
Sebastián Pineda, luego de transitar por la FILBo 2015, deja una breve bitácora de sus impresiones.

Meridiano 82. La ruta de la langosta del sanandresano Jimmy Gordon Bull se quedó martillándome la cabeza desde que lo leí hace tres años. La intención que percibo en esta obra era relevante en el 2010 y lo es aún más hoy, tras el fallo de La Haya. La mayoría de nacionales que conozco tienen ideas vagas incluso de la ubicación geográfica de San Andrés; en lo que respecta a la historia de la isla, su idiosincrasia y las implicaciones de que sus aguas se vean recortadas por ese resultado de la corte internacional, el desconocimiento es manifiesto. A fin de cuentas, para los continentales, el mar es, en el mejor de los casos, una sábana hermosa como telón de la foto vacacional.
Reconocer la isla en toda su dimensión implica legitimar las rutas de agua que convoca: eso que tan bellamente se ve en su bandera, una encrucijada en azul; implica no perder de vista las genealogías que la isla se cuenta invocando los tiempos pasados y los de hoy, sus relaciones con los países que la rodean y con ese mar Caribe que la acuna y no sólo la comunica con sus alrededores para fines culturales o comerciales, sino que le proporciona parte del sustento, en fauna marina, desde peces hasta langostas. En congruencia con esa naturaleza, Meridiano 82. La ruta de la langosta se mueve entre el foco fijo del Meridiano 82 y las fronteras líquidas, gracias a los desplazamientos de los personajes entre Bluefields (Nicaragua), la isla, y otros puertos del Caribe, en torno a una historia (más o menos de amor) y a intercambios comerciales y políticos e incluso de redes traficantes de droga. De ahí que, aunque inusual, el mapa impreso en las primeras páginas de la obra (donde se ubican las disputas y tratados que han implicado a San Andrés) tenga pleno sentido en una pugna por la visibilidad de su naturaleza insular y de sus intercambios directos con puntos distintos a la tierra firme colombiana. En esta misma línea de resaltar otra historia, cobra funcionalidad la peculiar descripción del autor, en la página legal del libro, como “miembro fundador de la Academia de Historia de San Andrés”.
El proyecto me parecía idóneo, entonces. Reconocerle este valor implicaba, sin embargo, pasar por alto su política de género que a veces rozaba lo grotesco en las descripciones de la protagonista y su hija y que, en tanto ellas eran los personajes centrales, permeaba toda la obra y era insoslayable. Realzar lo uno avalaba automáticamente lo otro.
Un libro escrito por Fanny Buitrago, la barranquillera que vivió en la isla en los años setenta, ha venido a proporcionarme la oportunidad de volver sobre ese proyecto. Me importa aclarar que contraponer este texto al del sanandresano no tiene como propósito sobreponer la voz continental a la voz isleña, un gesto que no sería extraño en nuestra crítica, tan acostumbrada a hablar desde los focos capitalinos. No se trata de eso. Me interesa más bien hacer algunas anotaciones sobre la situación de la isla partiendo de un relato situado en los años sesenta-setenta, y cuyo ángulo genérico es poco común.
De Bahía sonora. Relatos de la Isla, la colección de cuentos publicada por el Instituto Colombiano de Cultura en 1976, quisiera centrarme en un cuento donde aparecen amalgamados dos temas que se reiteran aquí y allá en el libro: el tesoro escondido y la casa abandonada.
En su trabajo pionero sobre la literatura del Caribe desde una perspectiva englobante, Antonio Benítez Rojo, precisamente en el capítulo que le dedica a Los pañamanes de la misma Buitrago, resalta la aparición de uno de estos temas, el “de los tesoros enterrados” (238) “que, en competencia con el discurso historiográfico, recorre la tradición y la literatura caribeñas desde hace cuatro siglos” (ibíd.). En las pocas páginas de “Antes de la guerra”, el primer cuento de Bahía sonora, Buitrago trata con mucha riqueza la expropiación de la isla tras su constitución como "Puerto libre", combinando estos dos focos temáticos. Aquí, tesoro escondido y casa abandonada se funden para crear una riquísima metáfora de la isla acosada por los pañas (o continentales), en una descripción cuya relevancia está vigente.
En este cuento memorable, el narrador es un niño “de pelo motoso” (21), de una familia sumamente pobre, obligada a dejar su casa, que colinda con un manglar de los que serán rellenados como parte del plan territorial de la isla, y cuyo abuelo está decidido a resistir la invasión del gobierno:
“un gigante de mil cabezas, capaz de vivir en varios lugares a la vez. Me imagino [dice el niño] que tiene dientes largos, tan afilados como los de una barracuda. Se alimenta de cosas especiales. Por ejemplo: historia-próceres-impuestos-soberanía nacional. Simón Bolívar nació en Caracas. Padre Nuestro que estás en los cielos y venga a nos tu reino. Huelgas... “Estado de sitio” ¡Pum pum pum!” Tanques y soldados. Presos políticos. ¡Oh Gloria inmarcesible!” (19).
Esta caracterización recoge con fidelidad el proceder no seductor sino impositivo y nacionalista que el gobierno continental ha seguido con los isleños hasta el día de hoy y que algunos intelectuales de la isla han rechazado vigorosamente, de modos muy diversos.
En todo el texto el niño se muestra muy cercano al abuelo (que según la madre “está perdiendo la chaveta” (23)), y por tanto, preocupado por su suerte; él mismo, por su parte, se deja reconstruir como un personaje cuyo mundo está repleto de ruidos, murmullos y ecos. Ambos son entonces muy vulnerables (uno por viejo, el otro por niño), ambos viven en mundos del eco (la locura; los ruidos que producen susto). La continuidad de un modo de vida basado en la pesca artesanal en la isla se ve truncada porque los dos polos que deben unirse para garantizarla están abatidos: el viejo pescador y el niño aprendiz, aunque están unidos en lo humano, empiezan a percibir los efectos de un mundo donde dos cosmovisiones entrarán en conflicto y los separarán. El abuelo “Acaba de cumplir noventa años. Es alto, seco, encorvado. Obscuro y arrugado como un árbol reseco. Hace tiempo que no habla de los arrecifes de la isla. Ni de redes ni de nasas ni de langostas ni de lapas. Ni siquiera el precio del pescado le interesa, puesto que no puede trabajar” (énfasis mío, 19). El otro polo, el niño, vive un cambio de mundo drástico también: “voy por última vez a la escuela aunque ya no vivimos aquí. No importa que las calles permanezcan iguales y la comida tenga el mismo sabor [...]Ni siquiera cuando echo mi anzuelo desde la punta del viejo muelle, quebrando el agua con su garfio rizado, pienso que estamos aquí”(21). En este enlace roto, que no por coincidencia abre el libro sobre la isla, se cifra el quiebre de un mundo tradicional a embates de la modernización acelerada que, para la isla, comienza con el Puerto libre (Petersen, 2002).
En ambas instancias, la fantasmagoría indica la veladura de una vida, su sepultura. Ya no se trata del fantasma tutelar del pirata Henry Morgan (figura de varios relatos en la isla, incluido el Legado de piratas (2006) del mismo Jimmy Gordon Bull), tan prolífico en la imaginería y la imaginación del archipiélago. Se trata ahora de la invisibilización, el desplazamiento, la colonización por parte de los continentales: los isleños ya no serán ni dueños de sus tierras, ni dueños de sus destinos, como lo eran (según el epígrafe con que inicié este escrito).
En “Antes de la guerra”, el fantasma infunde miedo, sí, y hace temblar al niño: “escucho, muy dentro, en donde tengo frío y me pongo a temblar cuando paso por las casas vacías. Esas casas en hilera, que pronto serán madera de fogón o dormirán para siempre en el fondo de un espejo de cemento” (énfasis mío, 20). (No sobra decir aquí que la arquitectura de la isla cambió radicalmente con la introducción, post-puerto libre, del cemento como material de construcción generalizado). El fantasma también está en sus pesadillas: “de noche me despiert[o] pensando en los fantasmas” (21). Pero principalmente es la huella traslúcida de una historia que empezó a perderse, y que estaba fuertemente asociada al paisaje:
“De todas maneras, aunque esos tipos del continente se ocupen de nosotros y en los periódicos salgan retratos de las casas, la iglesia, los pescadores, a mi abuelo ya le mataron sus recuerdos. Porque hay cosas que no podemos cargar en un camión ni colgárselas al cuello. Tendríamos que inventar un pueblo diminuto —sin que falte un grano de arena, la tumba de los bisabuelos que está en el jardín de en frente, los cocales o el árbol del pan— y encerrarlo en una caja de música, para que le diera cuerda cuantas veces se le antoje. Claro, ante todo los sermones del cura y los rezos dominicales. Y la luna llena cuando surge del mar en noches oscuras.” (Buitrago, 22)
En otros textos del Gran Caribe el fantasma resguarda un tesoro que es la huella de la historia colonial (es el caso, por ejemplo, de Chronique des sept misères, del martiniqueño Patrick Chamoiseau, donde un dueño de plantación entierra varios recipientes con monedas de oro y como guardián deja a un esclavo suyo, al que allí mismo asesina convirtiéndolo en muerto espantador). En “Antes de la guerra”, tesoro y fantasma también están unidos en el mismo cuerpo, y de nuevo aquí, para “erradicar violencia pública” (Benítez Rojo, 240): aunque la época no sea el lejano siglo XVI, sino el siglo XX, puesto que aquí se torna intensa la vida de las islas como territorio de ultramar, Colombia es quien ahora ejerce la violencia que no se distingue sino por la distancia en años de la que Benítez Rojo denomina “medular” y “subyacente a este o a cualquier otro tema histórico en el Caribe” (239). En este caso, fantasma y tesoro están unidos como efecto de la violencia colonizadora, pero no provocan la creación de mito (como en el caso del pañamán). Su reunión habla de la fugacidad y fragilidad de la tradición, acosada por la migración y la modernización: “...terminaremos por perder la memoria, cuando nos encontremos dispersos” (Buitrago, 17)
El niño se ha ido convirtiendo en custodio de un pasado que el abuelo dice y cuenta:
“Mi abuelo murmura dulcemente. Sabe decirme sus cosas. A mí, que ya alcanzo su cintura. Cosas que no puedo entender. Palabras que juré guardar como un tesoro y repetir cuando sea tan alto como él. Cuando la isla era un inmenso bosque de flores y palmeras y los barcos se anunciaban con el sonar del caracol. Y cómo llegaron extraños del continente, a levantar edificios de hierro y de concreto, a opacar las noches de luna con bombillos eléctricos, codiciosos de la tierra, a convertir los tranquilos caminos en calles y almacenes populosos. Me habla del fruto del coco, fuente de la vida. El huracán que lo arrastra todo a su paso. Los dupys tutelares. El mal de ojo que ronda a los recién nacidos y el something que mata a la gente. La bendición del hombre anciano que nunca hace daño y el mar que nos rodea.”(énfasis mío, 20)
Que no sea la tierra secreta, íntima de la isla —las cuevas— la que albergue el secreto (las memorias de la tradición), sino que esté consignado en el cuerpo del niño introduce un matiz de género a contracorriente de lo que suele ocurrir en las glosas de la colonización en clave alegórica, donde la asociación mujer-isla penetrada/conquistada ha sido un lugar común. Las recientes voces intelectuales masculinas en la isla coinciden, a grandes rasgos, en una postura discursiva sexista (como en el caso de La ruta...), como si rechazar la situación colonial de la isla desde un plano que se quiere literario implicara, para la voz narrativa, adoptar una actitud abiertamente androcéntrica en una especie de inversión en clave de género de los roles colonizado-colonizador. De manera que el colonizado rebatiría de tú a tú el discurso colonizador generizado, sin dejarse emascular, combatiendo por el campo, por su autonomía, por su autoridad, sin asociarse con la visión en clave femenina. La economía narrativa y temática de "Antes de la guerra", esa transformación del tesoro en memoria de niño, plantea y elabora un contraste sumamente sugerente en ese renglón.
El periplo desde el Puerto libre (1965) en “Antes de la guerra” hasta La ruta.. implica el abandono de la isla por parte de sus habitantes o su aprisionamiento en la isla misma apretujados por el exceso de continentales; significa un vaciamiento que testimonian las casas a veces inconclusas que vemos a la vera de la carretera que bordea la isla, y que descubrimos también en otras obras (desde "Casas huidizas" de Lenito Robinson Bent, hasta Hijos del paisaje de Mariamatilde Rodríguez, 2007). Aunque el fenómeno empezó en los años que siguieron al Puerto libre, continúa. El historiador Walwin Petersen (The Province of Providence, 2002) ha condensado así el efecto total diacrónico de la relación de la isla con Colombia desde los años 60: "Nadie en ese entonces, sin embargo, podía prever nuestro futuro como hoy lo vivimos, pero parece sin embargo que el gobierno nacional logró lo que buscaba, sólo que le tomó un poco más de tiempo del pensado, a la par que nos deja en la ruina económica con enormes cantidades de edificios vacíos que no benefician a nadie hasta donde se ve" (énfasis mío, 271).
Diversas causas sociales, económicas y políticas se integran en la producción de esas casas baldías: desde la mala planeación gubernamental (Petersen, 2002), hasta el narcotráfico (Sánchez Jabba, 2012) y la migración de isleños hacia el continente; tras varias décadas de persistencia y afianzamiento del fenómeno, las casas desoladas han ido configurando un cronotopo de la isla colonizada.
En el momento en que Buitrago vivía en la isla, se empezaba a presentir con nostalgia que un mundo de tradiciones y prácticas como la pesca (¿qué sería, ahí, de una isla sin su mar?) se perdía a embates del turismo ("mi papá [se marchó] con una turista gringa"), entre otros factores. Visto desde otro foco, sin embargo, en las circunstancias en que vive un territorio de ultramar, esa misma agua que la nutría es el camino por el que el mundo en pleno, con sus conflictos y transformaciones, alcanza la isla, y no sólo se lleva ese modo de vida, sino también a los isleños a otras latitudes: "...terminaremos por perder la memoria, cuando nos encontremos dispersos, como perderemos la curva de las olas y las sombras en declive de las casas desmoronándose..." (énfasis mío, 17).
Sería muy cómodo pensar, con mentalidad de continentales que miran las islas en el mapa e imaginan que siendo puntitos no hay posibilidad de habitarlas, que la isla está vacía. La imagen literaria da en el blanco al diagnosticar un malestar y algunos de sus síntomas. Pero la isla está (sigue) poblada (de pañas y de isleños y de turistas), los isleños que en ella viven están amarrados a Colombia a fuerza legal, y el país debería tomarse muy en serio sus responsabilidades con estos habitantes. Nosotros podríamos empezar por tratar de entender la posición de San Andrés y sus complejidades como isla, territorio de ultramar.
Referencias
Benítez Rojo, Antonio. (1996). "Los pañamanes o la memoria de la piel" 217-241. La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmoderna. Hanover: Ediciones del Norte.
Buitrago, Fanny. (1976). "Antes de la guerra" 17-24. Bahía Sonora. Relatos de la Isla. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura.
Gordon Bull, Jimmy. (2006). Legado de piratas. Medellín: L. Vieco e hijas.
______. (2010). Meridiano 82. La ruta de la langosta. Medellín: L. Vieco e hijas.
Petersen, Walwin G. (2002). The Province of Providence. San Andrés: The Christian University of San Andrés, Providence and Catalina.
Robinson Bent, Lenito. (2010). "Las casas huidizas y otros cuentos sobre fugas" 113-126. Sobre nupcias y ausencias, y otros cuentos. Bogotá: Ministerio de Cultura
Rodríguez, Maríamatilde. (2007). Los hijos del paisaje. Bogotá: Luna con parasol.
Sánchez Jabba, Andrés. (diciembre 2012). "Violencia y narcotráfico en San Andrés" 48-63. Aguaita. Revista del Observatorio del Caribe 24
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