Coetzee abrió, para mí, la Feria de este año. Iba preparado para escuchar una conversación dentro de la franja “Conversaciones que le cambiarán la vida”, pero, en lugar de eso, Coetzee leyó un texto. No lo había escuchado hasta ese momento, a pesar de ser un premio Nobel de quien muchos me habían hablado.

Su lectura lenta, pausada y con una pronunciación clara me permitió prestarle atención al cuento sin esforzarme mucho. El cuento se llama El matadero de vidrio: una mujer, que ha pensado mucho sobre el tema, imagina un matadero de vidrio; quisiera hacer evidente el proceso desde que un becerro entra hasta que sale, convertido en carne. Su hijo, si no recuerdo mal, recibe todo el material que ella ha recopilado al respecto y lo revisa; dialoga con la idea, discute consigo mismo por medio del texto, pero con una mirada tranquila, despojada de la pasión con que su madre podría hablar del tema sobre el que tanto ha pensado.

Lejos del panfleto, de la cátedra y del discurso, Coetzee abre a los ojos del lector un abanico de transparencias; a través del becerro degollado, nos vemos con claridad a nosotros mismos. En nuestras reacciones y formas de razonar respecto a algo como el asesinato de un animal, se devela nuestra forma de relacionarnos con el mundo.

¿Qué transparencias develaría esta Feria, si fuera de vidrio? ¿Cuál sería el cristal?

Fui casi todos los días a los eventos. Soy egresado de una maestría en escrituras creativas, un lector aficionado. Tengo búsquedas narrativas, de voces y temas, y mi asistencia a la Feria no es objetiva. Tampoco es la de un lector desprevenido; hay intereses personales que pretendo explorar, búsquedas que no son gratuitas o dictadas por el momento. Con esto pueden hacerse una idea del lugar desde el que escribo, pensar en una forma diferente de ir a la Feria dentro de un año, o entender por qué decidí ir a ciertas conversaciones y no a otras.

La lectura de Coetzee fue el ritual de bienvenida. Un auditorio casi lleno, la penumbra en el público, un lector en la tarima, su voz. Supe, en el José Asunción Silva, que la Feria había comenzado. El mundo se callaba por un par de horas. Entraba en pausa mi trabajo de mesero, de barista, de administrador, y sabía que podría olvidarme de todo eso por un par de semanas (no por completo, claro) y dedicarme a divagar un poco más de lo normal gracias a los invitados de la Feria.

Como es ya costumbre para mí, tomé nota de los eventos a los que quería ir. Un cronograma que iba desde el jueves hasta el siguiente domingo, copando casi todas las tardes. Más de cuarenta presentaciones entre conversaciones, lecturas y conciertos quedaron anotadas en una hoja blanca, con los datos básicos de lugar y hora. La mayoría eran eventos en los que participarían escritores que ya conocía, otros tantos que me llamaban la atención por el tema que prometían, unos pocos anotados por rellenar un espacio vacío, y otros de escritores que aún no conocía y que por algún motivo habían llamado mi atención.

Asistí, diligente, a cuanto pude, procurando cumplir el cronograma que me había hecho hasta el último día y el último evento: la presentación de un libro de cuentos. Cuaderno de entomología, de Humberto Ballesteros, fue el cierre perfecto. Una conversación con lectura de algunos fragmentos, tranquila y sencilla, nos hizo sumergir en una narrativa cuidada, poética, limpia, de la mano de un Humberto dispuesto a la lectura y la conversación. Varios asistentes tenían ya el libro, así que acompañaban la lectura, pasando las páginas, leyendo el texto en voz de su autor. Uno de los lectores era Giuseppe Caputo, director de contenidos culturales de la Cámara del Libro, asistiendo a una de estas celebraciones con tranquilidad y fuera de su papel de organizador.

Antes de eso lo había visto en casi todos los eventos presentando a los invitados, agradeciéndoles, recordándonos a nosotros, incansablemente, que la Feria cumplía treinta años, y que todo giraba alrededor de esa celebración. Celebración de los animales, con Coetzee; celebración de los insectos, con Humberto Ballesteros; y entre esas dos, celebración del misterio, de la excentricidad, de la poesía, de la novela, de la lectura, de la vejez, de la locura, de la infancia, de la novela digital, del jazz, de Violeta Parra, de la fotografía, de las búsquedas...

La gran mayoría de celebraciones a las que asistí fueron en auditorios pequeños. Algunas se llenaron, a otras llegaron apenas algunas personas. Es normal, en los años en los cuales he ido a la Feria, que mientras algunos autores firman libros durante varias horas, o tienen filas de seiscientas personas esperando poder verlos, otros les hablan a veinte o treinta que los escuchan con atención. No creo, de ninguna forma, que esto tenga relación con la calidad de las obras para mal ni para bien; me hace preguntarme por los procesos de formación de lectores, y por los procesos de escritura. Quizá allí esté el cristal de esta Feria de vidrio.

Martín Kohan, escritor argentino que vino hace casi cuatro años a la feria, nos hizo una pregunta: ¿queremos escribir, o ser escritores? Para él, ser escritor implica todo este proceso comercial: ser reconocido, firmar libros, ir a presentaciones, cenas, entrevistas; es algo completamente diferente de escribir. Escribir es una acción que deja de existir cuando termina la escritura. Escribir es acción directa, independiente del título que se le adjudica a quien lo hace como oficio, e independiente también de lo que sea que produzca.

En la celebración de la literatura y el periodismo, entre Nelson Fredy Padilla, Ricardo Cano Gaviria y Guido Tamayo, se conversó sobre qué es aquello que diferencia o une a las dos formas de escritura. Fue difícil evitar, para los conferenciantes, tomar partido: por qué la literatura es universal, por qué el periodismo puede hacer parte de ella y no al revés, qué es lo que tiene la literatura que es amoroso, que provoca pasión y parece ponerse por delante de todo. Guido, como moderador, supo equilibrar un poco la balanza, y soltó una idea que en mí permanece: ¿acaso no viene la escritura antes que los géneros? No podemos decir, Voy a escribir una novela, y entonces buscar una escritura funcional, que responda a las formas y no a los contenidos. Primero hay una idea, una imagen, una sensación, y luego vamos descubriendo si lo que de ella nace es una novela, un artículo, un poema, una crítica.

Marianne Ponsford fue moderadora de una conversación con Geoff Dyer sobre el rompimiento de las estructuras tradicionales de la novela. Había escuchado el nombre de ella antes, y tenía cierta idea de su reputación. A él lo había escuchado el día anterior en una charla sobre jazz. Es, creo, el único autor al que fui a escuchar dos veces. Estaba emocionado porque el tema de las fronteras de la novela me fascina; creo que cuando la novela puede romper sus fronteras es porque primero está la escritura que el género, y va más allá de algo funcional. Además, en la celebración del jazz pude entrever la riqueza narrativa de la escritura de Geoff; todos sobre la tarima compartían su pasión. Vivimos, gracias a esa celebración, un poco de esa pasión.

En la conversación sobre las estructuras de la novela, por el contrario, la moderadora inició, después de una larga presentación biográfica del escritor, con la siguiente acotación: todos quienes presentan a Geoff se emocionan con la oportunidad de presentarlo. Es decir, aquella figura pública, aquel escritor, genera en ellos emoción de estar en una tarima con él. Lo que siguió durante casi cincuenta minutos fue una larga conversación sobre el escritor que Geoff Dyer estaba allí representando. Recordé a Vila-Matas, mencionando cuánto le disgustaban las preguntas que se entrometían en su intimidad: ¿Escribe por la mañana o por la tarde? ¿Toma algo mientras escribe? ¿Escucha música o prefiere el silencio?

Marianne tiene una trayectoria que la salvaría, por supuesto, de aquellas preguntas: de una forma mucho más letrada, sus preguntas buscaban indagar en aquella figura pública que escribía. Más interesante, en ese caso, sería saber cómo esa persona que escribe tiene que encontrarse con todo aquel aparataje que lo vende como escritor. Pero, a pesar de su experiencia, Marianne no salió indemne: cuando quedaban cinco minutos, hizo la siguiente pregunta: ¿por qué Geoff había decidido no tener hijos? Por supuesto, no hubo tiempo de hablar sobre las fronteras de la novela.

Alguna vez escuché a Conrado Zuluaga decir que la lectura no es una actividad limitada al libro. Somos lectores siempre. Leemos la realidad. Es una acción constante, que no cesa, a diferencia de la escritura. ¿Qué calidad de lectores tenemos cuando asistimos a este tipo de eventos? ¿Somos lectores apasionados, acaso? ¿Qué puede reflejar de nosotros mismos esta conversación de la FILBo de vidrio? Lo que nos hace lectores son nuestras lecturas. No hay lector sin lectura. ¿La Feria es un lugar de formación de lectores, o de promoción de lecturas?

Escritores que habían publicado su primer libro, que se ponían de pie en las galas de poesía para compartir sus poemas, que recién ahora comienzan a ser reconocidos, escritores que solo estaban cumpliendo un compromiso, que compartían entre ellos un mismo tema, que habían abandonado su profesión de ingenieros, periodistas, literatos, docentes, escritores que leyeron mientras bailaban danza contemporánea, que decidieron cantar en vez de recitar, que leyeron con solemnidad fragmentos de sus libros, que experimentaron con las formas tradicionales para encontrar cómo decir lo que querían decir, escritores que presentaron a otros escritores; escritores que dejaron de ser, por un momento, escritores, para ser personas dispuestas a compartir el trabajo de años, de dolores y esfuerzos, sus experiencias plasmadas en palabras.

De las celebraciones a las que fui, me gustaría recordar las siguientes; son algunas de las celebraciones en las que pude entrever, más allá del escritor, a personas que escriben, y que lo hacen con pasión antes que como profesión:

Alejandra Jaramillo y su Mandala fueron las protagonistas de la celebración de la novela digital. La energía de Alejandra, desbordante, nos hizo partícipes de un proyecto que, al menos yo, nunca había visto: hasta ese día, el concepto de novela digital no existía para mí. Y sentí cómo en esta novela digital había diez años, o más, de trabajo y dedicación, de amistades, de exploraciones, de lecturas, de descubrimientos. Y Alejandra, más que cualquiera, tenía la conciencia de lo que había puesto de sí misma, y de otros que la acompañaban. Porque, a pesar de esta idea de que la escritura es un proceso solitario, de ella hacen parte muchas de las personas que nos rodean y que nos acompañan mientras lo hacemos. Al final de la presentación, más de siete personas sobre el escenario y muchas más fuera de él fueron nombradas por Alejandra en agradecimiento al lugar que habían ocupado en la escritura de esa novela digital.

Stéphane Chaumet con su El azar y la pérdida, y La orquesta de poetas de Chile, nos dejaron conocer una forma diferente de leer poesía, de compartirla más allá de las palabras. Stéphane danzó con una bailarina al son de los poemas, haciendo de su lectura un acto vivo en el que su cuerpo hacía algo más que recitar lo que ya estaba escrito. Allí había algo diferente, diferente a las galas de poesía, diferente a sentarse a leer un libro de poemas; una persona nos hablaba de su escritura, invitándonos a preguntarnos si había otras formas de darle vida. La orquesta de poetas de Chile, con su buen humor y su extraña propuesta musical, cantaron, recitaron y se callaron líneas de canciones de Violeta Parra al ritmo del contrabajo, la caja de percusión, el teclado o el bajo eléctrico. Y también sus propias canciones. Aquello que nace al escribir, puede encontrar resonancias en la gente más allá del libro, porque lo que comienza en la escritura no muere con ella.

 Olivier Bourdeaut, en la celebración de la excentricidad, fue un tipo sencillo, maravillado constantemente por saberse leído, por saberse finalmente un escritor, como figura pública, después de tantos fracasos. Una persona del público le preguntó, después de una excelente conversación sobre su novela, por ese éxito que se debía ver reflejado en dinero. Mientras se esforzaba todo lo que podía en responder, sentí que había un verdadero interés en él por entender esta parafernalia a la que se enfrentaba. No era a la persona que había escrito la novela Esperando a Míster Boyangles a quien esa mujer había hecho la pregunta; era a quien lo había publicado, vendido y hecho dinero con él. ¿Cómo era entonces, para él, esa relación entre escribir y ganar dinero por ello?

En las charlas en las que nos presentaban a las nuevas voces, Andrés Mauricio Muñoz, Manuela Espinal, Rubén Orozco, Fernando Araújo, Felipe Restrepo, Juan José Ferro, María Ospina desprevenidos, no asumieron ningún tipo de reconocimiento al hablar de sus obras dentro de una celebración que les daba la bienvenida a la literatura colombiana. También aquí una persona preguntó por esa fama, qué sentían ellos al ser nombrados y vendidos como nuevas voces de la literatura colombiana. Estaban agradecidos por tener un espacio para hablar de sus libros, pero no dejaban de ser conscientes de la estrategia comercial que develaba el que estuvieran allí, bajo ese título de “nuevas voces”.

Todos estas son pequeñas muestras de los sentimientos, entendimientos y descubrimientos que varias personas encontraron en su escritura, ese momento en que dejaron de ser escritores y se sentaron a escribir.

Antes de terminar, de entre las decenas de celebraciones hay una más que quisiera compartir. Una de las pocas a las que fui sin saber nada: la celebración de las búsquedas. No conocía el nombre ni los trabajos de Alicia Kopf: escribió una novela que trata el autismo de su hermano sin ser escritora de profesión. No como tantos otros invitados a la feria. Su profesión, hasta donde pude entender, es la de artista. Su rostro es diferente al de la foto que la anunciaba; su voz es gruesa, con acento español; es delgada y tiene una mirada fija, atenta. A esta celebración llegaron pocas personas.

La novela, Hermano de hielo, inicia con algo así como: me interesa la metáfora del hielo en el autismo, y por eso comienzo a explorar. Esquimales con pica en mano, abriéndose camino entre el hielo polar, son quienes deben abrirse camino en esta metáfora. Una novela que evidencia su centro desde el inicio, que declara la búsqueda y no la respuesta, no es una novela tradicional. Es una novela que va más allá de sus fronteras. Nos habla de sus búsquedas, nos dice que antes del género o la forma está la escritura. No se trata de decir, como dije atrás, Voy a escribir una novela, y entonces sentarse a escribir una novela sobre el autismo de un hermano. Se trata de, si se quiere, escribir desde la ignorancia, descubriendo, buscando una forma de decir algo, de entender algo que no se sabe cómo decir ni cómo entender.

El arte contemporáneo es un proceso, una búsqueda en la que se compromete nuestra propia identidad, y donde el proceso a veces importa más que el resultado. ¿Qué nos enseña eso en la escritura? Kopf dijo, cerrando nuestro encuentro, Si te fijas, mis escritores de cabecera todos se preguntan por la identidad. La novela (la escritura) no es un lugar de comodidad; la novela transforma. Si no hay transformación, no me interesa como lectora.