
Reseña de "El atajo", novela de Mery Yolanda Sánchez, segundo puesto del Premio Nacional de Novela Corta 2013, organizado por la Pontificia Universidad Javeriana.

Hoy hace 13 años murió Hernando Valencia Goelkel, crítico literario, editor, periodista fugaz, traductor políglota y, sobre todo, lector incansable. Como crítico, escribió ensayos y reseñas frente a los cuales es inútil preguntarse eso que tanto se suele buscar en la crítica literaria: ¿es este un buen o un mal libro? Lejos de recomendar o de valorar maniqueamente -como suelen hacer quienes, soberbios, terminan sus reseñas con la gran sentencia- Valencia Goelkel propuso miradas nuevas y sumamente personales, se sumergió en las obras cual escafandrista y salió a la superficie a invitar a quien quisiera ver lo que, bajo el agua, había construido.
Creó un corpus crítico diverso, fruto de décadas de lectura y traducción, que es en este momento uno de los más interesantes del país no solo por su heterogeneidad sino por su rigor. O por esa particular manera de convertir a cada autor en un personaje de su propia obra, de volverlo un objeto de análisis preciso como lo fuera tal o cual novela. Logró hacer confluir autor y obra como dos partes fundamentales de la crítica sin caer en el tremendismo biográfico ni en el culto a la personalidad, sino con la intención de hacer emerger de los textos sus sentidos más diversos y para recalcar constantemente la importancia del escritor como figura pública, aunque fuera desenmascarando los mitos que lo rodeaban. Fruto de esto son sus ensayos sobre Barba-Jacob, Swift, Pavese y Gaitán Durán, muestras de una lectura original que no vaciló al mostrar las inconsistencias ni al proponer los aciertos.
Sus libros publicados son colecciones de ensayos y reseñas que aparecieron primero en otros medios y luego fueron recopilados. Esto, de la mano de su labor en revistas culturales como Mito, ECO, el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, Cromos y Semana (de donde salió expulsado por Plinio Apuleyo Mendoza, quién sabe por qué), y sumado a su extenso y variado historial de traducciones, lo convierten en un intelectual como pocos en la historia de la cultura en Colombia, interesado sobre todo por consolidar la discusión y la apropiación públicas de las artes tanto nacionales como extranjeras.
El legado de Valencia Goelkel es textual y vital. Su obra escrita propone lecturas fecundas con las que suele abrir discusiones fundamentales sobre la literatura, su historia y su importancia, como en aquel ensayo sobre “La mayoría de edad”, sobre el devenir de la literatura latinoamericana. Además, escribió sobre otras artes (fue un cinéfilo entusiasta y crítico de artistas como Obregón y Botero), sobre los ires y venires de la sociedad colombiana, que vio siempre a través de la cultura y a cuya comprensión aportó también con traducciones de obras como Mataron a Gaitán, de Herbert Braun. Incluso llegó a incursionar en el periodismo de opinión, interesado en la búsqueda de la justicia, como cuando escribía sobre las huelgas estudiantiles. Su quehacer intelectual es ejemplo de una vida dedicada a intentar, por todos los medios, que las artes y la sociedad se discutieran como cosas inseparables, y que esa discusión fuera siempre necesaria.
El texto que reproducimos a continuación lo leyó en la ceremonia de entrega del Premio Silva a la Crítica Literaria que le fue otorgado en abril de 1997 por la Casa de Poesía Silva. Nadie más recibió después este premio. Valencia Goelkel siguió, durante sus últimos años, dedicado a escribir y a traducir para nosotros, quienes, con este olvido casi palpable al que lo hemos relegado, no hemos sabido devolverle con gratitud lo que hizo hasta la muerte.
Uno de mis primeros recuerdos es el de mi padre canturreándome el ritornelo de “Los maderos de San Juan”; más tarde habría de enseñarme el poema. Esta reminiscencia quizás no resulte impertinente en la Casa Silva; para mí resulta central pues explica en buena parte el surgimiento de aficiones y de placeres que me han acompañado toda la vida. Allí nace, me complazco en simplificar, la permanente devoción por la poesía; allí se origina el fervor por la literatura, allí habría podido nacer un escritor pero el destino no lo quiso así y apenas nació un crítico.
Son incontables las agudezas –y, con mayor razón, las ingeniosidades sin filo, romas- que se han hecho sobre el crítico comparado con el poeta, con el creador. En estos casos, la crítica, cuando bien le va, resulta ser apenas el ensayo de sustituir la originalidad con un esfuerzo por aparentarla; el crítico, que no puede ser escritor por limitaciones de su talento o de su formación, quiere aparecer, quiere tomarse y que lo tomen por lo que no es. Y cuando un autor proclama que no le importa la crítica, que la desdeña o que la ignora, se le aplaude y se le celebra. Sólo que ese aplauso es sospechoso, pues en última instancia habla bien del crítico, pues si se le rechaza esto se debe no a que sus escritos sean vacuos o delirantes sino a que son incómodos, pues la crítica es ante todo una exigencia –la de leer concienzudamente, la de estimular la reflexión, la de leer bien, en una palabra.
En 1855 Matthew Arnold publicó su famoso ensayo “La función de la crítica en la presente época”. Parte también de la premisa de que existen, cada cual por su lado, el creador y el crítico, con irrefutable ventaja para el primero. “Es indudable que el ejercicio de un poder creador, de una actividad creadora libre, es la más alta función del hombre; demuestra serlo porque en ella encuentra el hombre su verdadera felicidad”. Y prosigue: “Pero es innegable que los hombres tienen la sensatez de ejercer esa actividad libre creadora de otra manera que produciendo grandes obras de literatura o de arte; si no fuera así, todos salvo unos pocos hombres estarían excluídos de la verdadera felicidad de todos los hombres. Pueden obtenerla haciendo el bien, pueden aprenderla con el estudio, pueden incluso lograrla con la crítica”. Que la crítica, en suma, es la conclusión de Arnold, también puede producir algo semejante a la felicidad que procura la creación. Y luego, al final del ensayo, da su definición de la crítica: “Una empresa desinteresada para aprender y propagar lo mejor que se ha sabido y se ha pensado en el mundo”.
Es un brusco descenso desde las alturas de Arnold y la confianza de la Inglaterra victoriana a este país, a esta época y, sobre todo, a la muy tenue obra de que soy responsable. Una obra que no quiero ni puedo justificar, aunque sí me gustaría enumerar algunas de las normas que subyacen en su desorden. En primer lugar, la convicción de que el texto crítico es parte de un diálogo; un diálogo bidimensional, pues está entablado con el autor de la obra y con el presunto lector del texto. Este no ofrece conclusiones: presenta solo posibilidades, se limita a veces sólo a plantear preguntas. Pero el crítico –el comentarista, llamémoslo con más verosimilitud- está siempre interrogando una obra acabada que se niega a dar más respuestas sobre sus propios alcances. Lo escrito escrito está, contesta el autor, lo que no obsta para que lo escrito siga siendo movedizo y ambiguo, para que la obra cerrada y completa siga pareciendo porosa y abierta a un flujo de lecturas que se mudan constantemente en medio de su obstinada curiosidad. Pero este proceso se repite a la inversa con el lector: es este, a su vez, quien debe indagar del crítico luces nuevas y motivaciones más hondas que las contenidas a primera vista en las líneas de la reseña o del comentario. Se trata, cuando así lo justifica el texto comentado, de una doble y fecunda insatisfacción: fecunda, porque asegura lo duradero del texto, su capacidad última de supervivencia, de seguir expandiendo la felicidad.
Dentro de este ánimo de diálogo tentativo y permanentemente provisional siempre tiene que prevalecer el reconocimiento de lo excepcional. Encuentro un poco vanidosa la aserción de que el crítico está siempre en busca de la obra rara, de la obra nueva, de las voces que se distinguen en medio del alboroto y de la confusión. Pero la verdad es que el crítico a menudo no tiene que buscar: le basta con identificar lo que llega a sus manos. Esto vale, por supuesto, para épocas de relativa fecundidad creadora; cuando cambian los tiempos y la literatura se agosta, el crítico tiene que percibirlo antes que nadie: es su propio mundo el que se desmorona. Pues no existe la crítica de la mediocridad. Este es uno de los tópicos que abruman al ejercicio crítico: el de que sus practicantes no tienen otro cometido distinto al de perseguir la inepcia y castigar la ñoñería. Ante ciertos niveles de estupidez, la crítica se desvanece, como se dice, por sustracción de materia. Pensar que existe placer alguno en leer o reseñar libros malos es una fábula que no se compadece con la realidad. Aunque esta última –la realidad- nos ponga a veces en la obligación de zaherir, de mala gana, alguna visible impostura, alguna versión estafadora de la imaginación colectiva. Pero el trabajo del crítico no es buscar libros mediocres; es identificar los libros excelentes que llegan a sus manos, y dar cuenta, lo mejor posible, de sus excelencias.
Me he olvidado de un antiguo y grande amor, como fue el cine, para hablar sólo de libros. Pero es que, obviamente, constituyen la razón de ser de mi trabajo como crítico, acaso también la razón de ser de mí mismo. Antes de la crítica, por supuesto, estuvo la literatura. Y seguirá estándolo. Incluso ahora, y con más urgencia, cuando parecen amenazarla riesgos abrumadores y antes desconocidos. ¿La civilización del computador pone en peligro el futuro del arte literario? García Márquez afirmaba recientemente que no, que el idioma podía esperar una florescencia con el nuevo siglo y los nuevos inventos. George Steiner, en cambio, teme por la suerte del lenguaje: la promesa es una algarabía universal en un inglés bastardo y depauperado. A veces, cuando busco lo que haya de nuevo y de vibrante en la literatura de hoy, me siento inclinado a darle la razón a Steiner. Pero en estas circunstancias, en esta casa, voy a renunciar a mi pesimismo y a adherirme al optimismo de García Márquez. Esperemos de nuevo el alba de oro, la mañana primera, no la mañana final.
Tomado de la Revista Casa Silva, número 11, 1998.
Bibliografía de Hernando Valencia Goelkel
Libros:
Crónicas de cine (1974) Cinemateca distrital: Bogotá
Crónicas de libros (1976) Colcultura: Bogotá
El arte viejo de hacer novelas (1982) Fundarte: Caracas
Lección del olvidado y otros ensayos (1997) Norma: Bogotá
Oficio crítico (1997) Biblioteca familiar, Presidencia de la República: Bogotá
Traducciones (selección):
Joseph Brodsky - Marca de agua (1992) Norma. Bogotá.
Angela Carter - Niñas juiciosas (1994) Norma. Bogotá.
Raymond Carver - La vida de mi padre: cinco ensayos y una meditación (1997) Norma. Bogotá.
Joseph Conrad - Amy Foster: y otros relatos del mar (1994) Norma. Bogotá.
Simin Daneshvar - El bazar Vakil y otros cuentos (1992) Norma. Bogotá.
Denis Diderot - La religiosa (1997) Norma. Bogotá.
George Eliot - Silas Marner (1992) Norma. Bogotá.
Robert Eversz - Shooting Elvis (1999) Norma. Bogotá.
Nadine Gordimer - La historia de mi hijo (1992) Norma. Bogotá.
Sebastián de Grazia - Maquiavelo en el infierno (1994) Norma. Bogotá.
Henry James - La lección del maestro (1995) El Áncora. Bogotá.
Anthony McFarlane - Colombia antes de la independencia: economía, sociedad y política bajo el dominio Borbón (1997) Banco de la República, El Áncora. Bogotá. Cotraducción con Nicolás Suescún
George McMurray - Gabriel García Márquez (1978) Carlos Valencia Editores. Bogotá.
Michael Taussig - Chamanismo, colonialismo y el hombre salvaje. (2002) Norma. Bogotá.
John Leddy Phelan - El pueblo y el rey: la revolución comunera en colombia, 1781. (1980) Carlos Valencia Editores. Bogotá.
Géza Róheim - Fuego en el dragón: y otros ensayos psicoanalíticos sobre folclor. (1994) Norma. Bogotá.
George Steiner - En el castillo de Barbazul. (1977) Guadarrama. Madrid.
Stendhal - Rojo y negro. (1993) Norma. Bogotá.
Lawrence Sterne - Viaje sentimental. (1994) Norma. Bogotá.
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