como el Sena, calmos, en los que todo se ve bien, y a pensar en personalidades que caben en un salón. Les dice que la novela es así, desordenada, brava y con personalidades violentas y desmesuradas como es la naturaleza en los lugares en los que sucede la trama. Lo que hace Rivera es dinamitar ese gusto de la Colombia conservadora, heredera de Marco Fidel Suárez, de Caro, esa Colombia que terminará siendo la cafetera. Les dice que están pensando solo en ese país, pero que hay muchos más, y es eso lo que encuentran vulgar y desmañado, algo que no conocen ni han visto.
Tu trabajo sobre el lenguaje es un trabajo sobre el gusto, que también es un sistema de explicación del mundo. En el panorama de la literatura colombiana actual, ¿tú podrías identificar o ver algunos problemas (o, si quieres, algunos autores y algunas obras) que estén a lado y lado de esa discusión?
Qué crack… Está muy bien la pregunta… Yo soy ultra fanático de La vorágine. Me parece el libro más importante que se ha escrito en la literatura colombiana de siempre, incluso mucho más que María. Creo que dentro del propio libro de Rivera pasa una de las cosas más hermosas. Es un libro sobre un viaje del lenguaje de ese poeta, Arturo Cova, que habla y escribe con un tono alambicado, típicamente parnasiano, algo horroroso que reinó acá por mucho tiempo. Dentro del propio libro se produce una deconstrucción de ese lenguaje, lo que es un acto político ni el hijueputa. A medida que los protagonistas van escapando, el lenguaje de Cova se transforma, y entonces empiezan a entrar en el libro todas las voces de la gente que se van encontrando: los baquianos, los caucheros, los indios. Es una música que no has escuchado en ninguna otra parte. Como señalás, eso tiene que ver precisamente con atentar al corazón mismo de las relaciones entre poder y lenguaje, representado aquí por unos escritores que, si no eran políticos, estaban directamente asociados al poder político.
Esa es una tradición que de ciertos modos se mantienen. Salvo en momentos de chispazos (no de manera despectiva, porque son grandes chispazos, como en la obra de León de Greiff, que es monumental, y uno no entiende por qué la tradición entera no está parada sobre ella, pero bueno…) no nos hemos podido liberar del todo de esas relaciones entre lenguaje y poder, y eso se ha reflejado en nuestra literatura. Quizá con mayor énfasis en la literatura que se produjo entre los años noventa y en los dos mil. Curiosamente, no es que hubiera escritores cortesanos como Guillermo Valencia. Hasta los años ochenta hubo editoriales pequeñas, nichos de producción de literatura muy interesante que se acabaron en los noventa con el neoliberalismo y la corporativización absoluta del medio editorial, lo que produjo un tipo particular de escritor, a medio camino entre el cortesano a lo Guillermo Valencia, el CEO de empresa, el joven banquero… los emblemas del éxito empresarial ligados a la figura del escritor. Eso sigue vigente, de algunas formas, en escritores como Héctor Abad Faciolince, que es la encarnación y la prueba reina de que eso todavía queda vivo. Es el tipo que está localizando el mercado de ideas y tiene una capacidad increíble para decir lo correcto sin mojarse, es un cortesano. Ahora, creo que de unos pocos años para acá hay alentadoras señales de que eso se está rompiendo, así como se está rompiendo en la política, en la que estamos empezando a hablar en otro lenguaje: estamos empezando a hablar de otro modo. El libro de Giuseppe Caputo es un puñetazo sobre la mesa, o a la cara. Ahora es que arranca lo bueno.
Tengo dos preguntas. La primera es que me parece muy enigmático que no haya nombres para nadie y, sin embargo, todos los personajes sean muy representativos. Me gustaría saber a qué se debe eso, por qué incluso la ciudad enana no está nombrada como tal y todos están nombrados por sus profesiones o sus relaciones con el protagonista. Además, me causó mucha curiosidad el narrador: a veces pensaba que era el biólogo, en su cabeza, en tercera persona, pero a veces las voces confluyen en él… ¿Es un ser en sí o es solo una narración sin un ser detrás?
Sobre los nombres… Hay varias restricciones autoimpuestas en estos libros. Cuando empiezo un libro sé qué no voy a hacer. Justo ayer estaba leyendo un poema muy lindo de Ammons, un poeta gringo, sobre cómo están construidas las telas de araña. Él dice que en el centro, que es donde más libertad podría haber, es donde la red es más simétrica, y a medida que se acerca a los bordes empieza a perder forma y es ahí donde aparecen los accidentes y el azar. Es graciosa esa dialéctica entre el centro y el exterior donde se deforma todo. Digo todo eso porque creo que allí hay una especie de idea de la creación literaria: no es muy distinta de lo que está haciendo la araña. Hay restricciones autoimpuestas, hay maneras de crear la telaraña. No pongo nombres, entre muchas otras restricciones, por eso.
Ahora bien, a este costado arbitrario se suma un problema del que me hice consciente hace poco: estaba leyendo un ensayo de Ingeborg Bachman, una poeta austríaca muy buena, sobre los nombres en la literatura. En él, habla de la evolución de los nombres y los personajes en la literatura, porque en la modernidad el nombre tiende a desaparecer, y hace un viaje por el tema en Thomas Mann o en Kafka, hasta llegar a Beckett, en donde ya no hay nombres, no hay nada, hay un innombrable (como acá en Colombia). Obviamente, hay una especie de tensión histórica con el nombre. No sé si a ustedes les pasa, pero yo odio abrir un libro y que diga “Rodrigo Pérez se miró al espejo y luego…”. Me produce una especie de hartazgo.
Sobre lo otro: el narrador está pensado como un organismo vivo, pero a la vez como una especie de conmutador de voces. Para los que no saben, aquí había una empresa que se llamaba Telecom. Cuando uno quería llamar a alguien, no lo podía hacer desde la casa porque salía muy caro, entonces uno iba al Telecom y allá le decía a la operadora a dónde quería llamar. Allá tenían una especie de consola gigante en la que iban conectando cablecitos para establecer las llamadas. El narrador es una especie de aparato de estos, mediante el que puedes entrar a las distintas voces. Es la interferencia.
Como estas radios viejas de onda corta, en las que para pasar de un país a otro uno tenía que mover la perilla mínimamente. Yo no sé por qué sé esto, yo no soy tan viejo, pero en mi casa había un radio de estos y tenía un mapa.
A mí todos estos fenómenos electromagnéticos de la voz me parecen fascinantes. Hace un par de años, cuando vivíamos con Luciana en Quito, el día que llegamos a una casa a la que nos mudamos, que era como de cuento gótico, encontré un tocadiscos viejo, hecho mierda. Al momento de conectarlo me di cuenta de que cuando la aguja estaba levantada, entraba interferencia radial de la policía. Casi que escuchaba más eso que los discos. Me fascinan esos fenómenos asociados a la voz. O los casetes en los que escuchábamos música, que son una metáfora de mis libros como la de la casa de autoconstrucción. En ellos grababas encima una y otra vez, y cuando estabas escuchando, de repente, en un hueco, aparecía un pedazo de canción de la capa de abajo. Esta narración es algo parecido: lo que estás escuchando no es una sola capa de voz, a veces son tres, cuatro capas simultáneas sonando a la vez.
En la novela hay un personaje muy interesante: el díler. En alguna entrevista dijiste que él hace parte de esa “filosofía plebeya” a la que tú le dabas voz en el libro. No es gratuito tampoco que los dos grandes amigos sean tan distintos, con educación tan distinta, por ejemplo, pero que hablen de iguales. ¿Cómo surge ese personaje? ¿Qué es eso de la filosofía plebeya?
Casi te digo que escribí el libro para ese personaje… Es que me he sentado a fumar bareta con un montón de manes así en la vida, en Popayán. Yo soy insomne, entonces en las noches salgo de mi casa y le doy una vuelta a la ciudad, me voy al parque Caldas y aparece un loco de esos. Me encanta escucharlos hablar. Me encanta cómo se adueña del conocimiento la gente que no tiene la educación formal, cómo se roba el fuego del pensamiento. Es fascinante en esos personajes y en esos viejitos que uno ve en la séptima jugando ajedrez, y luego van a comprar libros de viejo a Merlín, por ejemplo. Yo vengo de una familia así, de subalternos caucanos y vallecaucanos que tuvieron que arreglárselas en cierto modo para aprender cosas, para tener libros y acceder a ellos. Vivo atento a cómo piensan los que se supone que no piensan y cómo hablan los que se supone que no hablan bien. Y a ser capaz de que eso, así como en la interferencia del radio, entre en mis libros, así como lo hacía Rivera en La vorágine. Es parte del mismo proyecto de política sobre la lengua, sobre cómo desestabilizás el idioma, cómo generás interrupciones como para romper adentro esa caca fosilizada, que es en parte lo que hace que seamos una sociedad de mierda. Una de las cosas que pueden romper eso es precisamente el lenguaje popular, así como esa inventiva, esa capacidad de aproximarse al pensamiento desde ese idioma plebeyo. Nosotros seremos una gran nación el día en que los tratados de filosofía estén escritos en el lenguaje del ñero. Estoy haciendo una exageración, pero en cierto modo es lo que pasaba (y Luciana me corregirá) en el romanticismo y el idealismo alemanes. Hegel no escribió la Fenomenología del espíritu solamente pensando en el lenguaje muy elevado. Él estaba atento al lenguaje de la taberna. Ese alemán es un alemán plebeyo y eso es fundamental. Ahora, imagínate el momento en que entre a la literatura.
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