
Dylan Thomas, Samuel Beckett, Taha Muhammad Ali y Sharon Olds. Selección de traducciones de este escritor argentino residente en Nueva York.

En Tepotzotlán se cuenta que hay un duende que se llama Cipitío. Barrigón, bigotudo, pulquero de a maíz y travieso con las chilindrinas. Este Cipitío presume el don de la ubicuidad, pues igual se aparece en una nación que en otra, por mucho trecho que las separe. El Cipitío es nahua y nahual. Azteca, pues. Y consabido es que a los aztecas les gustaba caminar. Andaban y andaban y andaban hasta gastar los cacles. De tanto peregrinar, dejaron atrás México y llegaron a Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragüa, donde aún persisten pípiles y nicaraos. Los nahuas llevaron consigo a sus dioses y a sus duendes, y de refilón a sus nahuales, chaneques y hasta sus perros pelones. Con ellos iba Cipitío, quien es hijo de una infamia. Su madre, La Luna, engañó al Sol y se hizo de amores con el Lucero de la Mañana, resultando embarazada. A la postre dio a luz a Cipitío.
Aunque Cipitío parece un niño mostachudo, es en verdá un duende, o chaneque. Y aunque de fijo es un dios, su apariencia le hace pasar por un huérfano barrigón y desastrado. Además tiene los pies chuecos, razón por la cual, despista a quienes los siguen. Y él, a su vez, persigue a las muchachas bonitas y las acosa hasta los ríos, donde las secuestra y las lleva a lugares secretos. En lugar de bañarse en el agua, Cipitío se restriega en la ceniza y de la ceniza hace también su alimento. Le cuadran las tortillas requemadas y los frutos fermentados. Y le reencanta el aguamiel, pero más el pulque. El tiernito y dulce de la mañana es su preferido. Quienes requieran sus favores le hallarán temprano en las mecaleras o de plano en el tinajal. En su advocación divina, le buscan los adúlteros y quienes han vivido amores ilícitos.
Entre los brujos que han escrito sobre Cipitío, se cuenta al gran salvadoreño Salarrué, quien fue mi maestro esotérico cuando anduvo de visitas en Tepotzotlán, difundiendo el culto secreto del Cristo Negro. Cuando lo llevamos a cazar coquitas al monte, el brujo Salarrué luego luego supo que Cipitío andaba entre los huizachales de nuestro pueblo. Es que olió el tufillo del cochino duende. Y así, en torno del fogón, y antes de devorar su pájaro, nos regaló una visión del Cipitío:
— Usté ¿nuá visto nunca al Cipitiyo, Culapio?
— ¡En jamás, don Salarrué!...
— Yo lei visto una tan sola, en Jalponga, comiéndose a hora diánimas los elotes diuna milpa. Veya usté: lleva un sombrerón deste calibre; un calzón blanquiyo, shuco, shuco, y amarrado poraquí con un mecateplátano. Su estatura es menor quel diun chumpe y va jumándose un purote. El caidizo del sombrero le tapa toda la carita, menos la jetía puntuda y con sus tres pelos como el nance. La camisona le varrastrando por el suelo, toda rompida y los caites liacen : plash, plash…Yo lice envite porque estaba bolo, y cuando quise echarle pesca, se iscabuyó el hijuepuerca entre las milpas, dejando un tufito, ansina como el del zorriyo.
Al cabo de unos días, se fue Salarrué de Tepotzotlán, con su Cristo Negro sobre la espalda, envuelto en un petate, como antaño y hogaño hacían los teomamas. Se llevó también consigo sus palabras tronchas de salvadoreño. Empachados sobre una encrucijada, luego de que anduvimos volando toda la noche sobre los cerros, y hartos ya de la sangre que exprimimos a los críos en sus cunas, nos despedimos con sentimiento del maestro Salarrué, y por ahí se fue cogiendo sendero y le vimos hacerse chiquito por el Camino Real. Uno de nosotros alcanzó a decir: “Se me hace que ese compaye Salarrué se parece un resto al Cipitío, que viene y va y va y viene”.
Dylan Thomas, Samuel Beckett, Taha Muhammad Ali y Sharon Olds. Selección de traducciones de este escritor argentino residente en Nueva York.
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