No leas esto más de una vez, te lo pido. Sabes que ya no sólo es un capricho mío, sino un peligro mutuo. Seguramente ya estarán rastreando nuestros datos y estas palabras y estos temas deben estar siendo espiados con lupa. Si te da para leerlo todo, ¡genial!, pero ten en cuenta que mientras vas leyendo yo voy borrando. Recuerda el código, es una invención, una licencia literaria. Si te capturan con este texto di que era eso, no más que eso, y que vengan por mí.

Diciembre era siempre un mes de buenas noticias. En general, las personas olvidaban los sufrimientos de todo el año y tomaban un nuevo aire. Las calles principales de la ciudad eran adornadas con alumbrados que parecían un centelleo estelar; un oasis en medio de la realidad agobiante. Las casas también eran ataviadas en sus fachadas, y los arbolitos decorativos y las luces de las guirnaldas prendían y apagaban al ritmo del clavicordio adventista de Jesús. Para celebrar la llegada de Dios los ricos compraban las botellas de champagne y los pobres las de aguardiente cerrero. Pero más allá de las diferencias de adquisición económica, la actitud de casi todos era alegre y esperanzadora.

Pero para ese año ni siquiera diciembre logró trasmitir eso, y no era porque no siguiese siendo ese tiempo programado por el sistema para dejar las penas atrás, sino porque hasta ese mes pasaba ya tan implacable, que cuando menos creíamos estábamos en la víspera del año nuevo.

Años atrás se consideraba diciembre como un mes largo, pero su reciente andar desmesurado era tal, que ya no se podía decir lo mismo. Ese año algunos vecinos comenzaron a discutir si valía la pena tanta parafernalia y tanta premeditación para un mes que se iba volando. Ese fue el primer aviso para una sociedad dormida, pues ellos seguramente por ser diciembre un mes de compras, de ilusiones y añoranzas, esperaban que fuera clemente en el paso de sus treinta y un días. De los otros tal vez no reparaban por ser meses sufridos con los ajetreos del día a día. Yo sí venía percibiendo cuán rápido pasaba todo más allá de ese mes.

Una señal que me impresionó la vi en las noticias. Después de una pena interminable, salía al fin un hombre condenado a cuarenta años de prisión. Estaba viejo y demacrado, pero aun así sonreía como si ese periodo no lo hubiese trasformado. En los medios de comunicación, como es común con todos los viejos, lo trataron como a un alma de Dios, olvidando que purgó su condena por violación, y homicidio con alevosía. Pero más allá del despliegue mediático, la mayor sorpresa fue su confesión ante los micrófonos ávidos: «Lo mejor de estos tiempos apresurados es que hasta los años de los encarcelados se pasan volando.», confesó y se echó a reír con sus dientes picados y un chillido de risa macabra.

Aquella revelación de ese criminal confinado a pared y pared durante cuarenta años me hizo creer en la veracidad del refrán de: «No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista». Siempre había creído en este como un consuelo tonto para apaciguar castigos donde el tiempo era el agravante de la pena.  

Pues antes la magnitud de los castigos se medía por cuánto tiempo se sufriera: que si un mes sin permisos, que un año sin tener novio, que lleva tres años sin trabajar, que ya son diez años en la cárcel −que era como hablar de cien años−. Pero de un momento a otro la lentitud del castigo del tiempo dejó de amenazar.

Tanto así que algunos alegan que ahora su desaforado paso no permite que queden recuerdos.

Por ejemplo, el diciembre pasado alguien recordó haberse encontrado un billete de cincuenta pesos como vaticinio próspero de este año bisiesto. Pero ese alguien después recordó que eso no había sido el diciembre pasado, sino el antepasado, y este, demasiado angustiado se fue llorando porque había perdido un año de vida sin ningún tipo de recuerdos.

Pasaba tan rápido ya todo, que algunos comenzaron a poner los adornos navideños desde el primero de noviembre con la firme intención de alargar el festín, pero los esfuerzos eran efímeros y banales, pues en un abrir y cerrar de ojos llegaba la Epifanía obligando a recoger todo; a enrollar las extensiones de luces, a guardar el arbolito, y colocar en sus cajas los Melchores, los Gaspares y los Baltazares de yeso.

Ni siquiera enero −que al ser el primer mes del año; por ende el de más deudas (las contraídas en diciembre para el jolgorio) y el más ocioso (por las vacaciones académicas) − fue inmune al desenfrenado paso del tiempo. Años atrás la gente de la ciudad iba ese mes a la provincia para las fiestas de corralejas, pero hacía un lustro o dos dejaron de hacerlo por la misma razón recurrente de «falta de tiempo».

Pocos tenían referencias puntuales de cuándo se perdió la noción. Sólo algunos adultos mayores recordaban las distancias temporales con cierto criterio. Un señor dijo en una entrevista: «Antes un año era un año, un mes era un mes, un día un día y una hora una hora. Pero eso era antes, ya el tiempo no tiene ningún valor concreto y lo mismo da un día que otro. Vivimos en totales desvaríos».

Por mi parte, los indicios de esos primeros desvaríos los comencé a percibir en los allegados, que creían que algunos acontecimientos habían sucedido hacía poco, siendo que no era así. De esta forma una amiga en un parque confundió la edad de su hijo cuando se la pregunté.

«El niño tiene cuatro años». Cuando en realidad tenía seis.

Y recuerdo que una tía nostálgica hablaba del quinceañero de su hija como un suceso del último trienio, cuando ya podía tener más de una década.

Luego me fui dando cuenta de que los indicios se daban en todas las personas, hasta en los famosos, quienes creían que el tiempo de sus glorias pasadas se había parado para sus propios beneficios. En entrevistas se les oía decir que cierto álbum o cierta película había estado en reciente auge cuando en verdad no superaba la prueba del tiempo que el público les había impuesto.

De repente, también los ídolos infantiles y juveniles se hicieron viejos, y empezamos a verlos relegados por los más jóvenes en la cultura de «quítate tú para ponerme yo».

Febrero y marzo tampoco se salvaron; meses muy esperados por ser de carnavales, pasaban ya tan rápido que quedaban reducidos a cuatro pírricos días carnavalescos que en el pasado hastiaban y que terminaban finalmente con un interminable Miércoles de Ceniza. Ricos y pobres comenzaron a quejarse que no más era que fuera sábado de carnaval, primer día de la fiesta para que el festín se fuera al son de fandangos, de cumbias y porros, enmarcados irónicamente en el único evento bien organizado en esa tierra de viles. Alguien aburrido de esa fiesta dijo y quedó en la memoria de algunos sensatos: «Si hicieran con el orden del carnaval todas las cosas de la ciudad, ésta dejaría de ser el eterno carnaval que es».

Pero a los habitantes en general lo que les importaba es que la ciudad durante esos cuatro días estuviese preparada para el fulgor. Y el resto del año lo que fuera. Así fue que los pobres empezaron a justificar sus miserias ante los ricos. En un desfile una vez gritó un hombre: «Eh, ustedes, copetudos, estos días se van volando, y todos volvemos a las mismas», y aquel mensaje fue tan claro que aquellos hombres con sus botellas de Whisky de 18 años y aquellas mujeres con sus tacones altos dejaron de festejar y se quedaron pensando al unísono aquella afirmación.

En Semana Santa pasaba lo mismo. La Cuaresma era un soplo en el aire que no alcanzaba para limpiar los corazones «contritos» de quienes habían hecho las delicias de grandes y chicos. Era realmente triste ya no poder hacer nada, así se tuviera dinero. En un periódico de tirada nacional, un gerente de un alto cargo revelaba la preocupación. El ejecutivo había esperado desde el año anterior la llegada del Jueves Santo para irse hasta el domingo a Clermont Ferrand a pasar unos días de solaz junto a su esposa y sus dos hijos. Pero no contaba con que sus cortas vacaciones quedaran reducidas a doce horas de vuelo, a un trancón de un día completo en una carretera francesa y a los imponderables del hotel donde se hospedó, que no tenía registros de su reserva. Le tocó devolverse sin pena ni gloria a un nuevo año de trabajo. «Mi única esperanza es que un año se va rápido, pero la próxima vez no voy a Francia, sino aquí cerquita, a Santa Marta o a Cartagena», dijo el prevenido gerente para evitar perder tiempo.

Hasta la diversión ya tenía calculado su tiempo, y los expertos lo confirmaban: «No se puede esperar tanto en un restaurante por un almuerzo, o vistiéndose para un evento, o viajando, o comiendo, o durmiendo», dijo un tempologo en un noticiero.

Por eso las personas siempre corriendo del aeropuerto al hotel −pues en el trayecto se te acaba el…, de la casa al teatro pues vamos sin…, que un almuerzo rápido para que rinda el… Y así estaban todos tratando de ganar esa carrera contra el innombrable, contra él.

Así llegó la época de los despidos masivos porque los empleados ya no estaban pudiendo llegar a...

El efecto se replicó en los aeropuertos, en las terminales, en los centros médicos. Poco a poco la gente para no correr riesgos, se fue acostumbrando a eso de «hacer todo con tiempo». ¿Desde qué momento todo se hizo más corto para aprovechar el tiempo? Ya nadie lo recuerda, no hay tiempo para recordar, ya nadie lo reflexiona, tampoco hay mucho de eso para reflexionar. Es importante aprovechar lo que nos queda de él.

El fenómeno también llegó al cine. Sí, al cine. Se dejaron de hacer largometrajes. Era un despropósito no tanto lo que se gastaba haciéndolos, sino el tiempo viéndolos. En un mayo, que ya por lo rápido que pasa todo no se sabe cuál fue, entró en vigencia en las salas de cine únicamente la proyección de cortometrajes. Algunas personas del medio quisieron oponerse, pero el mensaje estaba claro: quien no entrara en la onda iba a quedar relegado irónicamente «en el tiempo». Y así fue que hasta en los mejores festivales, en Francia e Italia los organizadores dieron el visto bueno, porque evidentemente era una «razón de tiempo».

Después fue, o antes, ya no recuerdo, la literatura. Las editoriales, revitalizaron un género despreciado, el del cuento. Las novelas que hasta entonces dominaban en el mercado por su extensión, tuvieron que adaptarse, porque si no iban a desaparecer. Si alguna vez las editoriales respondieron a los escritores que llevaban sus cuentos, que no se podían publicar, porque no se vendían, ya no podían seguir haciéndolo porque los cuentos se pusieron de moda; justamente por ser cortos y más amigables con el tiempo de quien los leía. La novela, por más que se adaptó fue quedando guardada en el baúl de los recuerdos como un género literario extenso, pesado y de antaño y tan del pasado como alguna vez lo pudo ser la epopeya.

Los osados en seguir escribiéndolas recibían la trasladada respuesta de no se venden, además para leerlas nuestros editores no tienen tiempo.

«Pero si esto no es de hoy, ya los géneros cortos se venían viniendo», dijo un editor prestigioso una vez durante un festival, «o sino miren el éxito de los microrrelatos: entre menos mejor, o ¿qué piensan de la red de información de ciento cuarenta caracteres?». Les preguntó a los asistentes, y todos se quedaron reflexionando sobre algo que era evidente. “Todo se permeó. Lo que antes fue en formatos pequeños sólo para distracción, con la revolución del… se volvió en estricta obligación”. Y con esa frase sentenció su exposición.

Hasta aquí te dejo mis percepciones sobre el tema. Espero te sirva para esa ardua labor en la que estás embarcado.

Tu amigo…

¿La farsa del tiempo? Por…

                       Día… del mes… del año en curso

Algunos creen que estos cambios sociales y culturales sucedieron hace mucho, pero no ha sido así. Pocos lo saben y sólo algunos investigadores (¡quizá los únicos osados en desaprovechar el tiempo!) han concluido para los pocos afortunados que hemos podido oírlos y verlos que el fenómeno es reciente. Talvez de un año o dos, donde en todas las materias del mercado se creó la idea de la instantaneidad para ganar tiempo. Sus investigaciones, que por cierto les tomaron un considerable tiempo, fueron desde las Ciencias Sociales hasta la Medicina. Los resultados expuestos de sus primeros estudios son contundentes. La conclusión de la investigación, según sus propias palabras: “está parada por falta de recursos y de… para terminar un proyecto que irónicamente requiere mucho dinero y...”

Ellos tampoco dicen el nombre, lo evitan al máximo, parece que no es una paranoia la posibilidad de rastreo y expiación.

Pocos, por no decir nadie, los apoya, y cada vez son menos investigadores.

La mayoría de ellos creen que el meollo no es de tiempo, justifican que hay otra telaraña de esa araña que a nadie le sirve revelar.

Casi todos los conferencistas del último «Congreso Clandestino sobre el Tiempo» defienden con pruebas la siguiente tesis: para los dueños del mundo hacer materialismo y mercantilismo en menor tamaño es el negocio. En un planeta sobreexplotado, y con menos recursos lo más rentable es cobrar lo mismo con menos contenido, y con la justificación perfecta de lograrlo en menos tiempo: vender un libro de diez páginas que antes se hacía con doscientas; y si los periódicos ganan lo mismo con unas cuantas hojas o por subir en la website lo que antes lograban con una vasta producción impresa, entonces es claro el negocio. Ahorrar costos nunca antes había sido tan bueno. Menos alimentos comemos y ni cuenta nos hemos dado. Las pruebas contundentes mostraban la farsa de un tiempo fugaz. En el proceso investigativo se invirtieron horas y horas de filmaciones a animales, pero también de vagos y charlatanes a quienes les patrocinaron la osadía de perder su tiempo. Los resultados arrojaron que cuando no hay una paranoia del tiempo su curso puede ser muy normal.

Mis conclusiones

Asistir a un evento de estos es una experiencia reveladora, pero a la vez confusa. En ellos mismos sentí esa confusión. Aunque la mayoría negaba la supuesta rapidez del tiempo, siempre se les veía hostigados por su paso.  

En lo personal sentí la temática del evento, repetitiva, pero en términos generales, interesante.

El primer tema se llamaba «La prueba de los alimentos». «Nos venden salud y rapidez», dijo uno de los investigadores, y prosiguió:

«Pero, ¿cuántos de nosotros hemos percibido que esa rapidez está asociada a menos cantidad del producto que nos venden? Revisen los empaques, los cafés instantáneos, los macarrones en cinco minutos, los de microondas, los enlatados listos para comer y verán el verídico resultado. Además si ponen un poco la lupa se darán cuenta de que todo eso de la rapidez es inversamente proporcional con lo saludable. Nunca antes nos estábamos intoxicando tanto. Por último, nunca antes ser delgado, estar a línea y bajar de peso estuvo tanto a la moda. Pues, sencillo, les servimos menos y nos pagan más, y todos vamos como vacas al matadero, creyendo que eso es salud».

Sentí algunas de sus ideas tan certeras. La menor cantidad de alimentos no podía ser por tiempo. Aunque la excusa siguiera siendo esa. Que frijoles en cinco minutos y los macarrones en sólo dos. No se demore haciendo el café, tome éste, es instantáneo. Pero a la voz de inmediatez estaba soterrada la realidad de menor cantidad. Revisé la leche y era cierto, ya un litro no era un litro y el kilo que nos vendían en muchos productos era menos. Después vi las bebidas energéticas, los batidos de empresas tipo pirámides que vendían a sus inscriptores el negocio de la vida, ofreciendo brebajes mágicos que en su tabla nutricional no eran más que plantas y esencias casi desconocidas. Y de nuevo el valor agregado, en su eslo gan: ¡Más saludable que una comida tradicional y en menor tiempo! ¿Será que esas eran señales? Podía ser.

Casi todos los otros conferencistas expusieron réplicas de investigación del primer estudio sobre los alimentos. Exponían pruebas bastante creíbles, pero que no tocaban nada fuera de lo ya mostrado. Sólo al final del día, cuando parecía que todo iba a acabar como el panfleto reiterativo de un discurso político, uno de ellos, el investigador transgresor, tocó un tema con pinzas.

Hablaba de la resonancia de la Tierra (resonancia Schumann). Decía que ésta había sido de 7.8 hz/ segundo por miles de años, y que por razones aún sin comprobar desde 1980 se había elevado hasta 12 Hz. Su rápida conclusión fue que 16 horas actuales equivalen a lo que creemos un día de 24 horas. ¡¿El tiempo se está acelerando?! Preguntó e iba a proceder a dar la respuesta cuando uno de los organizadores del evento lo requirió para bajar porque se había acabado “paradójicamente” su tiempo. Sus colegas parecían molestos con él. ¿Habría algo que no se querría decir? Después del evento, yo y otro periodista, los únicos dos que asistimos, lo intentamos contactar, pero encontramos evasivas y nadie nos dio razón.

Volví a casa lleno de interrogantes, aún con más de los que llevaba a ese evento clandestino. Me había sentido convencido por los investigadores que concluyeron la farsa de un tiempo que andaba más rápido. Pero al final al me quedé con la idea de la resonancia de la Tierra. Aquella tesis era tan bien elaborada como la de los otros; no se fundamenta en percepciones ni supuestos sociales, comerciales u ocultos de algún macabro nuevo orden mundial. Desde entonces me propuse investigar el tema. Indagué hasta el cansancio cientos de fuentes; pregunté a astrónomos, geógrafos, geólogos y otros estudiosos del asunto para encontrar respuestas.

Era complejo porque debía saberse de Geofísica, de campos magnéticos, de circuitos eléctricos, de fórmulas y ecuaciones y otros acertijos lógico-matemáticos que ponían mi inteligibilidad en cuestionamiento. A esto se sumaba la negativa de los investigadores en gastar su tiempo para hablarme de un estudio incierto sobre el tiempo.

Por tal motivo hasta ahora, esto es lo que he conseguido, dos teorías, dos posibilidades, ¿simples hipótesis? ¿Paranoia o verdad? Saquen ustedes sus conclusiones.

Amigo… Gracias por tu invalorable aporte, al ritmo que lo leía lo iba borrando. Creo que algunas de tus percepciones son posibles…muy posibles ¿Sabes?… alguna vez de niño me quedó grabada en la memoria la frase de un filósofo francés que leía mi papá. A él le gustaba aquel existencialista del ojo chueco, de ideas brillantes y con una pipa siempre de acompañante. Tú sabes quién es, yo sé quién, todos (o casi todos) sabemos quién es, pero no tiene gracia decir el nombre, recuerdo que era algo así como: «Aprovechemos nuestro tiempo, quizá los hubo mejores pero este es el nuestro». Hoy, aquí y ahora me doy cuenta de cuán valioso es