
Una mirada cotidiana a la guerra y sus estragos, desde la memoria. Traducción de Jose Castellanos.

Sombralarga presenta una selección de crónicas del escritor antioqueño.
Fantasía en madera
Dicen que el pobre Maupassant, en los últimos días de su vida, sufría alucinaciones extrañas. Entre otras cosas atormentadoras, se cuenta que una vez creyó que lo perseguían los muebles de su cuarto: que las sillas, y los sofás, los escaparates gigantescos y el lecho cuadrúpedo, corrían en pos de él escalas abajo, desalados, estrepitosos y amenazantes, hasta que lo alcanzaron en un rincón del jardín y lo molieron a golpes con sus puños y sus patas de madera.
Siempre que entro a una agencia de muebles pienso en Maupassant. Aquel hiperestésico sublime temía a los muebles porque creía que en ellos hay algo animal y hasta algo singularmente humano. Y, En efecto, toda agencia de muebles da como la idea de un jardín zoológico petrificado, o, mejor, de un osario monstruoso y en que se hubieran agrupado los fósiles de una fauna desaparecida hace mucho tiempo; colección magnífica de esqueletos reconstruidos que adoptan sobre el suelo posiciones orgánicas, naturales, desembarazadas, como si alguna vez hubiera tenido vida, o fueran a tenerla en algún momento inminente.
Y después de todo, ¿quién me dice que hace treinta mil años los escaparates y los taburetes, los sillones y los sofás, no andaban sueltos por el campo, correteando pesadamente en los ratos de alegría, o, a menudo, sentándose a discutir con severidad bajo las encinas? A mí al menos, me dan esa extravagante impresión de vida en latencia. Un taburete, por ejemplo, me parece sencillamente humano. Lo veo como un pobre ser paralítico y circunspecto, que se pasara eternamente en cuclillas, esperando algo remoto; tiene el aire resignado y melancólico de una gran señor venido a menos, de un ente superior reducido, por castigo divino o por simple hechicería, a adoptar formas imperfectas e inertes, hasta que llegue el minuto del desencantamiento milagroso.
Sin embargo, hay quienes creen que los taburetes salen a veces de ese encantado mutismo, en raros pero merecidos instantes de expansión. O si no, ¿qué hacen en el interior de las salas cerradas, durante las largas noches solitarias, esos seis o siete taburetes que tan ceremoniosa y cortésmente se reciben la visita? Quizás asomándose uno por el hueco de la cerradura los vería accionar con parsimonia y los oiría hablar de política, o de economía, o de no sé qué cosas graves y abstrusas, porque a mí se me figura que los taburetes, y sobre todo los altos y severos taburetes de vaqueta, deben ser unos señores medio filósofos y medio financieros, que sólo deben hablar de asuntos serios y tremendos, con ese tono doctoral que adoptan los congresistas en las Cámaras.
Puede suceder que el taburete sea el tipo degenerado de una gran especie que vivió en remotas edades o el principio de evolución de una gran especie que vivirá en el porvenir. Quizá se podría formular una teoría en que se probara que el hombre desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que tendría tanto éxito como las que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo.
En todo caso, dentro de la extraña fauna de los muebles, el taburete es el tipo que más se acerca al hombre; el escaparate vendría a ser el mastodonte. Un escaparate da siempre la impresión de que va a rugir con horrísono acento antediluviano; de que va a movilizar de pronto su mole gigantesca, pausada, atropellando los menudos y frágiles objetos del tocador. Todos nos acercamos al escaparate con cierto íntimo pavor, con cierta solemnidad ritual como si esperáramos ver surgir de sus entrañas alguna cosa maravillosa.
El lecho, en cambio, con su enhiesta cornamenta y sus cuatro patas cortas, es un buen buey, un cuadrúpedo dócil y apacible, que rumia en su rincón, indiferente a todo lo que pase encima o debajo de él.
La cómoda, de pequeños cuernos, esbelta y ligera, es un búfalo momificado.
La silla de extensión es un lagarto.
Ahora bien: ¿ese mundo fantástico de los muebles es verdaderamente inerte, como lo pensamos, o se burla de nosotros en nuestra ausencia? Yo no sé; pero a veces, al abrir una pieza, parece que los muebles acabaran de recobrar súbitamente sus posiciones habituales y conservaran aun un leve aire de sobresalto y de encogimiento anhelante, como si hubieran estado haciendo alguna cosa mala, o entregados a una furibunda batahola.
En un momento de esos los sorprendió Maupassant y quisieron vengarse de él para que no revelara su secreto.
El arte de caminar bien
Hay una cosa que el hombre moderno ha olvidado por completo: es el arte de caminar bien.
Porque no puede llamarse caminar bien a lo que hace la mayoría de los ciudadanos en la calle. Eso podrá ser tambaleo, o brinco o arrastre, según los casos; todo, en fin, menos caminar bien.
Hay quienes efectivamente, van por la calle a grandes zancadas como si anduvieran sobre brazas; otros, al contrario, avanzan demasiado despacio, levantando penosamente cada pierna, como si calzaran zapatos de plomo; muchos marchan medio agazapados, adheridos a la pared, hundiéndose en los huecos de las puertas y agarrándose en las esquinas, al volverlas, como si temieran encontrar un abismo al otro lado; en cambio, otros vienen por la mitad de la vía; rápidos y ciegos, haciendo zig-zags, escurriéndose entre la multitud con la cabeza baja y trotando en los trechos despejados, como si los persiguiera un fantasma terrible; de cuando en cuando se encuentra ese bulto negro y redondo, de levita y sombrero de copa, que camina lenta y cadenciosamente, con un grave meno lateral a la manera de los patos gordos; o esa esquelética figura que adelanta a brincos menudos, a imitación de ciertos patos acuáticos; o ese filósofo excesivamente embebido, que va rompiéndose las narices contra todas las cosas. Todo eso y mucho más se ve en la calle; pero lo que no se ve, sino muy rara vez, es el hombre enhiesto y desembarazado que avanza sin demasiada premura y sin demasiada lentitud, con cierta solemne firmeza, con cierta dignidad noble y sencilla. Eso es: ya no se ve el hombre que camina con dignidad.
Indudablemente, en otras épocas no se caminaba como hoy. Yo no puedo creer, por ejemplo, que el Conde de Villamediana caminara como camina el general Ospina, o que los caballeros venecianos entraran al Concejo con ese desgarbo con que nuestros congresistas provincianos entran al Capitolio.
Pero, ¿por qué se ha degenerado de tal manera?¿Por qué se ha perdido el antiguo sentido clásico de la armonía y la elegancia en los movimientos? Ello obedece, sin duda, a causas profundas y múltiples. Podría decirse, en general, que el hombre moderno es más nervioso, más desequilibrado y más urgido que el hombre antiguo; la civilización lo ha enloquecido, haciéndole perder el sentido de la medida y de la proporción, haciéndole perder un poco de conciencia de sí mismo, arrojándolo en el torbellino de las ciudades como la hoja en el huracán.
Pero hay una causa especial y esencial que influye definitivamente en la degeneración del movimiento: es la indumentaria. El traje rígido en la manera de caminar; no camina lo mismo un individuo cuando va de levita que cuando va de americano. En nuestra época las mujeres son las únicas que caminan bien porque son las únicas que visten suntuosamente.
El traje del hombre moderno es demasiado pobre, sencillo; no logra excitarlo, no logra comunicarle esa alegría pujante, esa elasticidad enérgica y suelta que el contacto de las telas preciosas, los olanes, las batistas, las sedas, las púrpuras, infunde a quien las lleva, haciéndolo marchar con firmeza y flexibilidad.
Además, al hombre moderno le falta un atributo esencial: la espada. Todo el que lleva espada va erguido y camina en línea recta; esos trastabilleos y forcimientos y tambaleos y traspiés que se advierten en la mayoría de los transeúntes, pueden explicarse muy bien por la carencia de la espada. Más que ninguna otra cosa, la espada obliga a caminar con dignidad; desde el instante en que se la ciñe, cambia la psicología del individuo: si era tímido se hace audaz, si era vacilante se hace firme, si era hipócrita se hace sincero. La espada lo transforma, le da una mejor idea de sí mismo, acrecienta su valor humano y lo excita a marchar enhiesto y severo, con cierto varonil desembarazo.
Desde que al ciudadano le faltó la espada se hizo un infeliz, un pobre diablo tambaleante y encorvado, perdido en el océano proceloso de las calles, sin timón, sin órgano director expuesto a todos los tropiezos y a todas las caídas y atormentado, en fin, por absurdos temores interiores. Desgraciadamente hoy, aunque las leyes lo permitieran, sería imposible resucitar el uso de la espada; la civilización la eliminaría como ha eliminado la capa. El hombre de hoy debe tener los brazos y las piernas libres de adornos y perifollos, debe estar lo más suelto y liso que sea posible, para poder subir fácilmente a los tranvías y acomodarse en los ascensores y desligarse por entre las multitudes y entrar y salir por las puertas, demasiado angostas para la cantidad de gentes que las transita. Figúrese, por ejemplo, lo difícil y grave que sería pasear por la Quinta Avenida de Nueva York, si cada uno de los quinientos mil individuos que ambulan diariamente por allí llevaran un espadón de metro y medio.
Y como es imposible resucitar la espada, es imposible resucitar también, para los hombres, el lujo suntuoso de otras épocas. El lujo traería desigualdad y el mundo de hoy quiere la igualdad en todo y sobre todo en el traje. Es necesario que el rey vista igual al zapatero, para que el zapatero pueda creerse algo rey.
Pero la mezquindad en el traje relaja al hombre, lo disloca, le hace perder el sentido de la armonía y de la gracia en los ademanes y en los movimientos. Llegará una época febril, industrial y comunistas, en que para andar más rápidamente los pobres hombres locos se arrastren en cuatro pies, por las calles hormigueantes, como los monos.
Y después de todo, eso podría ser lo más natural.
Cromos, N° 301, abril 8, 1992.
La ética del pantalón
Si yo fuera a estudiar algún día detenidamente como el tema lo merece, la psicología y la sociología de las ropas, tendría que dedicar un capítulo especialmente extenso al pantalón. El pantalón es la prenda más rica en personalidad y en humanidad; es la prenda más efusiva y más tierna al mismo tiempo, más llena de calidez vital y de espíritu andante, de posibilidad locomotriz.
¿Nadie ha pensado en que, despertados por una catástrofe, por un terremoto tal vez, todos los pantalones que yacen en los escaparates y los roperos, pueden salir algún día corriendo por la ciudad como una muchedumbre asustada? Un suceso fulminante, de esos que devuelven la palabra a los mudos, sería quizá capaz de vigorizar súbita y definitivamente las piernas enclenques de los pantalones, haciéndolos entrar de lleno en la humanidad ambulante y transeúnte que puebla las calles.
Eso sería un espectáculo conmovedor que haría horrorizar a las señoras. Porque unos pantalones solos y vacíos dan cierta impresión de desnudez inmoral; podría decirse que unos pantalones no están cubiertos, no están “vestidos” sino cuando llevan adentro a su dueño; ese dueño es como la hoja de parra de los pantalones, es lo que los hace pudorosos y castos. Una señora puede ruborizarse mucho más viendo uno pantalones sin hombre que un hombre sin pantalones.
Y esta circunstancia viene a construir una prueba gráfica de la cantidad de humanidad que hay en los pantalones. La moral es una noción que concierne exclusivamente a los hombres; desde que una cosa empieza a ser moral o inmoral es porque se ha humanizado profundamente.
Aparte de esta cuestión puramente ética, hay que notar el influjo soberano que los pantalones han ido adquiriendo sobre el hombre, la suma de personalidad que le han ido quitando en el curso del tiempo. El hombre que provisionalmente se encuentra sin pantalones, es un ser mísero, impotente, tímido, empequeñecido. ¿Cómo pudieron combatir, trabajar, caminar, mandar y obedecer, cómo pudieron, en fin, vivir dignamente con las piernas desnudas los habitantes de las cavernas? Hoy no sabríamos explicarnos bien ese fenómeno remoto; el hombre actual necesita los pantalones, no tanto como un vestido encubridor, sino como un eficaz estimulante espiritual para la acción enérgica. Aun en los momentos de violenta catástrofe, cuando todo acto es instintivo, el hombre experimenta la necesidad sicológica de, antes que todo, ponerse sus pantalones para poder actuar con firmeza. Sólo así, encaramado, digamos, sobre sus pantalones, se siente fuerte y valeroso, se encuentra listo para el ataque o la defensa.
En la vida civilizada y ciudadana de hoy, los pantalones bípedos y andantes, han venido a reemplazar en cierto modo al caballo fiel de los primitivos guerreros nómades. Montado sobre ese indumento extraño, tan lleno de estímulos vitales, tan efusivo y cálido, el hombre actual se siente como un vencedor en marcha, como un radiante dominador de la vida.
Tomado de: Luis Tejada, "Gotas de tinta", Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1977.
Una mirada cotidiana a la guerra y sus estragos, desde la memoria. Traducción de Jose Castellanos.
Traduciendo a Lygia Fagundes Telles: una breve presentación
¿Cómo aparentar estar bien entre tanta miel derramada, sin semillas y sin tierra? ¿Cómo vivir en aquél cementerio donde se posterga a la poesía?
El poeta ante la fosa común es agua verde / sangre de la sequedad / antes habitada por ojos y horizontes
Las efemérides de García Márquez son una buena oportunidad para preguntar cuántos colombianos han leído su obra.
Arenas fue el hombre que saltó al mar del barco con rumbo revolucionario. Su escritura carga la irreversibilidad del erotismo de las realidades caribeñas, manifiesto político de la no pertenencia.