
"Los estratos" es una novela sobre la salud como negociación ¿Cuál es la enfermedad? ¿Qué debería negociar?

Preliminar
Hallar, al fin, la costosa edición con toda la poesía publicada por Anna Ajmátova. Pero gracias al descuido dejarla olvidada sobre un sillón en cierta casa donde nadie acostumbra leer libros. Habrá oportunidad de tener otra vez entre las manos el volumen, y sobre todo leerlo entre pausas, estupores, consuelos. Mientras llega la hora de regresar a esa palabra brumosa, a su silencio, es momento de pensar en la poesía ahora que no está dentro de ese libro.
A1. Aviso.
Detenerse en el centro de la ciudad. Junto a un gran almacén, el diminuto local que cierra sus puertas debido a la escasa afluencia de compradores. El administrador ha puesto ese inmenso cartel sobre la vitrina opaca: Realización total de la existencia.
Once sílabas según la métrica clásica. Un verso. Además de su sonido, la verdad que viene con el canto es irrefutable, casi oprobiosa. Si aquí se realiza la aventura humana, si es en este punto donde alcanza cenit, es aquí también donde comienza el ocaso, quizás el apocalipsis. Brillo con mayor incandescencia: preludio del fin. Se comprende mejor aquella tesis leída tal vez en Gibbon o en Spengler según la cual el máximo esplendor de un imperio o de una civilización es señal de que pronto va a extinguirse.
B1. Demente.
Oír con atención no acostumbrada a un loco del parque. “Gracias, gracias mundo” dice entre pausas para toser y refunfuñar insultos mientras observa, los dedos y mejillas negruzcos, desconfiado, el paso de transeúntes, automóviles. “Gracias. Gracias, mundo. Estoy a tus órdenes… uno representa a Dios. Uno lo representa a Él”.
Saber que ha proferido esa última palabra valiéndose de una letra mayúscula en el decir. Saberlo pero no lograr demostrarlo.
“A Dios le toca llorar por uno. Hágame el favor de despertarse…” Parece dirigiéndose al amigo de la infancia, salvo porque solo observa a las nubes, a los cables y puntas de los edificios. Entender ahí lo que está tratando de explicar desde el día inicial, desde su día primigenio, y evocar la fascinación política despertada por las palabras de los orates en alguien como Michel Foucault: un discurso paralelo al oficial. Cuando ya no viene a cuento recordar estos asuntos, las puntadas finales de aquel individuo en la banca del parque.
“Dios: hágase el favor de aparecerse porque me voy, y entonces ¿quién, dígame quién se va a acordar de usted?”
Y baja la cabeza para determinar a las personas que lo están mirando.
C1. Ancianos.
El abuelo que parece dormido, la quijada sobre el pecho, pero lee atento y silabeante una oración a San Antonio de Padua, patrono de las causas imposibles.
Una dama ajada, ochenta o noventa años de edad, con la cabeza vuelta a la derecha, el tronco recto. Quizás atenta a sus nietos que corretean por un prado, y sin embargo con los párpados entrecerrados, dormida, plácida, olvidada por todas sus ilusiones.
D1. Rumor.
En el interior del autobús oír cómo un muchacho le narra cierto chisme complejo a una señora que bien podría ser su tía o su madre. Repite pormenores, la esquina del bar, los insultos usados por quienes están involucrados en la trama. La señora parece no entender ese relato pleno de digresiones y cortes violentos en la voz, por eso asiente con la cabeza varias veces y mira a la ventana. El mensajero de las noticias truncas vuelve a iniciar su narración y la complementa con gemidos y otras onomatopeyas.
Cuando más incomprensible se torna el relato, más cercano se hace al canto.
E1. Mensaje de salvación.
Atravesar una calle familiar y enfrentar la predicación del pastor adventista. La exégesis del texto bíblico, retorcida, cabalga sobre una planicie de aceptaciones y manos en alto. El versículo más breve de la Biblia, excusa para llamar a la unión y pensar en el paraíso. Ahora sufrimos pero no habrá desdicha, no habrá dolor ni llanto en la vida eterna.
El soborno del cielo, lo denominó George Bernard Shaw.
Que tres vocablos despidan marejadas de comentarios y exclamaciones piadosas. Que tres palabras puedan conmover a miles de esperanzados y solitarios feligreses.
Y Jesús lloró.
E2. Wittgenstein.
Recordar —sin abrir el libro— una comparación de Ludwig Wittgenstein en sus aforismos. La filosofía, o lo que puede ser lo mismo: la literatura, la danza, los encuentros negados, postergados, quizá la poesía, es una carrera en la que gana quien llega de último.
Al igual que en sus textos más conocidos, el austriaco solía redactar reflexiones sobre largos cuadernos de contabilista. Su disipado, su vago balance diario. Sus modestos cálculos de riesgos y probabilidades. En ocasiones resulta sencillo comprender por qué decidió abandonar la enseñanza universitaria para dedicarse a la jardinería. En otras ocasiones, no.
E3. Sabiduría.
Paul Valéry. “La metafísica: respuesta sabia a problemas ingenuos” (Cuadernos, 257).
Cuántos poemas se quedaron a medio camino por ser aforismos.
E4. Noticias.
Una suerte de relación, o de capacidad para establecer relaciones, entre pleonasmos y tautologías menos elaborados por el azar que por el afán de viejos periodistas. Se autosuicidó él mismo por su propia mano, sin ayuda de nadie pudo haber rezado aquel antiguo titular de diario provinciano. Y las informaciones: Heridos de muerte y asesinados, por ejemplo. Fueron los afanosos jefes de redacción quienes cumplieron el mandato lanzado por las vanguardias a principios del siglo XX. Juntaron, sin proponérselo, al paraguas para escribir y a la máquina impermeable sobre la mesa de disección.
E5. Cartel.
Si está acompañado de una frase o de un lema, el afiche escatima a la poesía. Las letras lucharán con las ilustraciones por ganar la simpatía de quien los observa. Y, como en esas peleas a golpes de los vecinos o de los mejores amigos, cuando los ánimos han escalado el óptimo punto de hervor, ningún contendor podrá sentirse digno de victoria.
El diáfano rostro de la enfermera que posa su dedo índice sobre los labios, mientras abre con muda elocuencia sus ojos haciendo un llamado al silencio. Aunque el pasillo del hospital se colme de algarabía y ruidos.
La barra negra que parte en dos a un caminante presuroso, negro también; el fondo blanco de la escena, cubierto por una circunferencia roja. Solo habitantes inocentes de esta ciudad encuentran en ese pavoroso espectáculo una señal de tránsito.
D5. Precio.
La agrupación de grunge se llamaba Wax. Dos grabaciones discográficas. Ninguna canción memorable. Pasó por la historia de la música con vida de insecto. Excepto porque propició la filmación de un breve videoclip, dirigido por Spike Jonze, en el cual cierto trabajador presuroso se incendia mientras corre a la estación de autobuses entre la alegre indiferencia de quienes lo ven. No es insólito que deban erigirse bandas musicales, propuestas estéticas ambiciosas y hasta oportunidades para jóvenes realizadores cinematográficos, con el solo propósito de permitir la pervivencia de un ala de mosca, de un insignificante palo de cerilla. Inmensos sacrificios, inclusive un mundo entero según dijo Guillermo Valencia, para pulir un verso.
C5. Vídeo – Blog.
Donde menos se la busca, donde menos se la piensa, está la poesía. ¿Quién lo dijo? ¿Vasko Popa? ¿Wislawa Szymborska? ¿Es un apotegma que se repite de una a otra generación con el pasaporte de no poseer autoría? Nadie lo sabe.
La sentencia surge de nuevo cuando por accidente se cotejan los avatares, pasos falsos e instantes muertos de cierto grupo conformado por estrellas pop. Esa especie de diario filmado en su página electrónica, pletórico de dudas, devaneos adolescentes y sonrisas forzadas. La historia auténtica del ser humano en unas cuantas tomas para complacer fanáticos. Es inevitable la evocación de esos rituales iniciáticos en las novelas llamadas “de Formación” del siglo XIX. O el viaje en el Transiberiano realizado por un joven casi niño Blaise Cendrars. Donde menos se los busca. Donde menos se los piensa.
B5. Una mano, un brazo.
En Tesis, la ópera prima del director de cine Alejandro Amenábar, hay una escena donde está comprimida sin ambages casi toda la poesía de este efímero planeta.
La protagonista alarga su brazo y su mano de leves dedos hacia la cabeza de un hombre sobre el que ha puesto, a un tiempo, sus dudas, miedos, cariño y animadversión. Se supone que va a acariciarlo, solo a tocarlo. Cuando ya la palma de la mano abierta de la mujer está casi rozando al otro, la retira abruptamente.
Todo esto sucede en la más adecuada penumbra.
A5. Declaración de principios.
La maestra que lee en voz alta El corazón de las tinieblas, El guardián entre el centeno y cita La máscara de la muerte roja para sus alumnos, es expulsada del colegio donde intenta contagiar de literatura a quien se cruce por su camino. No asigna calificaciones numéricas, invita a la rebeldía, a la mayoría de edad y a pensar sin amo.
Antes de irse para siempre le confiesa a uno de sus estudiantes un programa pedagógico que evita la instrucción literaria formal:
—No vale la pena —dice.
—¿No lo vale? —replica el joven, desconcertado.
—No vale la pena. Sé que lo entiendes.
Esta ficción ocurre en uno de los cientos de episodios que se grabaron para la serie televisiva norteamericana The Wonder Years. El hecho de que no forme parte de discusiones en torno al canon educativo de la literatura, o de que esté en los márgenes lejanos del debate acerca de poéticas e importancia del arte literario dentro de la sociedad, no le quita ni un ápice de valor a esas palabras. Por el contrario, las reafirma y legitima.
A4. It’s just another song.
No solo en las letras —donde se esperaría siempre la emboscada de la poesía escrita— aunque tampoco exclusivamente en las melodías —donde la poesía es pulsión y cierto desplazarse de cuerdas o teclas en el tiempo— subsiste la atmósfera poética en la canción.
Se ha auscultado poco en los vínculos necesarios establecidos entre palabras y sonoridades. Cuando se hermanan, en imparable e inobjetable incesto, los resultados pueden transformarse en un fenómeno que, a falta de mejores palabras, se llamaría ‘lo poético’. Así, por ejemplo, esa versión del grupo Duncan Dhu de la canción Slowly compuesta por Luis Eduardo Aute: la invitación a bailar de un hombre a una mujer comprometida se trueca, hacia el final de la interpretación, en una conjunción de arpegios guitarrísticos y tarareos del vocalista que remiten con sus cadencias al baile aunque también lo traducen, lo provocan. En el oído, gracias a esa mezcla de voces e instrumentos, se edifica una danza real, comprobable.
A3.Costuras. Márgenes.
Mejillas abombadas de Dizzy Gillespie. Ojos desorbitados del guitarrista de AC/DC. Rictus marcial en el semblante de Herbert von Karajan. Mechones amarillos, extendidos sobre las mejillas, de Kurt Cobain. Brazos tensos, piernas rígidas de Brian Johnson. Mano izquierda, como un blasón, que raspa y lija el aire, en las intervenciones vocales de María Callas.
Nuestra época ha experimentado el privilegio de atesorar los gestos, resuellos, manías y maneras de sus músicos.
Ademanes que son, de contera, la música.
A2. El prólogo, el excurso y el epílogo.
Las frases de los músicos antes, después o entre sus ejecuciones son repetidas como mantras o como plegarias profanas por quienes los escuchan devotos. El crítico de jazz Carlos Flórez Sierra atribuía a estas expresiones verbales buena parte del lazo indestructible que une al artista con sus públicos.
Cuando termina "Puente", Gustavo Cerati dice: “Hay un guion, ¿eh?” ironizando acerca del orden en que está configurado su recital.
El cantante Cheo Feliciano hizo célebre una máxima que lejos de la música se parece más a un grito de guerra oriental, “Se soltaron los caballos”.
Estas palabras son de modo soterrado los basamentos poéticos, desde el lenguaje, de las composiciones musicales. Solo en ese orden subterráneo puede asumirse la contestación brindada a la multitud por el cantante de La Unión al oír cómo los fieles se adelantan a los primeros compases del tema musical: “¿Por qué no hacéis un grupo?”
Se piensa en una paráfrasis de Antonio Machado: cuento pero canto es la poesía.
B2. Instantáneas.
Toda colección de fotografías es un libro de poemas.
C2. Casualidad.
Un relato narrado por Óscar Muñoz en Archivo por contacto. Al recopilar el archivo completo de las fotografías callejeras del puente Ortiz en Cali, transeúntes retratados mientras recorrían la ciudad, el paciente compilador halló un par de instantáneas tomadas por dos personas distintas en el mismo sitio, al mismo tiempo, sin ponerse de acuerdo para hacerlo. La historia compone también sus tercetos y cuartetas, solo que necesita un ojo compasivo que las exhume.
D2. Retratos sumarios.
Pasar por la biblioteca pública y ver, sin afán, la pared donde se halla el aviso "Deudores Morosos".
Pidieron, buscaron, llevaron libros pero nunca los devolvieron.
Aparte de imaginar qué destino tuvieron esos volúmenes hurtados, su extravío entre las ventas callejeras o los anaqueles oscuros de casas suburbiales, están esas fotografías de los deudores. Carnets, cédulas de ciudadanía, tarjetas de identidad y hasta pasaportes abandonados por los lectores que nunca entregaron los libros.
En Infancia de Berlín hacia 1900, Walter Benjamin evoca su época como niño coleccionista. El oficio consistía no solo en reunir láminas o recortes sino en darles una jerarquía, un orden (secreto, las más de las veces) dentro de cuadernos y libretas que él mismo disponía con unción sobre un pupitre adecuado por su padre para estas tareas infantiles.
La secuencia de rostros y de documentos de identificación disímiles, del mismo modo que en Benjamin —o repitiéndolo— son la antología de unas obsesiones: sea por apropiarse del pequeño mundo conocido, sea por ejercer propiedad sobre objetos de lectura ajenos.
Las cicatrices de los hechos pueden constatarse al repasar los cuadernos del infante Benjamin, los rostros fotografiados de los lectores malévolos.
D3. Historieta.
Secuencial o no, es decir, siguiendo la misma filosofía de un cartón pintado por Charles Schulz, o de la anónima Tragicomedia en varios cuadros del Almanaque Brístol, la actividad humana —con palabras, acciones, eventos— al ser dibujada recompone sus características y se poetiza. Porque es fijada, y difuminada con otros ritmos si se quiere más elásticos o más tensos. “La naturaleza imita al arte” dijo sardónico y lúcido Óscar Wilde. Mientras más cercanas a los cómics, a las tiras cómicas, nuestras vidas son más poéticas pues establecen una dialéctica entre las rutinas y las epifanías cotidianas. Es, además, un recurso inevitable: debido a la uniformidad y homogeneidad en las secuencias y giros de la existencia, no es raro hallarnos soportando o sorteando anécdotas dentro de unos pocos cuadros simultáneos que parecieran dibujados.
D4. Trazos.
Los dibujos que hacían sobre notas o pedazos de papel quienes hablaban por teléfono fijo hace algunas décadas. Círculos entre círculos. Minúsculos espirales. Líneas quebradas.
Signos destinados al porvenir, y sin embargo incomprensibles.
C4. Pregunta – Respuesta.
La entrevista es una forma teatral. Y el teatro, con virtud o sin ella, es una manifestación poética. Porque es un juego, macabro, ceremonial u obligatorio pero juego.
“—¿Qué hubiera querido ser?
—Ahora no sabría elegir.
—¿Y antes?
—Antes elegía lo más importante.
—¿Qué le parecía lo más importante?
—Lo que ahora me parece lo menos importante. Comenzaba sabiendo mucho y terminaba no sabiendo nada”.
El fragmento de la entrevista al escritor argentino Antonio Porchia es la prueba de que si se extinguiera la poesía como materia escrita, resurgiría en forma de diálogo ocasional o en cualquier otra forma frágil. Porque reaviva el ensueño, que es palabra e imaginación.
B4. Nuevos trajes.
Una adaptación dramatúrgica osada registra el deseo de mostrar lo imposible.
Robert Wilson lleva a escena los sonetos de Shakespeare, concebidos para ser leídos en silencio, casi en una feroz intimidad personal. Este viaje de lo leído a lo actuado provoca no solo una ampliación de los mecanismos para abordar el texto poético sino de los componentes mismos del poema.
¿Cuándo una adaptación escénica de la guía telefónica o de una lista electoral?
B3. Un recuerdo de Juan Camilo Jaramillo. Y Borges.
Antes de tocar a la puerta para solicitar el libro con la poesía completa de Anna Ajmátova, recibir la invasión de una remembranza ajena. Y pensar, otra vez, como si no hubiera sido ya demasiado, en Jorge Luis Borges.
Alguna vez Juan contó cómo su padre, temeroso y triste, lo esperaba en la sala de su casa, con la luz apagada, altas horas de la noche o de la madrugada, tomando a sorbos un vaso de whisky tras otro, oyendo a Harry Belafonte. Le bastaba oír el girar de la llave en la cerradura y los pasos de su hijo para suspirar, levantarse de la silla e irse a dormir. Nunca hablaron de este episodio, que solía repetirse cada viernes, cada sábado.
Aquí se podría citar a Borges (toda especulación literaria es un intento de controversia con el autor de El Aleph). Aquella afirmación, sinuosa como todas las suyas, según la cual soñar exige condiciones.
Pero no.
Baste decir que la poesía siempre nos aguarda con el mismo temor, la misma ansiedad del padre de Juan. Y que esa es una de sus condiciones.
C3. Kaufman. Poesía.
Como Dios, como la condición humana y como la lentitud de las filas para pagar tributos en algunas entidades bancarias, la poesía es indefinible. Quienes han intentado acercarse a una definición casi siempre se estrellan entre chispas y destrozos con lo vital, con la vida misma, que es irreductible a límites. Dos poetas, cada uno tan honesto como el otro, desde sus tinglados de premio Nobel y leyenda viviente o de indigencia, pobreza infinita y pierna amputada, Saint-John Perse y Darío Lemos, ofrecieron sendas definiciones de lo que puede ser, quizás, la poesía. “Un modo de vida, y de vida integral” dijo aquél, “La poesía es la vida, lo demás son papelitos” dijo éste.
Por su carácter inasible, en ocasiones resulta más conveniente ir por los callejones de la poesía tratando de inmiscuirla en todas las circunstancias humanas. No reduciéndola sino abriéndole sendero, siempre controvirtiendo sus estratagemas. Como si fuera esa forma nueva de la que habló Susan Sontag, una manera de arte que juntara sin distingos a todas las demás.
Antes de leer las páginas del libro de Anna Ajmátova, de pasar las yemas de los dedos sobre su papel duro pero radiante, con los ojos sobre la hoja blanca que antecede al título, vuelve a la memoria Andy Kaufman.
¿Puede un cómico de televisión representar a la poesía? Uno de los espectáculos de Kaufman era la lectura aburrida y macilenta de El gran Gatsby sirviéndose de toda suerte de muecas y carantoñas. Los públicos se molestaban porque no les parecía divertido lo que veían. Y sin embargo, como si Kaufman hubiera entendido que el arte de la palabra tenía que decepcionar para dejar ver otros modos de expresión, más sutiles, más imprevisibles, continuaba proclamando en voz alta los párrafos de Scott Fitzgerald como nadie tal vez los haya leído ni los vuelva a leer jamás. Hacía poesía. Sin saberlo, hacía a la poesía.
Porque la poesía es algo que se presiente, aunque nos salga al paso evidente siempre, es algo inconmensurable que nos abarca y asfixia, aunque nadie hasta ahora la haya visto.
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