
Ciudad instalada en un poema donde las palabras, sometidas a la presión del verso, vuelan a chorros.

El viejo estaba sentado al borde de su cama. El teléfono, en una mano; una botellita de licor en la otra. Nadie contestaba. "Ya va siendo hora de que levante mis nalgas de este colchón de piedra", pensaba el viejo mientras escuchaba el tono intermitente de la línea. En la recepción le habían asegurado que desde su cuarto saldrían llamadas a todo destino, y que encontraría un amplio y variado surtido de licores en el minibar. Nadie contestaba y al viejo cada vez le pesaba más el auricular sobre su mano derecha; la botellita cada vez le pesaba menos. "Lo mínimo que un viejo debería esperar es un colchón relleno de plumas o de flores, de mujeres tiernas y melindrosas", se decía el viejo mientras colgaba el teléfono y ponía sus manos sobre el colchón.
Afuera la gente pasaba. Detrás de las puertas sonaba música y alguna que otra conversación. Las paredes eran delgadas y de una de ellas venía el llanto de una mujer.
De otra, el sonsonete de un televisor que parecía decir lo mismo una y otra vez. Por la ventana se escuchaba el mar. El viejo se quedó más de media hora mirando el vacío, escuchando el eterno llanto de aquella mujer y el odioso sonido del televisor que no callaba.
El viejo levantó de nuevo el teléfono. Esta vez esperó a que contestaran de la recepción. La voz, molesta, habló al otro lado de la línea. "Nadie contesta. ¿Está seguro de que salen llamadas a todo destino?”, dijo el viejo. "Sí, señor", contestó la voz del joven que parecía estar comiendo. "¿Cómo marco a la capital?". "Bueno, pues debe marcar el indicativo, y después el número telefónico. Pero no se preocupe, deme el número y lo comunico".
El viejo le dio el número al joven recepcionista y esperó. De nuevo ese tono intermitente, que era peor que el silencio. "Lo mínimo que un viejo debería esperar es que haya siempre alguien al otro lado de la línea; por lo menos mujeres tiernas y melindrosas", pensó el viejo.
Miró las paredes descascaradas y sintió asco. Todo le parecía sucio. El lavamanos, la ducha, la cortina de plástico de la ducha, el piso, las cobijas. Hasta el aire le parecía lleno de suciedad; tenía un penetrante olor a licor. Se acercó a la ventana y aspiró el olor del mar.
"Ya es suficiente", se dijo. Abrió los ojos y vio de nuevo el mar, que ahora estaba un poco más cerca del anochecer. Hizo el último intento de llamar, pero de nuevo el teléfono le arrojaba aquel sonido desesperante. Marcó entonces a un teléfono que le había dado otro viejo amigo; del otro lado de la línea contestó una mujer. "Eres una puta", le dijo el viejo. La puta guardó silencio. "Eres una puta, una puta", repitió el viejo. "Dime, a cuántos te has comido, puta". "Solo me faltas tú", le respondió la puta. El viejo guardó silencio. Puso el auricular sobre el colchón de piedra.
"Voy por un café", le dijo al joven de la recepción. "¿Pudo hacer su llamada, abuelo?".
El viejo guardó silencio, y después de un rato respondió "dígame viejo. Prefiero que me diga viejo", y salió del hotel. Caminó directo al mar. Llegó a la playa y se desnudó, y entró al agua que ya estaba oscura de la noche. Cerró los ojos y tras flotar un rato sintió una alegría contra la que ya nadie ni nada podría. Poco a poco se fue adentrando al mar.
Llevó las rodillas a su pecho, expulsó todo el aire y se dejó hundir.
Sintió que la corriente lo empujaba. El viejo se resistió a ser arrastrado por el mar, pero un par de manos lo cogieron por las piernas. Lo levantaron, y entonces abrió los ojos. Sintió que se ahogaba. Su madre lo miraba, repleta de sudor, con las piernas de par en par. "Es un niño", dijo una voz.
El viejo se echó a llorar.
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