
Reseña de Desastre lento de la poeta Tania Ganitsky

El Atajo nos remite a una cuestión esencial: ¿de qué sirve la literatura en mitad de nuestro conflicto? La protagonista trabaja como promotora de lectura y visita zonas afectadas por la violencia y el abandono, haciendo de su viaje una metáfora y una pregunta sobre los alcances de la literatura. Las dificultades para hacer su trabajo nos hacen dudar del éxito de su empresa, cuestionando incluso el papel de la literatura ante la infamia.
El Atajo se presenta como una novela; es más, ganó el segundo lugar en el Premio nacional de novela corta de la Pontificia Universidad Javeriana. Es una crónica y un diario del viaje de veintiún días que Mery Yolanda Sánchez hizo en 2004 como promotora de lectura en Nariño. Y también es poesía; es más, se lee a esa velocidad: despacio, contemplando y tomando aire entre página y página; el tamaño del libro sugiere un poemario. Junto a la descripción de lo vivido y observado, encontramos varios apartes en bastardilla que, a falta de mejor nombre, podríamos llamar impresiones. Estas impresiones cubren casi la mitad del libro y están llenas de imágenes irreductibles y elocuentes; la poesía documenta cómo esta experiencia perturba a la protagonista, sirviendo así como discusión y memoria de los efectos de la guerra.
Los recorridos por el litoral y los resultados de su trabajo se entrelazan e insisten en la pregunta inicial. A la protagonista le corresponde visitar “las diez poblaciones con bibliotecas públicas en la costa de Pacífico nariñense”, donde le informan que “hay guerrillas, paramilitares y malaria”. Visita lugares de los que hemos oído hablar, como Barbacoas o San Andrés de Tumaco, pero también sitios tal vez menos conocidos, como El Charco, La Tola, Magüi-Payán o Santa Bárbara Iscuandé.
Un lanchero que vende chance y pregona sus resultados nos prepara para un espacio maltrecho por la pobreza y la guerra. La protagonista recorre el litoral en lancha, en jeep, en bus o en lo que se pueda. Los recorridos (que suelen ser anunciados como trayectos de “35 minutos”, independientemente a su duración) son difíciles y accidentados. Lo visto al viajar retrata la ignominia y su paisaje: retenes constantes y denigratorios; automóviles averiados; raspachinas huyendo de abusos sexuales; trochas y huecos; pasajeros de algún ejército intimidando; manglares y esteros; anécdotas de crímenes, naufragios y accidentes; barro y agua; enfrentamientos con asesinos que exhiben su poder o piden no ser vistos; tiros y sangre en las puertas.
Eso encuentra al recorrer el litoral, pero también es elocuente lo que enfrenta al trabajar: desdén, negligencia, falsas promesas, bibliotecarios que no leen, intrigas entre lugareños y bibliotecas “en proyecto”. A veces es recibida por alcaldes, otras tantas por funcionarios y muchas veces por nadie. Al venir de lejos, con otro acento y color de piel, recibe reclamos por la desidia del Estado y debe presenciar tensiones entre zonas.
Estas sesiones de trabajo pueden ser desoladoras o esperanzadoras, todo depende de quién llegue y su relación con la literatura. Muchas veces no queda claro qué se busca implementar en cada pueblo, más difícil aún saber qué se lograría. A veces la presencia de bibliotecarios o profesores comprometidos da algo de esperanza; otras tantas el encuentro es complicado y con pocos asistentes.
Este trabajo nos repite la pregunta que señalábamos: ¿de qué sirve la literatura ante el dolor? La narradora, al charlar con gente o discutir lecturas, sugiere que la literatura sirve para hacer memoria y que las noches a la deriva se prestan para relatos. En muchos lugares piden libros de autosuperación, haciendo así explícito el papel de la literatura como rescate y ayuda.
Persiste la pregunta sobre la utilidad de la literatura en un país como el nuestro, con este largo conflicto evidenciado en rencores, miedos, desconfianzas, sufrimientos y violencia. Esa situación extrema, que ya cuestiona la pertinencia de la literatura en un contexto, nos remite a una pregunta más perentoria: ¿de qué sirve la literatura ante la infamia?
El Atajo es esa pregunta y la búsqueda de su respuesta. Ella se evidencia, sobre todo, en esa serie de impresiones en bastardilla. Si antes hablábamos de narradora, en este caso hablamos de voz poética; esta poesía toma casi la mitad del libro y está intercalada con esa otra parte que podríamos llamar crónica. Estas reflexiones desnudan cómo la voz poética se afecta por lo visto, temido y vivido durante el viaje: despierta reminiscencias de sus padres y señala el dolor en el cuerpo o la memoria. Las imágenes son tan diversas como contundentes: un señor A persistente, madres muriendo mil veces, una enfermedad mutando o cuerpos retumbando. La violencia se dibuja de varias maneras y evidencia más penas. Su resultado también es la infección en el oído padecida por la protagonista y que luego “estalla con olor a muerto de quince días”.
Cuando se dice que la literatura no sirve es cuando más se invoca su necesidad. Escribir es seguir confiando en ella; escribir es usarla como memoria y grito. Decir que algo no se puede es también preguntarse cómo se podría; denunciar lo inútil o infecundo es buscar que algo no lo sea.
Y allí, al adentrarse en un conflicto e intentar verbalizarlo, se señala el papel de la literatura como medio para identificarlo. Este es un proceso doloroso para la voz poética; por ello se enferma, sufre, tiene miedo y piensa en morir.
Cada imagen y evento valen por sí mismos. No hay un nudo argumental que pueda solucionarse con destrezas de narrador. El Atajo respeta al lector al evitar salidas fáciles o consolaciones. Nos confronta con el dolor, la violencia y sus resultados; nos confronta con la gente que lo padece, ejecuta o presencia. Allí está la pregunta abierta, la herida abierta.
PD. Esta reseña fue redactada en octubre de 2016, después del referendo. En las diez poblaciones visitadas por la protagonista ganó el “Sí” por una amplia mayoría.
*Las imágenes de este artículo son fragmentos de la portada del libro. Los derechos de autor están reservador por la Pontificia Universidad Javeriana. No reclamamos ninguna clase de derechos al usarla.
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