El recuerdo, el duelo y la melancolía en La virgen de los sicarios

Por: Paula Pinzón

Arte por: Ana María Valencia

Tras muchos años de ausencia Fernando regresa a Colombia. Allí encuentra que Sabaneta, el pueblo donde transcurrió su infancia, se ha convertido en un barrio más de Medellín. Sabaneta, el barrio Boston y la finca Santa Anita no representan para Fernando simples lugares geográficos, en ellos guarda sus recuerdos más preciados, pues allí vivió los momentos más felices de su vida. Al regresar se encuentra con un mundo que ya no le pertenece, un universo desgastado, corroído y caótico, que no sabe enfrentar. El silencio y la tranquilidad que los caracterizaba han sido desplazados por los vallenatos, los noticieros, los partidos de fútbol, las balaceras y las telenovelas que se escuchan día y noche en Medellín. Fernando descubre que el paraíso de su niñez ha dejado de existir, lo único que queda de él son recuerdos que se nublan con el paso del tiempo. ¿Cómo afronta Fernando esta pérdida? ¿Cómo asume el derrumbamiento del lugar que le devolvía la paz y serenidad?

Sigmund Freud distingue en su trabajo Duelo y melancolía dos maneras de enfrentar la pérdida de un objeto emocional (persona, patria, libertad, paz, bienestar, etc.) íntimamente ligado al sujeto. La primera de ellas es el duelo, el cual, si bien implica considerables desviaciones de la conducta normal de quien lo experimenta, termina por conseguir la superación de la pérdida. Éste se caracteriza por un estado de ánimo profundamente doloroso, desinterés por el mundo exterior y apartamiento de toda actividad no conectada con la memoria del objeto perdido. La melancolía comparte los síntomas anteriores, a los que suma la disminución del amor propio o empobrecimiento del yo. Esto se debe a que en la melancolía no hay límites precisos entre el sujeto y el objeto perdido, por lo que el sujeto se concibe como parte de lo irremediablemente perdido. 

El rebajamiento que se impone Fernando a sí mismo a lo largo del relato lo inscribe en la segunda forma de enfrentar una pérdida. Freud señala que cuando el sujeto se hunde en la melancolía se ve invadido por la tendencia a denigrar el mundo, a renegar de él. Esto recuerda la manera en que Fernando describe a Medellín y a Colombia: éstos aparecen en su narración como lugares inhabitables en los que triunfa el delito y el caos. Allí, “donde la muerte se volvió una enfermedad contagiosa” (Vallejo, p. 97), sólo hay lugar para el salvajismo y la crueldad. ¿Cómo transitar por “la capital del odio”?, una ciudad devastada donde nada se ha salvado de la brutalidad de la “raza depravada, subhumana, agresiva y fea” (Vallejo, p. 75) que la habita, cuyo pasatiempo favorito se reduce a escuchar el conteo de muertos que aumenta cada día. Para Fernando todo está irremediablemente perdido y en ese infierno terrestre no existe escapatoria alguna.

El desagrado que experimenta Fernando supera los límites nacionales, no sólo se siente desencantado por Medellín y Colombia, sino que la vida no representa para él ningún tipo de aliciente. Concibe la existencia como una condena impuesta, un suplicio que no vale la pena prolongar. Ni su vida ni la del resto de la población, que pertenece a “una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera y ladrona” (Vallejo, p. 31), posee valor alguno. Su sentir recuerda otro de los señalamientos de Freud al referirse al sujeto que se ha sumergido en la melancolía: el incremento del thanatos (pulsión de muerte y agresión) y el debilitamiento del eros (pulsión de vida) el cual, en algunos casos, desaparece por completo. Este síntoma explica el comportamiento de Fernando, su inconformidad con la realidad que vive lo lleva a comprender la muerte como el descanso del ajetreo y los sinsabores de la existencia, así como la forma de "corregir" a esa raza despiadada con la que convive. Así llega a concluir que “su señora Muerte es la que Medellín necesita” (Vallejo, p. 65) y que Alexis es el Ángel Exterminador que descendió para terminar con su estirpe. El triunfo del thanatos en Fernando es tal que termina por presenciar más de doscientas muertes, las cuales celebra abiertamente, afirmando que aquellos homicidios fueron la cura definitiva “del mal de la existencia que aquí a tantos aqueja” (Vallejo, p. 64).

La disminución del amor propio o el empobrecimiento del yo característicos de la melancolía se expresan en Fernando a través de los repetitivos reproches y acusaciones que se hace a sí mismo. Se describe como un hombre sin remedio al que, por todo lo vivido, se le ha dañado el corazón. La decepción que siente consigo mismo se expresa con dureza en los dos intentos que emprende por quitarse la vida. Fernando se reconoce como “un alma partida en pedazos”, es tal su dolor, que acude a un ícono en el que no cree, y desesperado suplica: “Virgencita niña de Sabaneta, ayúdame a que vuelva a ser el que fui de niño, uno solo. Ayúdame a juntar las tablas del naufragio” (Vallejo, p. 36).

Las visitas a la iglesia en busca de paz y los rezos inútiles de Fernando develan su posición frente a la existencia: él ha elegido, desde hace tiempo, no hacerse cargo de sí mismo ni responsabilizarse por la realidad en la que vive. Así, se entiende como un sujeto pasivo y ahistórico que no tiene ninguna posibilidad de afectar el entorno en el que se desenvuelve. Al afirmar que “este libro mío yo no lo escribí, ya estaba escrito: simplemente lo he ido cumpliendo página por página sin decidir” (Vallejo, p. 19), se niega por completo a tomar las riendas de su existencia. Coherente con lo anterior, la concepción de historia que prima en la narración es cíclica: en ella, una serie de sucesos se repiten sin posibilidad de escape. Para Fernando, la situación que vive Colombia es eterna: “cambia pero sigue igual, son nuevas caras de un viejo desastre” (Vallejo, p. 13), él mismo sentencia que el conflicto no tendrá final: “Colombia derramará sangre, ahora y siempre por los siglos de los siglos amén” (Vallejo, p. 8).

 

 

Freud señala que en el duelo opera una separación entre el sujeto y el objeto perdido. A lo largo de la narración Fernando se empeña por mostrarse indiferente al objeto que él considera perdido: su patria. Señala que “Colombia se les desbarajustó a ellos” (Vallejo, p. 8), pues él ya no estaba allí. Sin embargo, estos esfuerzos son vanos, en múltiples apartes reconoce que la situación de su país de origen no le es indiferente. Así, él mismo termina preguntándose: “¿pero por qué me preocupa a mí Colombia si ya no es mía, es ajena?” (Vallejo, p. 9).

La amalgama entre el sujeto (Fernando) y el objeto perdido (Colombia) es evidente. Justamente esta imposibilidad de diferenciarse del objeto ausente es la que no permite a Fernando superar el dolor y la desesperación en los que se ha sumergido, ni reunir de nuevo las dispersas partes de su alma. Pero Colombia no es la única pérdida que Fernando incorpora a su ser. La narración avanza y su carga se hace cada vez más pesada, al final de su relato, arrastra consigo el dolor de la muerte de Alexis y de Wílmar. Cada pérdida en la que posterga el proceso de duelo se vacía un poco más de sí mismo, se empobrece como sujeto. Así, la melancolía se convierte para Fernando en un proceso eterno que no le permite escapar de la angustia y el sufrimiento. Pero, ¿qué es lo que no permite que Fernando encuentre una salida a la melancolía en que se encuentra sumergido?

Fernando se reconoce a sí mismo como un hombre que elige “olvidar todos los agravios por pereza de recordar” (Vallejo, p. 14), sin embargo, vive en una realidad que no se desprende del pasado, sino que constantemente lo vincula con el presente. La nostalgia lo acompaña todo el tiempo: Fernando evoca el pasado recordándolo como aquel tiempo en el que “parpadeaban las estrellas incrédulas: no podían creer lo que veían, que aquí abajo, pudiera haber tanta felicidad” (Vallejo, p. 16). El recuerdo de ese tiempo idílico actúa en Fernando de manera doble y contradictoria, por una parte, lo tranquiliza y hace que el resentimiento que lo habita cese por un instante; así, en medio de una de sus enardecidas reflexiones, pasa por Bombay, “el lugar más mágico del mundo” y, de inmediato “la nostalgia de lo pasado, de lo vivido, de lo soñado” (Vallejo, p. 113) le suaviza el ceño. Pero, por otra parte, el recuerdo de aquel lapso ideal, es el que no le permite resignificar las múltiples experiencias dolorosas que ha vivido y salir de aquel estado continuo de intranquilidad y aflicción. Fernando utiliza el pasado como refugio para rehusarse a enfrentar el presente. La morada que le proporciona el recuerdo no le permite emprender el proceso de duelo que requiere para retomar las riendas de su vida.

Fernando critica constantemente la realidad en la que vive y señala como máximo culpable al Estado, el cual “en Colombia es el primer delincuente” (Vallejo 98), sin embargo, permanece en la lógica que éste propone. La melancolía en la que Fernando decide sumergirse resulta sumamente conveniente para el estado, pues mantiene a quien la experimenta en un profundo estado de adormecimiento e inactividad que lo inhabilita para emprender cualquier transformación de la realidad.

Fernando se niega conscientemente al proceso de duelo, el cual, tras pasar por el terrible dolor de delinear las pérdidas haciéndolas comprensibles, lograría situarlas en un campo simbólico sanador: permitiendo al sujeto posicionarse activamente frente al mundo, transformando las condiciones que vive en el presente. El duelo aparece entonces como el lugar de resistencia a las mecánicas que Fernando no cesa de criticar, sin embargo, él elige, en la práctica, alienarse a ellas, contribuyendo a que se perpetúen sin dificultad.


Referencias

Avelar, Idelber (1999). “La escritura del duelo y la promesa de restitución”. En: Alegorías de la derrota: la ficción posdictatorial y el trabajo de duelo.

Freud, Sigmund (1917). Duelo y melancolía.

Vallejo, Fernando (1994). La virgen de los sicarios. Bogotá: Editorial Alfaguara.