
Reseña de "El atajo", novela de Mery Yolanda Sánchez, segundo puesto del Premio Nacional de Novela Corta 2013, organizado por la Pontificia Universidad Javeriana.

Para comenzar, me surge una idea que no sé por qué no me surgió antes: Normalmente los autores a quienes invitamos deciden hablar sobre su más reciente obra. Sin embargo, tú querías hablar de todos tus libros, lo cual me pareció difícil y por eso te pedí que solo habláramos de algunos. ¿Por qué querías hacerlo así?
Porque me imagino que ese día en que hablamos había tenido alguna entrevista sobre Los niños para alguna de las nuevas ediciones y estaba cansada de decir una y otra vez lo mismo. Así que pensé que, si distribuíamos la charla entre los otros, no tendría que decir tanto de lo mismo sobre Los niños, sino un poquito de lo mismo sobre todos. Pero podemos hablar de la que quieras.
Voy a detenerme en cada una, aunque hay temas, búsquedas, preguntas que encontré en todas, así que en esos casos haremos las conexiones necesarias. Comencemos por Todo en otra parte. No sé qué tan presente lo tengas pero creo que hay una cosa muy clara: la decisión del narrador. La novela comienza con un epígrafe de Vicente Aleixandre y luego la voz pasa a una personaje, y sigue pasando de personaje en personaje, hasta que se da un diálogo muy rico entre ellos. No existe una única voz que esté por encima de todos, al estilo más clásico, que tenga prelación.
A ver… Me voy a acordar. Todo en otra parte, que es larga y tediosa, fue mi primera novela. La publiqué en 2005 y no la he vuelto a ver. Hay gente que la ha querido reeditar pero yo, con tal de no volverla a ver, no he contestado nada. Fue una novela muy arriesgada (demasiado). La hice con un plan excesivamente complicado que me impuse a mí misma, como si se tratara de unas reglas de un juego que me inventé. Eso me interesa, pero no sé si pude transmitir ese interés, porque no sé si yo misma conocía en qué consistía. No era un interés manifiesto sino implícito el que me llevó a escribir esta novela que es tan difícil de leer, no en sus fragmentos, sino en su totalidad. De pronto, un día de estos la miro y me gusta más de lo que me gusta ahora.
En la novela se parte de una primera persona que habla en un marco narrativo en el que empieza a contar una historia en tercera persona, que es la trama. A mí me parecen muy extrañas las obras narrativas con un narrador omnisciente que nunca dice “yo”. De hecho, aunque uno crea que son muchas, realmente no lo son. Incluso en el tercer o cuarto párrafo de Madame Bovary (que, te acuerdas, comienza con la descripción de Charles Bovary cuando era niño, antes de conocer a Emma) un hípernarrador omnisciente como los de Flaubert nos dice que él, el narrador, era uno de los compañeros de colegio de Charles. En algún momento tiene que entrar la primera persona.
A mí me angustia la pretensión del narrador omnisciente porque ha existido muy poco pero, por alguna razón, la narrativa más convencional de nuestro tiempo cree que ha existido siempre y que es lo normal. Incluso en narrativas muy tradicionales, que están emparentadas con lo oral, como en Las mil y una noches y otros libros de cuentos, siempre hay un narrador discernible que conoce todas las historias pero no es omnisciente. Ese narrador es alguien determinado, como Sherezada en Las mil y una noches. Dentro de los cuentos que ella cuenta, los narradores narran sus propias historias en primera persona. Ahora, ¿quién cuenta la historia de Sherezada? En ese caso se usa otro recurso muy interesante que es el “dicen que”, algo que no usamos ya aunque lo hicimos durante tantos siglos: “Dicen que había tal, tal, tal, pero Dios sabe más”, esto último como una cláusula. La intención era suponer una voz general, no personalizada, no individual, que repetía las historias que se sabían. Pero, claro, eso funciona en las historias fabulísticas y no en las anecdóticas, porque existe un motivo para que una historia fabulística “se sepa”: que enseña algo (no moral, pero ese es otro tema), enseña a narrar, enseña cómo vivir. No se justifica que alguien diga “Cuentan que...” y siga con una novela muy particular, con personajes particulares, muy anecdótica.
La pérdida de conciencia con respecto a quién narra es un gran empobrecimiento de la literatura, pues impide la formación de cualquier marco exterior al cuento. Si yo te digo “Yo, Carolina, te estoy contando a ti, Santiago, esto”, alguien más puede decir “Ella, Carolina, le contó esto a Santiago, y yo, José, que los oí, estoy contando esto otro”. Cuando existe un último narrador omnisciente que está contando cualquier cosa, no hay ninguna posibilidad de enmarcación por encima de él, y con eso cada libro queda encajonado en sí mismo, concluído y, por lo tanto, pequeño, finito. Una vez que un narrador se determina, entonces incluye al lector, que es el siguiente que puede contar la historia después de leerla. Eso me parece muy enriquecedor. Aunque, bueno, en Todo en otra parte el gesto es más o menos enigmático, no es muy claro, pero me interesaba que apuntara hacia alllá.
Creo que tomar esta decisión genera que sea una novela muy rica en voces, algo así como en Yosoyu.
En la novela hay un montón de personajes. A mí me cuesta mucho recordar cuáles son, lo que prueba que son demasiados. Pero eso también me gusta que se olvide y me gusta que uno se pierda entre los cuentos. Incluso me enredé en el cuento de La gata sola, que es un cuento ilustrado para niños. Hay un momento en que el cuento es confuso, en que se enmadeja y patina. Así es lo que yo hago, y no lo he podido evitar, no solo porque no pueda hacerlo mejor y más desenredado, sino porque me gusta no saber en dónde voy, que sea como estar en un sueño, que me desoriente. En un momento dado, en el centro de todos los libros que escribo, llego a un enredo, como si hubiera una maraña en el centro de lo que hago. Puedo tratar de hacerlo diferente, pero, ¿para qué? La desorientación dentro de un texto me encanta. No quiero que me pase siempre, porque es también angustiante. Uno tiene la costumbre de creer que tiene que saber por dónde va. ¿Por dónde voy de qué si esto ni existe? ¡Es un libro! Eso no pasó, ni va a pasar, ni nada: es una invención.
Eso se relaciona también con que me parece maltratador escribir ficción. Siento que me trato mal al hacerlo y que estoy mintiendo. Sé que es una cosa totalmente platónica, pero a veces me pregunto: ¿Por qué me voy a sentar a contar un cuento de gente inventada? Para eso cuento un chisme de gente que todos conocen. De hecho, lo he querido hacer: una novela de gente conocida, con nombre y apellido, gente famosa, celebridades, pero una novela de infundios. Sería una especie de revista ¡Hola!, pero malévola… Pero también he querido hacer lo contrario de eso: una fábula, en la que los personajes no tienen nombre, porque el autor de las fábulas, que es el tiempo mismo —el saber de los hombres durante los milenios— sabe demasiado como para ponerle “Pepi” al conejo. ¡Es el conejo y punto! A mí cada vez me cansan más las novelas en las que tengo que leer trescientas páginas de apellidos de gente inventada. ¿Para qué me dan un apellido, si ni siquiera sé quiénes son los padres? En Cien años de soledad tiene sentido, porque justamente es la historia de una genealogía.
¿O sea que quitarías el Romero de Laura, la protagonista de Los niños?
El Romero era para subrayar algo que casi nadie se pilló y es que Los niños es una historia sobre la virgen María. Los romeros son los que van en peregrinación a donde la virgen. El “Laura” es por otra planta, el laurel, en el que se convierte Dafne, la virgen griega, porque no quiere que Apolo la alcance. En fin, leerse una novela llena de Estupiñanes y Sanines es simple fantasía, no imaginación. Esa es una característica ociosa de la mayoría de las novelas realistas que no me interesa. Hace poco me puse a escribir una novela y, a la mitad, me pasó lo mismo: cada personaje era otro personaje, ya estaba diciendo que lo que había dicho antes era mentira, que la verdad era otra. Si me meto en la ficción, me gusta realmente meterme en ella: poder decir que todo es ficción, pero no hacer pasar como cierto algo que simplemente no lo es.
Eso que dices de los chismes está en Todo en otra parte, que está construida a partir de diálogos. Es supremamente rica de voces, porque hay muchos personajes que están conversando todo el tiempo. También hay un personaje que aparece a lo largo de toda la novela: “el hombre que está haciendo un perro”. El personaje es un enigma, como un rumor del que todos hablan. El hecho de que este personaje no esté definido genera que los rumores empiecen a definir a los demás personajes, lo cual me parece muy interesante.
A mí me parece también interesante que los personajes estén construidos por lo que los demás dicen de ellos. Por otro lado, no creo en eso de la “profundidad psicológica de los personajes”, ¿quién de nosotros tiene “profundidad psicológica”? Nosotros somos una superficie compleja y complicada, y luego un hueco negro. Recordaba hoy en una muy buena columna Lucas Ospina lo que decía Paul Valery: lo más profundo es la piel. Claro, si todos somos personajes, cada uno es varios personajes, no uno solo, y dependemos de lo que seamos para distintas personas (espectadores, lectores). De ahí procede que esos personajes estuvieran hechos de lo que se dicen de ellos, no de lo que un autor que lo sabe todo dice de la persona que construye, lo cual sería muy soberbio.
Si se dice algo de alguien, así sea mentira, esa persona es ese personaje por ese momento. Eso tiene cierta realidad aunque no tenga ninguna realidad material ni sensible. Siempre me interesa subrayar que las cosas imaginarias, las que se dicen, tienen realidad, están en una realidad. Sea lo que sea. No me gustan los “personajes” que tienen un trauma y todos esos detalles. Por eso tampoco me gustan las biografías, lo que nos lleva a hablar de Yosoyu, una biografía llena de contradicciones e inventos. Pero habla tú…
¿De dónde surgió Yosoyu?
Yosoyu reúne textos viejos que aparecieron en Valdez, la revista que editaba Lucas Ospina. Él y otros amigos suyos artistas descubrieron (o inventaron) un personaje de quien dijeron que era el precursor del collage en Colombia, que se llamaba Pedro Manrique Figueroa. Entienden lo ridículo de que alguien sea “precursor del collage”... ¡Eso no quiere decir nada! Pero, bueno, es parte del chiste. Lucas me invitó a escribir parte de la biografía de ese personaje y yo escribí largos apartes de su vida para la revista, más o menos en el año 2000. En 2014 se me ocurrió juntar algunos textos, sacar otros, escribir un prólogo y publicarlos con la editorial Destiempo, una editorial pequeña, independiente y también muy bonita. Para ese momento ya había salido un falso documental, de Luis Ospina, que se llama Un tigre de papel, basado en muchos textos que muchas personas dedicamos a la vida de Manrique.
Yo llamaría a Pedro Manrique Figueroa una creación colectiva. ¿Cómo fue la composición de Yosoyu?
Hay unos capítulos que tienen un narrador que cuenta y hace entrevistas, y al final están las cartas supuestamente recibidas por los editores de Manrique, que a mí me divierten mucho. Yo sé que suena raro que diga que me divierte muchísimo algo que yo misma hice… Pero, cuando hacía estas cartas, que fue ya hace mucho tiempo (casi dieciocho años, era muy joven), me reía a carcajadas, porque son ridículas, horribles, imbéciles, de un humor muy bobo. Y también están la obras que él hizo, que son una idiotez. Él era como un Sancho Panza pero pretencioso. Resulta que hizo unos poemas que se quemaron, de los que quedan solo algunas reconstrucciones como: “...una… lechera...no es una….cualquiera”. Yo debería escribir algo así otra vez. Bueno, lo hice el año pasado con el libro de los Juegos Olímpicos.
Realmente, lo único que me gusta escribir es humor. Lo demás, lo escribo porque es mi misión sobre la tierra… Estoy bromeando, pero no tanto: es cierto que lo escribo porque me parece que lo debo hacer. Pero las cosas de humor las escribo para pasarla rico.
Siento que este personaje de Pedro Manrique es como un centro al que llegan muchas historias, pero quería preguntarte si más bien podría ser un centro del que parten muchas cosas.
Es que fue toda una genialidad de Lucas Ospina, de François Bucher y de Bernardo Ortiz. Con eso de inventar un autor volvemos a lo anterior: precisamente el problema del autor omnisciente es que no se puede decir quién es, así que la gente comienza a interesarse por la biografía de los escritores, un interés superfluo, banal y distractor. Pero, si uno se inventa en primer lugar al autor, él mismo es una obra de arte, y también puede llegar a ser el motivo para crear innumerables obras de arte. Eso fue lo que hicieron ellos para hacer unos collages que son geniales. Al inventarse al autor, lo que lograron fue abrir un espacio para que un montón de gente participara de esa invención. ¡Fantástico! Cuando se acepta esa invitación, uno mismo llega a albergar y a crear innumerables otras voces. Entonces yo no decía “Pedro Manrique fue…”, sino “Se cuenta en el periódico que Pedro Manrique fue…”, y así le di paso al realismo en la creación de la historia, en vez de pretender un realismo en la historia misma.
Entonces, ¿por qué escribir un prólogo?
El prólogo lo hice porque había pasado tanto tiempo desde que había escrito los textos que quería justamente enmarcarlo una vez más. El prólogo no es un pero, pues precisamente por lo que hemos hablado es que cabe un prólogo, y luego cabría otro prólogo para ese, y así sucesivamente. Deja la puerta abierta para que, por ejemplo, si tú lo reeditas algún día, hagas otro prólogo y hables de ti. ¿Ves? En el prólogo conté que mientras yo escribía de Manrique, vivía en París, como de contrabando, en los dormitorios de universidad en la que no estudiaba. Era una situación de impostora, bastante manriquesca. Me viene ahora la idea de que si vuelvo a publicar alguna vez Todo en otra parte, le escribo un prólogo también.
Bueno, pero, a diferencia de Un tigre de papel, aquí estamos advertidos desde el comienzo que ese es un personaje “real o ficticio”, lo que inmediatamente cambia nuestra relación con él.
Claro, yo tengo un prurito algo estúpido y muy infantil: me angustia decir mentiras por escrito.
Por eso no te gusta escribir ficción…
Sí, yo creo. Pero es una cosa de la que debo madurar, tal vez.
Pasemos a Ponqué y otros cuentos, que me costó un poco más de trabajo porque es una colección de varios textos diferentes, a diferencia de los otros libros.
Todos los escritores decimos “Se debe promover el cuento, el cuento es nuestro género latinoamericano, etc.”, pero leer un libro de cuentos es muy mamón, porque uno tiene que empezar siete veces y siete veces se le exige una atención siete veces distinta. El libro de cuentos que no están relacionados entre sí es un invento muy reciente, del siglo XIX, porque antes existían estos libros de relatos enmarcados, como El Decamerón, Las mil y una noches, Los cuentos de Canterbury. Incluso muchas novelas posteriores en realidad son libros de relatos enmarcados. Estos cuentos que no tienen relación entre ellos, que están todos en un libro, son realmente mininovelas, porque no están dentro de un marco.
¿Y cómo fueron las decisiones a la hora de reeditarlo?
Siempre que he publicado un libro dos veces, lo he cambiado, porque me parece que, si voy a hacerlo otra vez, pues es mejor hacerlo un poco distinto. Los niños, por ejemplo, es distinta en todas las ediciones. Me interesa que cada libro sea distinto de sí mismo, transmitir la idea de que un libro es fluido y se le pueden meter y cortar pedazos, como si tuviera muchos autores.
En esta época de la imprenta, que empezó más o menos recientemente y ya está pasando, es difícil transmitir la convicción de que un libro lo hacen muchas personas y de que es variable, no fijo. En la cultura de los manuscritos era mucho más fácil: el copista cambiaba cosas, el traductor cambiaba cosas, cada copia era única y entre ellas eran muy distintas. Yo creo que en Internet se puede volver a variar un texto infinitamente, algo que a muchos autores, muy contentos con lo que son, les da gran pánico. A mí me da lo mismo, la verdad. Bueno… en este momento no me daría lo mismo que saliera algo firmado por mí y fuera distinto de lo que yo dije, pero una vez que uno esté muerto, ¿qué importa? Eso era más o menos lo que pasaba en la Edad Media entre una copia y la otra.
En fin, sí me gusta cambiarlo, y de la primera edición de Ponqué a la siguiente quise aclarar unas cosas de un cuento que a mí me encanta, pero que sé es que es insoportable: “Ellos dos”. Quería hacerlo un poco menos insoportable. El resto del trabajo de reedición fue arreglar frases, básicamente, también para sentir que uno trabaja.
En Ponqué y otros cuentos me gustaría resaltar “Una hoja escrita”, que tiene un registro diferente porque es muy cercano a la poesía. ¿Cuál es tu relación con la poesía en la creación?
La pregunta es curiosa porque yo creo que ese cuento es básicamente un ensayo con un pretexto narrativo que ni va, ni viene, ni tiene ninguna importancia. Escribiendo un libro que va a salir ahora en septiembre, que tiene ocho piezas de no ficción, autobiográficas, descubrí eso: que el ensayo y la poesía lírica son muy cercanos. Me explico: digamos que hay tres grandes géneros. Uno es la narrativa, que abarca no solo la prosa narrativa sino también la poesía épica. La narrativa cuenta cosas y busca decir cómo pasa el tiempo. Aunque las obras narrativas sean acerca de cualquier otra cosa, son realmente acerca de cómo cambian las cosas en el tiempo, incluso si pasan muy pocas cosas. Luego está el drama, que es acerca de las tensiones entre dos sujetos, subjetividades, lugares, cosas… o vainas. Y luego está la lírica, que es la contemplación, pues trata del tiempo que no pasa, trata de salirse del tiempo, de mirar un objeto fuera del tiempo y fuera de la tensión entre lo mirado y lo que mira, tratando de eliminar la distancia entre los dos. Lo que yo he descubierto es que el ensayo forma parte de la lírica. Si los géneros son esos tres, el ensayo, que es la contemplación fuera del tiempo, la observación y el análisis de un objeto, pues queda junto a la poesía lírica. Me parece una teoría muy buena… Claro, porque nos lleva a pensar de una manera muy distinta el presunto conocimiento científico en las humanidades (que no es científico, sino poético), y nos lleva a pensar de una manera totalmente distinta el ensayo, término que ha acaparado la academia, porque cree que un ensayo es un paper, un género inmundo, hecho con una fórmula.
¿Tú usarías el término ensayo literario?
Ese es el punto, que el ensayo es literario. No deberíamos usar “ensayo literario”, porque es una redundancia. Con darnos cuenta de que el ensayo es la poesía, le quitaríamos el monopolio a la academia, que dejen de usar el término porque lo que ellos escriben no es ningún ensayo, es un reporte. (Recuérdame que escriba sobre esto...) Reportes con ínfulas de literatura y nos hacen creer que la literatura tiene ínfulas de ensayo. ¡El ensayo siempre ha sido literario! Como género, que se inventó con los libros de Ensayos de Montaigne, es puramente especulativo y mezcla la autobiografía con la cita y con la observación de un tema. De hecho, es el género del escepticismo, no del saber positivo, como se vuelve en la academia.
Voy a leer algo, espero que no te importe que sea un final… Es “Ponqué”, el cuento que le da título al libro:
Cuanto el escultor le preguntó por qué escribía, Miriam respondió que porque tenía un rostro bello. Desde antes de los sueños de la ducha, antes incluso de la ducha sin agua con Dorita, soñaba con preguntarle a Dios por qué le había dado un rostro así, y si se lo había puesto como adorno encima de la vida, o si su belleza era lo primero que de ella había existido. Escribir era probar respuestas mientras Dios no mostraba ninguna. Miriam le pidió al escultor que le preguntara acerca de aquel rostro. Él así lo hizo y ella respondió que tener su rostro era como tener por proa un paisaje presente y lejano, un paraje fértil a donde quien lo miraba quería pasarse a vivir, y era como vestir una túnica de muchos colores que había que exhibir a sabiendas de que no podía compartirse. Dijo que las letras eran caras comunes y de nadie. Al escribirlas, ella imaginaba que se las ponía en lugar de su belleza ilegible.
Me gusta ese pasaje… ¿Qué quieres saber?
En Los niños también hay un fragmento, cuando Laura le está enseñando a escribir a Fidel, en el que hay una reflexión sobre las letras, sobre la forma de las letras. Cuando me dices que te da miedo… No, que no te gusta escribir ficción...
De pronto es que en realidad me da miedo, de pronto acabas de dar con lo que es.
Siento que quieres decir ciertas cosas que no podrías decir si no fuera por medio de la escritura.
¿Sabes por qué? En lo último que escribí de ficción, que escribí rápido para no aburrirme, me di cuenta de que podía hablar un poco como loca, de otra manera, aunque sin olvidar que tengo que hacerme entender en algún nivel, pero dejando que las cosas fueran implícitas. Hacer que todo sea explícito es algo propio de la escritura de las columnas, que es tan cansona para uno mismo porque requiere explicar, mostrar, enseñar. Lo bueno de escribir ficción es poder insinuar cosas así, como ese párrafo que leíste sobre la belleza, en el que no estoy diciendo exactamente qué es lo que quiero decir, sino que estoy preguntándome. En la escritura de ficción, o al menos en la más poética, puedo hacerme constantes preguntas sin contestar nada. En cambio, en otras escrituras como en las columnas o los artículos intento respuestas. Aunque eso también es una mentira, por lo que terminan siendo más mentirosas que la ficción... ¿Ahí es a donde querías llevarme?
En Los niños siento que eso que llamamos en la academia “el pacto con el lector” se va rompiendo y se va rearmando.
Bueno, ahí lo que hay es un pacto con el diablo, que es mucho más chévere… Eso es problemático: el escritor tiene que tener consideración con el lector porque si no el libro ni existe. Es el aprendizaje, es el amor, es la compasión. Así como algunas personas hacen una familia, otras se dedican a gobernar (dos aprendizajes de amor), los que nos dedicamos a escribir tenemos ese aprendizaje de amor en descubrir quién es el lector. Si lo piensas, es muy bonito: uno le está escribiendo a alguien a quien tiene que conocer, y en ese conocimiento hay idas y venidas y, como dices, se hacen y se deshacen acuerdos, confianzas. Uno intenta que la confianza se mantenga pero, como uno también es vergajo, entonces la rompe como en cualquier relación y escribe un párrafo que sabe que no es claro. Creo que lo que se aprende al cabo de esa historia de amor es algo que, aunque parece fácil, es muy difícil: que el lector no vive dentro de uno. A mí me pasa todo el tiempo: uno escribe algo y lo entiende, pero no alcanza a entender que eso lo va a leer alguien que no está en la cabeza de uno, que no supo qué quería decir uno, que está viendo esas palabras ordenadas de esa manera por primera vez. Llegar a entender que ese lector me desconoce totalmente, pensar en cómo me puedo poner en el lugar de alguien que me desconoce para así ser claro con él… wow, esa es la máxima aspiración, es el gran amor, es la cita a ciegas con Dios. ¡Es que el lector es Dios! Eso lo descubrió Agustín en las Confesiones, cuando dice “tú” y cuenta todas las cosas terribles que hacía de joven (bueno, simplemente ser lascivo y robarse unas peras), pero las vuelve a vivir y las dedica todas a ese lector que es Dios. Así, cuando uno lee las Confesiones se da cuenta de que se las está diciendo a Dios y también a uno, y la conclusión es que Dios soy yo, el lector de Agustín.
Voy a dejar esa idea volando y paso a otra: en un artículo que publicaste dices que escribes Dalia porque te interesa hablar sobre algo que amas. Así que voy a pasar a Dalia, que probablemente fue mi lectura favorita. La observación, en ese cuento, es una forma de la creación. Y, por otro lado, dijiste en la Feria del Libro que, cuando escribías para niños, una de las grandes diferencias era que tenías que tener muy claro eso sobre lo que estabas escribiendo, algo que me causó mucha curiosidad.
Creo que toda observación es amor porque intentar hacer cualquier cosa de forma cuidadosa y detenida es entrar en ella, incluso en un enemigo. Hoy, por ejemplo, publicó Simón Ganitsky una columna muy buena en la que analiza la columna del domingo de Héctor Abad Faciolince. Para uno, que desprecia a Héctor Abad, sentarse a leerlo y a decirle cuáles son sus falacias, ponerlo en evidencia frente a otros, ponerlo en ridículo y burlarse de él... en fin, tenerlo en cuenta es amarlo. Esto suena un poco cínico, pero no lo es tanto. Parte de la vida de Simón es haberle dedicado una tarde a Héctor Abad. Ya está metido Héctor Abad dentro de él. Ese es el amor.
En cuanto a la última pregunta: creo que los adultos tienen otros procesos mentales y, sobre todo, tienen más tiempo para aburrirse que los niños, porque ya saben que el aburrimiento es más o menos fértil. Por eso, uno puede hacer que un adulto lo siga en la búsqueda de un pensamiento. Un niño, en cambio, no tiene la paciencia de seguir un proceso mental de un adulto idiota para llegar a quién sabe qué bobada. Entonces, por eso digo que es necesario pensarlas antes y luego ver cómo decirlas, en vez de que la escritura nos lleve juntos a esa cosa.
Preguntas del público
En su charla con Ingrid Betancourt en el Gimnasio Moderno, usted dijo algo que me llamó mucho la atención: que el verdadero héroe es aquel que se logra transformar. ¿A quién llamaría usted un verdadero héroe?
A Jasón, por ejemplo, y a Odiseo, por supuesto. Yo sé que hay un montón de anatomías “narratológicas” del héroe: que nace de tal manera y pasa por tantas dificultades, etcétera. Pero, para mí, lo esencial es que un héroe pasa de un mundo a otro y a eso me refería en parte con lo de la transformación. Por ejemplo, la mayoría de los héroes bajan al submundo y vuelven a subir, lo que significa que mueren y vuelven a nacer, se transforman en otro. Pero ese otro es ellos mismos, porque han recuperado la herencia que les era debida al nacer. Odiseo, por ejemplo, al final de su viaje llega a Ítaca, donde va a ser el rey cuando su padre muera. Y Jasón, al final, demuestra que es el hijo de su padre y así puede reclamar su herencia a la llegada de ese largo viaje con los argonautas. Yo sé que esto suena a autoayuda pero es que todo es autoayuda (ojalá que lo sea): el viaje del héroe se trata de llegar a ser quién él es, pero dándose cuenta de lo que es. Eso es ser otro, es haber vuelto a nacer en sí mismo. En el caso de Íngrid Betancourt, la llegada de ese viaje heróico sería algo así como ser presidenta porque eso es para lo que ella nació. Sería genial que diera toda esa vuelta heroica.
Me gustaría saber cómo defines los finales, en particular los de tus cuentos, porque me parecen muy desconcertantes.
En cada cuento defino el final y casi todos son malos. En cambio los finales de los ensayos que escribo sí son buenos. Me cuesta mucho terminar algo de ficción porque los personajes dejan de vivir, es difícil decir que se acabaron. Los personajes y las demás cosas solo existen ahí, en esos textos, en esos mundos, y todo lo que hacen son las palabras que están ahí, no hay más. Entonces, ¿cómo acabarlos? No soy muy buena con los finales y tampoco con los comienzos… En realidad, como va quedando claro, para lo que soy buena es para hablar. ¿Se acuerdan del cuento de “El Aleph”, de Borges, en el que Carlos Argentino Daneri escribía unos poemas espantosos pero explicaba muy bien por qué eran buenos? Bueno…
Cualquier texto se debería acabar con el fin del mundo. Hay una película de Manoel de Oliveira, que hizo estando ya muy anciano, si mal no recuerdo, al final de los noventa. Pasa en un trasatlántico y es con John Malkovich y no recuerdo quién más, pero estaba llena de estrellas. Pasaba de todo en ese trasatlántico, era una historia llena de enredos: se conocían unos con otros, se enamoraban entre ellos, la trama se enredaba y se enredaba y pasada una hora y media no parecía que se fuera a desenredar, cuando, de repente, el trasatlántico explota y la película se acaba. ¡Demasiado bueno! Por supuesto que ese es el final, una explosión. El final de toda ficción debe ser el fin del mundo, lo cual es muy difícil de contar en literatura porque las explosiones son mucho más chéveres en el cine.
Reseña de "El atajo", novela de Mery Yolanda Sánchez, segundo puesto del Premio Nacional de Novela Corta 2013, organizado por la Pontificia Universidad Javeriana.
"Cuando Amanda apareció, algo casi invisible, como la dirección del viento, cambió". Aquí, un cuento de amor, sinuoso y atrapante.
Un cuento que brilla por su intensidad y precisión, como la luna y olor del humo que relata.
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Reseña de la novela del escritor colombiano Roberto Segrov, Anatomía del abismo, publicada en 2020
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