Después de las lanzas partidas y los fuegos artificiales, ponderemos los resultados. ¿Qué resta de la reciente discusión entre Mario Jursich, director de la revista El Malpensante, y Sebastián Pineda, crítico literario colaborador de esta revista? Algunas posturas difíciles. Por un lado, Pineda, que confiesa no haber leído los libros mimados por la publicidad y la crítica, pero señala que en su confesión arde una crítica. Esta, según puede colegirse, consiste en dos elementos solidarios: primero, es legítimo sospechar de las ferias, las editoriales, los premios y los incontables afiches que ostentan la portada de una novela, ya que siempre se pueden encontrar nuevos frutos en otros jardines; segundo, para juzgar la salud de una literatura no basta con fijar la vista en el estante de las novelas e ignorar, sin más, la crónica, el ensayo, la crítica literaria y (decimos aquí) la poesía. Por otro lado, Jursich sostiene que en el campo de la crítica literaria existe un mandato evidente y de necesario cumplimiento: no se habla de un libro sin haberlo leído antes. Para decir más, se espera que los juicios proferidos no se reduzcan a expresar el gusto, que no es terreno sólido para cimentar una discusión, sino que ofrezcan razones que den cuenta de él. En plata blanca tenemos que, para el primero, el placentero ejercicio del gusto, la radiante expresión de las afinidades, no pueden estar estrictamente moldeados por los linderos establecidos por los medios de mayor alcance, pues la búsqueda del valor no puede estancarse en la admiración de lo ya consagrado. Para el segundo, es claro que la falta de justificación basta para descalificar a un crítico, toda vez que el mero hallazgo no es suficiente: es necesaria la explicación y el contraste. Pineda deja de lado novelas, el prestigio de premios y editoriales, los consejos de la crítica, y se interesa por aquello que se rezaga en los mecanismos de difusión de la literatura. Jursich, que desconfía de este tipo de excursiones, exige argumentos que mantengan las discusiones por encima del cenagal de la opinión soltada al desgaire. En conclusión, ambos, a su manera, sospechan de la crítica.

Nosotros, sin embargo, recomendamos escepticismo, pues en el corazón de esta discusión palpita un hábil error. Vamos a ver. Si somos consecuentes con los términos establecidos en las anteriores vueltas y revueltas, podemos decir tranquilamente que nadie osaría, partiendo de las palabras de Pineda o de Jursich, afirmar: “Constaín es un buen novelista” o “Cárdenas es un mal novelista”. Sin embargo, partiendo de la misma discusión, sí parece posible afirmar “Pineda es un mal crítico” o “Jursich es un buen editorialista”. Esto pasa porque la discusión pone en tela de juicio no a la literatura, sino a la crítica misma. Ahora bien, lo realmente interesante no es que esto suceda, sino cómo sucede. Imagínese un santuario, y en ese santuario a las obras canónicas. Es como si este trance nos mostrara que, al ser desacralizadas, irrespetadas o ignoradas, estas se defienden con todo el rigor de su lustro, cuidadosamente formado por los premios y el beneplácito del público o la crítica. En consecuencia, el autor del exabrupto es rebajado en este caso a “inverosímil periodista de cultura” y su postura, correcta o incorrecta, fundada o infundada, es ridiculizada y rechazada. Por último, además de unos cuantos anatemas, se le dirige la siguiente pregunta: “¿Cómo podemos creerle que quiere renovar el canon si apenas ahora está poniéndose al día con la producción literaria de la última década?”. Pero, y en esto consiste el hábil error: ¿canon? ¿Los libros de Constaín, Cárdenas, Silva Romero y Vásquez?

A primera vista, parece que el canon de la literatura colombiana está firmemente establecido, pero ¿quién ha podido? Los autores canónicos, los que sobrevivirán al fuego del tiempo, solo son, lamentamos la tautología, los que sobrevivan al fuego del tiempo. Por lo tanto, difícilmente se pueden juntar las palabras “canon” y “producción literaria de la última década”. De todas maneras, si no son obras canónicas, ¿cómo explicar el ímpetu crítico del "Iceberg"? Digamos que, además de castigar lo que quizás puede considerarse un mal paso de Pineda, lo que nos llama la atención de este ácido escrito es que aprovecha un interesante espejismo: autores que hasta ahora se asoman al proceso de canonización son presentados como autores canónicos. Ahora bien, haciendo una excepción con El olvido que seremos, pasados diez o veinte años de la publicación de una novela el único criterio disponible para su canonización es, además del valor de la obra, la idoneidad de los responsables de su consagración. Por eso la sospecha se cierne sobre la crítica, porque lo que se defiende en este "Iceberg" es la legitimidad de uno de los mecanismos de canonización y no el objeto mismo de este proceso, la literatura, que se da por establecida. Tal parece que las novelas (no los poemarios o los libros de ensayo) han ganado los premios, han sido comentadas y bien recibidas. Pues bien, a esto respondemos que, justas o injustas, las impugnaciones son necesarias. Cárdenas, Constaín, Silva Romero y Vásquez son apreciados, afamados o, por lo menos, (y tómese lo siguiente con mucha cautela) exitosos, pero no canónicos. Aunque su victoria presente sea indudable, la transposición de esta al futuro no es más que una ficción. La discusión, entonces, no está cerrada. Ni los premios, ni el favor del público o la crítica pueden ofrecer garantías, apenas pueden crear las condiciones. La historia lamentable de Wilfrid Ewart, campeón de premios rápidamente olvidado, expuesta por Hugo Chaparro Valderrama en el artículo titulado "Gana un concurso y recuerda, eres mortal", debe mantenerse en un lugar visible, pues demuestra que si hay algo veleidoso y frágil ante el paso del tiempo no es el gusto, ni tampoco las razones, sino el recuerdo.

El presente de la crítica solo interesa si es visto a la luz del futuro de la literatura, pero este futuro, como es de esperarse, es indeterminado. Por lo mismo, los términos de la discusión deben mantenerse abiertos, so pena de replicar la actitud ante la lengua que censuraba Borges en El idioma de los argentinos. Su argumento contra la cerrazón era, en síntesis, el siguiente: “afirmar una ya conseguida plenitud del habla española, es ilógico y es inmoral”. Ilógico, pues implica una madurez poética o filosófica que, desde luego, no ha sido conquistada. Inmoral, “en cuanto abandona al ayer, la más íntima posesión de todos nosotros: el porvenir, el gran pasado mañana argentino”. Entonces, o se da una descripción falsa del estado actual o se frustran los caminos posibles. Al final tenemos que, a pesar de las partes interesadas en el proceso de canonización de las obras, en este banquete nada puede darse por bien servido. Es más, el hecho de que la sugerencia de plenitud sea posible contradice de entrada la aparente escualidez de la crítica literaria; idea fantasma que, dicho sea de paso, va y viene, aparece aquí en las cartas enviadas por los lectores de la revista Mito o allá en las páginas de atentos contemporáneos. Bueno, y si esto no se da, ¿qué es lo que vemos entonces? Convidados, de carne o de piedra, satisfechos o insatisfechos, porciones magras y saludables, otras bastante grasosas: un panorama que no es tan pobre.

Ahora bien, por jugar, hagamos de cuenta que la crítica no solo es escuálida, sino que, más aún, ha muerto. ¿Qué haríamos con el cadáver? Atender a las palabras de Huidobro sería lo primero, pues en una de sus cartas enseña a Juan Larrea una forma de reaccionar ante este misterio: “Queremos resucitar el cadáver sublime en vez de engendrar un nuevo ser que venga a ocupar su sitio. Todo lo que hacemos es ponerle cascabeles al cadáver, amarrarle cintitas de colores, proyectarle diferentes luces a ver si da apariencias de vida y hace ruidos.” La crítica muere por falta de alimentos y la literatura no solo muere, sino que mata de hambre. Pues bien, si en un silencio profundo termina lo escuálido del panorama, tendríamos, pobres de nosotros, que mantener la compostura y evitar asediar el cadáver con pantomimas y revivificaciones tiernas e inútiles. Nos veríamos obligados a asumir, no sin algo de ingenuidad, una fertilidad imperativa en donde unos conciben, otros comentan partos, otros dan a luz, otros preparan los nacimientos y todos cuidan de la generación. Lamentando a la larga la lividez de la muerta, extrañando su experiencia, pero celebrando la vida y la rudeza de la jornada, haríamos de amantes improvisados. Agricultores, por decir algo, que mezclan la semilla con el viento y de pura terquedad les crecen tormentas, junto a buenas naranjas y a manzanas relucientes. Precoces pianistas que desobedecen a los doce años a la señora anciana, ángeles que apenas conmueven a sus creyentes, caudillos despojados del trofeo del convencimiento. Improvisados, en todo caso, creadores. Hombres que, a pesar de la desgracia, despiertan canos al otro día y descubren que el dolor de la pérdida les ha hecho olvidar el libreto. Se duelen, se distraen y luego, sin más, se entregan a la nueva tarea.

Lector, la revista Sombralarga solicita de Ud., en caso de discrepancia con nuestra actitud, su más resuelta hostilidad.