La primera vez que la vi fue una mañana de marzo de 199_ en las costas del Océano Pacífico, en la frontera colomboecuatoriana. Había estado en esa zona lluviosa varios meses, en un largo recorrido por ríos, esteros y caseríos, y traía en mi mente los relatos fantásticos con los que me regalaron mis anfitriones durante las noches de mi estadía.  En una lancha de madera, movida por dos motores fuera de borda y con cuarenta caballos de fuerza cada uno, y cargada de canecas de gasolina, me dirigía a Tumaco, la población más grande e importante de la zona. Era una mañana fría.

A la madrugada, una lluvia finísima había enlutado todas las cosas a mi alrededor. La casa de madera donde me hospedaba se había llenado de una bruma espesa y helada. Una especie de presentimiento y temor me asaltaba y por un momento pensé que los meses en esta zona me habían premiado con una malaria. Un sudor frío me cubrió y las sabanas que me arropaban estaban mojadas. Mil pensamientos llenaron mi mente: la prontitud del regreso, los largos días de trabajo, los soles y las lluvias que se intercambiaban sin cesar, la tristeza de volver a mi trabajo rutinario en la ciudad, mi seguro encuentro con personas y cosas que no me habían hecho falta en estos meses. Algo se revolvía en mi interior. Me senté y traté de aspirar profundamente ese aire helado y sentí que me moría. Me dejé caer sobre la cama y volví a respirar más tranquilo. Así estuve varios minutos, haciendo de mi respiración algo latente, sintiendo cada partícula de mi ser resistirse a levantarse. Al final me quedé adormecido. A lo lejos oía el murmullo de los pájaros, los ladridos de los perros en la orilla, y luego a los pescadores que bajaban con sus aperos. Al final el sonido ronco de la canoa y los gritos desde la orilla de Jonás. Habían venido por mí. La lancha de los Góngora ya estaba lista para zarpar, mi ánimo había mejorado.

Ahora, cuando entrábamos al mar, trepando las olas de la desembocadura del río Mira, frente al Cabo Manglares, el temor había desaparecido y estaba absorto con la belleza de esa mañana fría y las emociones que deparaba el viaje, el sabor de la marisma que daba en mi rostro y la visión del cielo gris que cubría todo hasta el horizonte. Su infinitud era aplastante.

Fue cuando la vi. Se estremecía la ritmo del viento, se agrandaba y se encogía con una gracia femina, soltaba las manos infinitas y las revolvía en una danza, que a mí se me antojó erótica. Se angulaba sobre el horizonte y extendía su forma sobre la lejanía. Por un momento pensé en un vendaval. Los relatos de los mayores de estos pueblos saben cuando va a llover por los colores y formas de las nubes. De las que me habían descrito ninguna era parecida a la que llamaba mi atención en ese instante.

La lancha seguía en su ritmo monótono de subir y bajar las cimas de las olas, reventar el agua y seguir sobre la espalda del mar su largo viaje. De pie, apoyado en varias canecas de gasolina y apretando mi impermeable de manera casi automática, seguía mirándola. Ella, allá en el noreste, hermosa en su majestuosidad parecía llamarme. Ya no escuchaba el ronroneo de los motores que enfurecidos cortaban el agua marina para empujar la lancha, ya no oía los gabanes que entraban y salían del mar  con sus picos cargados de peces, ni siquiera oía el latir de mi corazón. Mi mente fue poco a poco, sin que me percatara, tomada por la atención que puse en ella. En sus formas vi el paraíso perdido que todo hombre busca en esta vida. Mi abandono a su hermosura fue total. Ella, la inmensa, la multiforme, inestable, amenazante. Todos mis miedos y temores y mis dudas se habían escapado por ese momento. El éxtasis de estar atrapado por su magia me hizo olvidar cuando pasaba a mi lado. De allí en adelante sólo su existencia me era posible.

Nuestra lancha avanzó por la desembocadura del Mira y luego dejó sus aguas ocres para entrar a una zona de aguas verde esmeralda. A la vez que la lancha avanzaba, la cercanía con Ella era más palpable, más real. Entonces empecé a detallarla. Sus formas cambiantes me hablaban de la montaña pero también del mar. Ahí, cerca de su sur había una hendidura, como si un río turbulento la atravesara. Más allá, en su lado norte, donde la luz del sol empezaba a mostrar sus accidentes, empecé a ver sus historias, figuras  que me parecieron hombres, quizás los hombres que la habían amado antes que yo. Eran guerreros, quizás un Genghis Khan, o un Cesar o un Yupanqui. La historia de la infinitud, escrita por todos los sabios de la humanidad, no ha podido recoger con exactitud los amores de una nube como ella.

Luego de media hora, la lancha alcanzó las playas de Purún y mas tarde, casi a una hora, las de Bocananueva. En todo ese tiempo ella estuvo delante de nosotros, en mi interior deseaba que sólo estuviera allí por mí; sin embargo, uno no sabe que pensamientos hay en la mente de una nube. Quizás estaba allí por otro, tal vez por Ramón o por José, quien podría decir que se hubiera fijado en mí. Lo único que yo podría decir es que es posible que yo fuera el que más profundamente la admiraba, ya me hacía parte de ella, ya la amaba.

El lector creerá, hasta ahora que le estoy contando una historia fantasiosa o que simplemente hago alarde de una extraña locura; sin embargo, debo decirle que en el momento en que escribo esto, a varios años de distancia de este encuentro, me siento absolutamente bien, soy lo que se dice un "hombre razonable", aunque en las noches, cuando el recuerdo me captura sienta el enervante deseo de volver a verla. Le entiendo si me juzga mal, un amor con lo desconocido es siempre mal comprendido. Su indignación no me sería extraña. Ya pasé por esto.

A mi regreso a la ciudad, con el rostro aún sellado por el sol y las lluvias, mi mirada era la de un loco. A cada hora hablaba de nuestro encuentro, de mi pesar de no volverla a ver. En las charlas de oficina, en las reuniones, se me escapaban las palabras que nunca pude decirle, aquellas que fui tejiendo como una red luego de nuestra despedida. Me hice el sordo a los reclamos de mis amigos y compañeros que pedían más lucidez de mis ideas, menos fantasías en mi actuar. Yo no podía ser igual que antes, su encuentro me había transformado. Cuando me preguntaban de quien hablaba, quién me había tocado el alma con tanta intensidad, yo no sabía qué decir. Cómo decirles que era una nube enorme y multiforme, de colores cambiantes y de una ternura sin igual. Se que se reían de mí en los espacios entre clase y clase, en las llamadas de oficina y en los juegos de tennis en el club. Por un tiempo volví a ser más solitario que de costumbre, pues mis amigos se alejaron al pensar en mi locura y yo me alejé por mi cuenta esperando volver a verla. Luego, con el tiempo, fui dejándola atrás. El tiempo es un sedante para los recuerdos. La memoria nos pierde, deja ir lo más hermoso si no hay huellas materiales permanentes que lo retenga, que nos lo recuerde. ¿Qué recuerdos materiales tenía yo de mi amada? Ninguno. Todo estaba en mi mente.

Al entrar en la bocana del Rompido ya sabía yo que la amaría eternamente. Ya le había hablado a mi alma. Yo le había gritado desde el fondo de mi ser: ¡yo soy a quien buscas! ¡Deja de vagar por los cielos infinitos, yo soy tu destino!. Ella había respondido con sus aleteos. Imaginé una voz tersa y clara, quizás el rumor de las olas escondía sus palabras, a lo mejor el viento se las robaba, pero ella me hablaba con la misma intensidad y abandono que yo. La lancha siguió por el estero de Vaquería. El sol había alcanzado una buena altura y derramaba su luz sobre los manglares. Al ruido de los motores se unía el de las aves que aleteaban desde las orillas al paso de la lancha. Poco a poco la imagen de la ciudad de Tumaco se nos fue presentando por encima de las playas y el ruido de los autos nos llegó tardío, como un murmullo.

Yo seguía de pie, ante mi amada que se despedía lentamente. Había dejado atrás su parte más abundante y me perseguía apenas con una de sus manos angustiosa que se desvanecía en el azul celeste. Se quedaba en su mar,  con sus olas y su infinitud y me despedía triste.  

Al cabo de varios años, logré superar ese primer encuentro. Incluso mi relación con los compañeros de la academia se mejoró y fui nuevamente invitado a las fiestas del club de profesores, me hicieron parte del comité de admisiones y tuve un par de años buenos; pero el amor, es una energía incontrolable, mueve la vida. Construye los destinos, con su felicidad o su tragedia.

Otra mañana, salía de la academia cargado de papeles y trataba de alcanzar el autobus para irme a casa, entonces la vi. Estaba sobre el cielo de la ciudad, sola, orgullosa. Había remontado el litoral, surcado la cordillera y atravesado los Farallones para venir a mi encuentro. Eso me lo decía mientras movía lentamente sus formas. Estaba más gris, un tanto azulada y había empequeñecido, tal vez había envejecido un poco, pero era ella. La reconocí al instante y tal fue la emoción que los libros cayeron al piso cuando levanté las manos tratando de alcanzarla. Ella respondió a mi emoción con una lluviecita fresca, sólo para mi, una lluvia con el sabor del océano Pacífico donde nos habíamos encontrado. Entonces todo el frenesí oculto en mi cuerpo brotó como un volcán. Mi corazón palpitó más allá de lo normal y mi ser se transformó. Era un animal en celo. Ella, coqueteando siguió dejándose caer  en forma de una lluvia acariciante y yo le respondí quitándome la camisa, luego los zapatos y los pantalones. Ella siguió cayéndome, acariciándome con su voz húmeda y sus manos acuosas. Entonces empezó el juego, ella iba delante de mi, yo tras ella, por las calles de una ciudad desconocida para mí, una ciudad que corría ante una lluvia apasionada y su amante frenético. Eramos dos seres de naturalezas deformes pero que habían encontrado el canal para amarse sin control alguno. Fuimos así, salvajes, ella desbaratando techos, removiendo autos, anegando todos los espacios. Yo, saltando tras ella, gritando de amor, llorando por esa pasión que nos consumía.

La lluvia de mi nube duró varios días, durante los cuales corrí, salté, grité y lloré por las calles de la ciudad. Era toda mi ilusión y mi único motivo para vivir la ciudad. Al final, ella, por así decirlo, se desvaneció. Se quedó regada en las calles, en los huertos, en las terrazas y en las colinas de la ciudad. Yo, al final comprendí nuestra locura. Algunas veces, cuando voy a la academia me detengo y miro hacia los Farallones. Allí debe estar ella, o partes de ella. Se que otro día vendrá y yo seguiré esperándola. De todas formas, si no viniera, se que en alguna parte de la ciudad también hay una partecita de ella. Por lo menos en mi corazón.