
Selección de poemas del autor colombiano Aurelio Arturo.

Traductora: Zyanya Ponce*
Anocheció y hace frío. “Merde! voilà l’hiver” es el verso que según Jenofonte correspondería decir ahora. Aprendí con él que las groserías en boca de mujer son como babosas en corola de rosas. Soy mujer, por lo tanto, sólo puedo decir groserías en lengua extranjera; si es posible, como parte de un poema. Entonces la gente a mi alrededor podrá ver cómo soy auténtica y al mismo tiempo erudita. Una puta erudita, tan erudita que si quisiera podría decir las peores bajezas en griego antiguo. Jenofonte sabe griego antiguo. Y la babosa quedaría irreconocible como le corresponde a una babosa en una corola de cuarenta y cuatro años. Dios, cuarenta y cuatro años y cinco meses. Fue rápido, ¿no? Rápido. Seis años más y tendré medio siglo, he pensado mucho en ello y siento el propio frío secular que viene de la duela y se cuela por el tapete. Mi tapete es persa, todos mis tapetes son persas, pero no sé lo que hacen esos bastardos que no impiden que el frío se instale en la sala. Hacía menos frío en nuestro cuarto, con las paredes tapizadas de estopa y el tapetito de yute en el suelo; él mismo tapizó las paredes y colgó retratos de antepasados y grabados de la Virgen de Fra Angélico, le apasionaba Fra Angélico.
¿Dónde ahora? ¿Dónde? Podría mandar prender la chimenea pero eché al camarero, a la sirvienta, al cocinero –los eché uno a uno, me entró una desesperación y mandé a volar a toda la chusma, ¡a la calle, a la calle! Me quedé sola. Hay leña en algún lugar de la casa pero no se trata de sólo encender el cerillo y mover la leña como en el cine, el japonés se quedaba ahí por horas haciendo de todo, soplando hasta que el fuego se prendiera. Apenas y tengo fuerza para encender un cigarro. Estoy aquí sentada hace no sé cuánto tiempo. Desconecté el teléfono, me envolví en una manta, traje la botella de whisky y estoy aquí bebiendo bien despacito para no emborracharme, hoy no, hoy quiero estar lúcida, viendo una cosa, viendo otra. Y hay un montón de cosas que ver tanto por dentro como por fuera, y aún más por fuera, un montón de cosas que compré por el mundo entero, cosas que ni sabía que tenía y sólo las veo ahora, justo ahora que está oscuro. Es que fuimos oscureciendo juntas, la sala y yo. Una sala de una estupidez atroz, artificiosa, pretensiosa. Y sobre todo rica, exorbitante de riqueza, abrí un saco de oro para que el decorador se regocijara en él. Y vaya que se regocijó, el maricón. Se llamaba Renê y llegaba tempranito con sus telas, terciopelos, muselinas, brocados, “Hoy traje para el sofá un tapiz directo de Afganistán, ¡completamente divino! ¡Di-vino!”. Ni el tapiz era de Afganistán ni él tan maricón, una mistificación, un cálculo. Cierta vez lo sorprendí solo, fumando cerca de la ventana, la expresión fatigada de un actor que ya está harto de representar. Se asustó cuando me vio, como si lo hubiera atrapado in fraganti robando un cubierto de plata. Retomó entonces el ademán efervescente y salió meneándose todito para mostrarme el oratorio, un oratorio falsamente antiguo, todo hecho hace tres días pero con hoyitos en la madera imitando apolillado de tres siglos. “Este ángel sólo puede ser de Aleijadinho, ¡mira esos cachetes! Y los ojos con las esquinas caídas, un poquitín estrábicos…” Yo coincidía con el mismo tono histérico, aunque supiera perfectamente que Aleijadinho tendría que tener más de diez brazos para conseguir hacer aquel montón de ángeles, la casa de Madô también tiene miles de ellos, todos auténticos, “Un poquitín estrábicos”, repitió ella con la voz en falsete de Renê. Cierto caché colonial de gran lujo. Y yo sabiendo que estaba siendo engañada y sin importarme, al contrario, sintiendo un agudo placer en comer gato por liebre. Leí ayer que ya están comiendo ratas en Saigón y leí también que ya no hay mariposas por allá, nunca más habrá una sola mariposa. Entonces rompí en llanto como una loca, no sé si por las mariposas o las ratas. Creo que nunca bebí tanto como últimamente y cuando bebo así me pongo sentimental, lloro sin razón. “Te tienes que cuidar”, dijo Renê la noche en que nos emborrachamos, hasta ahora pienso en eso que me dijo, ¿por qué me debo cuidar?, ¿por qué? Lo contraté después para hacer la decoración de la casa de campo, “Tengo los muebles ideales para esa casa tuya”, me avisó y me compré los muebles ideales, me lo compré todo, me compraría hasta la peluca de María Antonieta con todos sus laberintos hechos por las polillas y de pilón el polvo por el cual no me iba a cobrar nada, una sencilla contribución del tiempo, obvio. Obvio.
¿Dónde ahora? A veces cerraba los ojos y los sonidos eran como una voz humana llamándome, envolviéndome, ¡Luisiana, Luisiana! ¿Qué eran aquellos sonidos? ¿Cómo podían parecer voz de gente y ser al mismo tiempo tan más poderosos, tan puros? Y cándidos como olas renovándose en el mar, aparentemente iguales, sólo aparentemente. “Este es mi instrumento”, dijo él deslizando la mano por el saxofón. Con la otra mano en forma de concha, cubrió mi seno: “y esta es mi música”.
¿Dónde, dónde? Miro mi retrato encima de la chimenea. “En la chimenea tiene que ir tu retrato”, determinó Renê en tono autoritario, a veces era autoritario. Me presentó a su novio, pintor, por lo menos me hacía pensar que era su novio porque ahora ya no sé nada. Y el efebo de caracoles en la frente me pintó toda de blanco, una Dama de las Camelias regresando del campo, el vestido largo, el cuello largo, todo así tan espigado e iluminado como si tuviera al propio ángel candelero de la escalera encendido dentro de mí. Ya todo se oscureció en la sala menos el vestido del retrato, allá está él, diáfano como la mortaja de un ectoplasma flotando suavísimo en el aire. Un ectoplasma mucho más joven que yo, sin dudas el lamehuevos del efebo era lo suficientemente astuto para imaginar cómo me veía a los veinte años. “Te ves un poco diferente en el retrato”, admitió él, “pero el caso es que no estoy sólo pintando tu rostro”, agregó sutilmente. Con eso quería decir que estaba pintando mi alma. Coincidí al instante, inclusive me conmoví cuando me vi de cabellera eléctrica y ojos vidriosos. “Mi nombre es Luisiana”, me dice ahora el ectoplasma. “Hace muchos años eché a la calle a mi amado y desde entonces morí.”
¿Dónde...? Tengo un yate, tengo un abrigo de visón plateado, tengo una corona de diamantes, tengo un rubí que ya estuvo incrustado en el ombligo de un famosísimo sah, hasta hace poco sabía el nombre de ese sah. Tengo un viejo que me da dinero, tengo un joven que me da placer y además tengo un sabio que me da clases sobre doctrinas filosóficas con un interés tan platónico que ya en la segunda clase se acostó conmigo. Venía tan humilde, tan miserable con su traje de luto empolvado y botines de viudo que cerré los ojos y me acosté, Ven, Jenofonte, ven. “No soy Jenofonte, no me llame Jenofonte”, me imploró y su aliento tenía el aroma reciente de pastillas Valda, era Jenofonte, nunca hubo alguien tan Jenofonte como él. Como nunca hubo una Luisiana más Luisiana que yo, nadie sabe de ese nombre, nadie, ni el padrote de mi papá que ni siquiera esperó a que yo naciera para ver cómo era, ni la pobrecita de mi mamá que ni siquiera vivió para registrarme. Nací aquella noche en la playa y fue aquella noche que recibí un nombre que duró mientras duró el amor. La otra madrugada, cuando me puse pedísima y fui a hablar con mi abogado para que no pusieran en mi lápida otro nombre que no fuera ese, él soltó aquella risita execrable, “¿Luisiana? ¿Pero por qué Luisiana? ¿De dónde sacaste ese nombre?”. Se controló para no sacudirme por haberlo despertado a aquella hora, se vistió y muy cortésmente me trajo a casa, “Como gustes, querida, ¡tú mandas!”. Y soltó esa risita, Al fin y al cabo, una puta borracha pero rica tiene el derecho de poner en su lápida el nombre que le dé la gana, fue probablemente lo que pensó. Pero ya no me importa lo que piensa, él y toda la gentuza que me rodea, opinión ajena es este tapete, este lustre, aquel retrato. Opinión ajena es esta casa con los santos arrollados por mil cargas.
Pero antes me importaba y cómo. A causa de esa opinión tengo hoy un piano de cola, tengo un gato siamés con un arete en la oreja, tengo una casa de campo con alberca y en los baños, papel higiénico con florecitas doradas que el viejo trajo de Nueva York junto con un estuche de plástico que toca una musiquita mientras una desenrolla el papel, “Oh! My Last Rose of Summer!...”. Cuando me dio los rollos, me dio también los frascos de caviar, “Hay que dorar la píldora”, dijo riendo con su brusquedad habitual, es un brusco sin remedio, si no escupiera dólares ya lo habría mandado a la china con todo y sus palos de golf y calzones perfumados con lavanda. Tengo zapatos con hebillas de diamantes y un acuario con una selva de coral al fondo, cuando el viejo me dio la perla, creyó que era muy original esconderla al fondo del acuario y mandarme a buscarla: “Caliente, muy caliente. ¡No, frío…!”. Y yo me hacía la niñita y reía cuando lo único que quería era decirle que se metiera esa perla por el trasero y me dejara en paz, ¡Déjame en paz! él, el joven ardiente con todos sus ardores, Jenofonte con su aliento a yerbabuena -echarlos a todos como lo hice con la servidumbre, todos unos cabrones que me orinan la leche y se retuercen de la risa cuando me caigo de borracha.
¿Dónde, Dios mío? ¿Dónde ahora? Tengo también un diamante del tamaño de un huevo de paloma. Cambiaría el diamante, los zapatos de hebilla, el yate -cambiaría todo, anillos y dedos, para poder oír, aunque sea un poco la música del saxofón. Ni siquiera haría falta verlo, juro que no pediría tanto, me bastaría con saber que está vivo, vivo en algún lugar, tocando su saxofón.
Quiero dejar bien claro que la única cosa que existe para mí es la juventud, todo lo demás es una babosada, lentejuelas, abalorios. Podría hacerme dos mil cirugías y no se resuelve nada, en el fondo es la misma mierda, sólo existe la juventud. Él era mi juventud pero en aquel tiempo no lo sabía, entonces una nunca sabe ni puede saberlo, es todo tan natural como el día que sucede a la noche, como el sol, la luna, yo era joven y no pensaba en eso como no pensaba en respirar. ¿Acaso alguien pone atención al acto de respirar? Sí, lo hace, pero cuando la respiración está jodida. Entonces da aquella tristeza de, caramba, yo respiraba tan bien...
Él era mi juventud, él y su saxofón que lucía como oro. Sus zapatos estaban sucios, la camisa desarrapada, la cabellera hecha un nido, pero el saxofón siempre estaba meticulosamente limpio. También tenía una manía con los dientes que eran de una blancura que jamás había visto, cuando él reía paraba de reírme sólo para quedarme mirando. Traía el cepillo de dientes en el bolsillo y el paño para limpiar el saxofón, se encontró en un taxi una caja con una docena de paños Johnson y desde entonces empezó a usarlos para todo fin: era el pañuelo, la toalla para la cara, la servilleta, la toalla para la mesa y el trapo para limpiar el saxofón. También fue la bandera de paz que usó durante nuestra pelea más seria, cuando quiso que tuviéramos un hijo. Le apasionaban tantas cosas...
La primera vez que nos amamos fue en la playa. El cielo palpitaba de estrellas y hacía calor. Así que fuimos rodando y riendo hasta las primeras olas que hervían en la arena y ahí nos quedamos desnudos y abrazados en el agua tibia como la de una palangana. Se preocupó cuando le dije que ni siquiera había sido bautizada. Tomó el agua con las manos en forma de concha y la vertió sobre mi cabeza: “Yo te bautizo, Luisiana, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.” Pensé que estaba jugando pero nunca lo vi tan serio. “Ahora te llamas Luisiana”, dijo besándome el rostro. Le pregunté si creía en Dios. “Dios me apasiona”, susurró recostándose de espaldas, las manos entrelazadas debajo de la nuca, la mirada perdida en el cielo: “Lo que más me deja perplejo es un cielo así como este”. Cuando nos levantamos corrió hasta la duna donde estaba nuestra ropa, tomó el pañal que cubría el saxofón y lo trajo delicadamente con la punta de los dedos para secarme con él. Entonces tomó el saxofón, se sentó en forma de caracol, desnudo como un niño fauno, y comenzó a improvisar muy bajito, formando con el burbujeo de las olas una tierna melodía. Cálida. Los sonidos crecían temblorosos como pompas de jabón, ¡mira esta qué grande! mira esta ahora más redonda… ¡ah, se explotó! ¿Si me amas serías capaz de quedarte así de desnudo en aquella duna y tocar, tocar lo más alto que puedas hasta que venga la policía? le pregunté. Él me miró sin pestañear y fue corriendo en dirección a la duna y yo corría atrás y gritaba y reía, reía porque él ya había empezado a tocar a todo pulmón.
Mi compañera del curso de danza se casó con el baterista de una banda que tocaba en un club, hubo fiesta. Fue ahí que lo conocí. En medio de toda la algarabía la mamá de la novia se encerró en el cuarto llorando, “¡Mira nada más en qué medio mi hija vino a terminar! ¡Puro vago, pura escoria...! La recosté en la cama y fui a buscar un vaso de agua con azúcar pero en mi ausencia los invitados descubrieron el cuarto y cuando regresé las parejas ya se habían desbordado hasta ahí, atracándose en los cojines por el suelo. Salté a la gente y me senté en la cama. La mujer lloraba, lloraba hasta que poco a poco el llanto se fue desvaneciendo y de repente paró. Yo también había parado de hablar y nos quedamos las dos bien calladas, escuchando la música de un joven que yo aún no había visto. Estaba sentado en la penumbra, tocando el saxofón. La melodía era mansa pero al mismo tiempo tan elocuente que quedé inmersa en un sortilegio. Nunca había oído nada parecido, nunca nadie había tocado un instrumento así. Todo lo que había querido decirle a la mujer y no había podido, él lo decía ahora con el saxofón: que no llorara, que todo estaba bien, todo estaba bien cuando había amor. Estaba Dios, ¿ella no creía en Dios? preguntaba el saxofón. Y estaba la infancia, aquellos sonidos brillantes hablaban ahora de la infancia, ¡mira la infancia...! La mujer paró de llorar y ahora era yo quien lloraba. Alrededor, las parejas oían en un silencio fervoroso y sus caricias se fueron haciendo más profundas, más verdaderas porque la melodía también hablaba de sexo vivo y casto como un fruto que madura al viento y al sol.
¿Dónde? ¿Dónde…? Me llevó a su departamento, habitaba un sitio minúsculo en el décimo piso de un edificio viejísimo, toda su fortuna era aquel cuarto con un baño diminuto. Y el saxofón. Me contó que había recibido el departamento como herencia de una tía que leía las cartas. Después, un día dijo que lo había ganado en una apuesta y cuando otro día ya iba a empezar a contar una tercera historia, lo interpelé y se empezó a reír, “¡Hay que variar las historias, Luisiana, lo divertido es improvisar que para eso tenemos imaginación! Es triste cuando una historia permanece igual para siempre…”. E improvisaba todo el tiempo y su música era siempre ágil, rica, tan llena de invenciones que me llegaba a afligir, ¡Vas componiendo y lo vas perdiendo todo, tendrías que anotar, escribir lo que compones! Él sonreía. “Soy un autodidacta, Luisiana, no sé leer ni escribir música y no hay que saberlo para ser un sax-tenor, ¿sabes lo que es un sax-tenor? Es lo que soy.” Tocaba en una banda que tenía un contrato con un club nocturno y su única ambición era tener un día su propia banda. Y tener un tocadiscos de buena calidad para escuchar a Ravel y a Debussy.
¡Nuestra vida fue tan maravillosamente libre! Y tan llena de amor, cómo nos amamos y nos reímos y lloramos de amor en aquel décimo piso, cercados por grabados de Fra Angélico y retratos de sus antepasados. “No son mis parientes, encontré todo en un baúl de un sótano”, me confesó una vez. Señalé el retrato más antiguo, tan antiguo que solo se distinguía la oscura cabellera de la mujer. Y las cejas. ¿A esta también la encontraste en el baúl? le pregunté. Se rio y a la fecha sigo sin saber si era verdad o no. Si de verdad me amas, le dije, entonces sube en aquella mesa y grita con todas tus fuerzas, ¡Son todos ustedes unos cornudos, son todos unos cornudos! y luego baja de la mesa y salte pero sin correr. Me dejó el saxofón para que lo cuidara mientras yo salía huyendo y riendo, ¡No, no, estaba jugando, no era en serio! En la esquina alcancé a escuchar sus gritos en pleno bar, “¡Cornudos, todos unos cornudos!”. Me alcanzó en medio de la gente estupefacta, “¡Luisiana, Luisiana, no me niegues, Luisiana!”. Otra noche –habíamos salido de un teatro– no resistí y le pregunté si era capaz de cantar ahí en el vestíbulo un fragmento de ópera, ¡Ándale, si de verdad me amas, canta aquí y ahora en la escalera una parte de Rigoletto!
Si de verdad me amas, ¡llévame ahora mismo a un restaurante, cómprame ya aquellos aretes, cómprame inmediatamente un vestido nuevo! Él ahora tocaba en más lugares porque yo empecé a ponerme exigente, si de verdad, de verdad, de verdad me amas… Salía a las siete de la noche con el saxofón debajo del brazo y no regresaba hasta muy tempranito. Entonces limpiaba meticulosamente la boquilla del instrumento, lustraba el metal con el pañal y se quedaba tamborileando distraídamente, sin cansancio alguno, sin desgaste alguno, “Luisiana, tú eres mi música y no puedo vivir sin música”, decía embocando la boquilla del saxofón con el mismo fervor con el que embocaba mi pecho. Empecé a ponerme irritable, inquieta, era como si tuviera miedo de asumir la responsabilidad de tamaño amor. Quería verlo más independiente, más ambicioso. ¿No tienes ambición? Ya no está de moda ser artista sin ambición, ¿qué futuro puedes tener así? Siempre era el saxofón quien me respondía y la argumentación era tan definitiva que me avergonzaba y me sentía miserable por estar exigiendo más. Aun así, exigía. Pensé abandonarlo pero no tuve la fuerza, no la tuve, preferí que nuestro amor se pudriera, que se volviera tan insoportable que cuando él se fuera, saliera lleno de asco, sin mirar atrás.
¿Dónde ahora? ¿Dónde? Tengo una casa de campo, tengo un diamante del tamaño de un huevo de paloma... Me pintaba los ojos delante del espejo, tenía un compromiso, vivía llena de compromisos, iba a un club con un banquero. Acurrucado en la cama, él tocaba en sordina.
Los ojos se me fueron llenando de lágrimas. Los sequé con el pañal del saxofón y me quedé mirándome la boca. Los labios estaban más finos crispados así. Aparté la vista del espejo. Si de verdad me amas, dije, si de verdad me amas entonces salte y mátate inmediatamente.
* Esta traducción del cuento “Apenas um saxofone” de Lygia Fagundes Telles fue realizada gracias al Sistema de apoyos a la creación y a proyectos culturales del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) y con el apoyo del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), a través del Programa de Becas en el Extranjero Conacyt-Fonca, 2018.
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