Del primero que oí su nombre fue de Eduardo, mi hermano. Su cuerpo, húmedo y nauseabundo, se había separado al fin del mío cuando dijo que La Casa Roja tenía una mujer nueva.

—Se llama Amanda —dijo con sus pies ya sobre el piso.

Antes de ella, ese lugar estaba habitado únicamente por mujeres viejas, diminutas y gordas, tanto que en lugar de mujeres parecían barriles de gasolina cubiertos de ropa. Los hombres que entraban allí eran unos cuantos apenas, y cada uno de ellos no pasaba de ser a su vez una cosa reducida a meras arrugas y olor a sudor y orín.

—Son feas, Graciela, tanto que incluso tú podrías ser la reina de los mineros —eso era lo que respondía Eduardo cuando le preguntaba por ellas.

El pueblo, insignificante como son insignificantes cien mineros acompañados de sus esposas e hijos hambrientos, tuvo a La Casa Roja desde su nacimiento. »Primero fue La Casa y luego sí la iglesia«, oí alguna vez a un par de viejos en el mercado. Yo era muy pequeña, pero eso no evitó que le preguntara a mi madre lo que eso significaba. Como respuesta obtuve un golpe en la boca, seguido de la advertencia de no volver a mencionarlo nunca más en la vida. Pero nunca fui como los demás. Nunca fui una tonta como mi madre, o como mi padre y mi hermano, o como el resto del pueblo. Con el sabor de la sangre que brotó de mi boca, comprendí que ese era el lugar adonde mi padre y el resto de hombres del pueblo iban cuando no volvían a casa en la noche. Así, desde su inauguración misma y hasta que llegó Amanda, esa casa iluminada en el exterior por un bombillo rojo fue suficiente para satisfacer las necesidades de los hombres del pueblo.

 

Recuerdo que solía bajar al camino de tierra al atardecer. Lo hacía para ver a los hombres regresar de la montaña. Caminaban siempre con pasos lentos, envueltos en una mancha negra impregnada por el interior de la tierra. Caminaban en fila, en silencio absoluto, hasta que lentamente la línea que formaban se deshacía en las diferentes casas que aparecían en el camino. A veces no paraban donde debían y, en su lugar, seguían de largo hasta La Casa Roja. Cuando esto sucedía, las esposas se quedaban en cama, durmiendo con esos sueños que son como peces entre las manos. Dormían plácidamente hasta que el frío del amanecer era arruinado por el almizcle típico del trabajo y la fornicación de sus esposos. Imagino esas horas como las más felices en la vida de las mujeres de mi pueblo. De niña vi a mi madre de dos maneras: sola en casa, o acompañada por papá, también en casa. Ahora que la recuerdo juraría que ella fue feliz únicamente cuando él no estaba. No la culpo. Todo lo contrario: la entiendo perfectamente. Costras de mugre y un olor a sudor profundo es lo único que traen los hombres a la cama. Eso es lo único que recuerdo de mi hermano, por ejemplo. Eduardo se metía en mi cama cuando lo deseaba, y sin que yo pudiera evitarlo se introducía, desnudo y sucio, en mi cuerpo.

Cuando Amanda apareció, algo casi invisible, como la dirección del viento, cambió. La primera vez que la vi cruzaba la plaza de la iglesia. Al principio me pareció vulgar, con esos mismos bultos de sueño que llevan el resto de mujeres que viven de sus cuerpos. Pero un segundo después, cuando pude verla caminar como si bautizara cada cosa que dejaba atrás, conocí por fin el aspecto real de la belleza. Recuerdo fragmentos de ella en ese día, como las sandalias que usaba y el color del vestido que llevaba puesto. Todo eso lo recuerdo tan bien, que podría incluso dibujarlo en una hoja; pero a final de cuentas eso no importa. Lo que más conservo en mi mente, aquella imagen que se repite en mi memoria cuando quiero ser feliz, es su rostro apuntando hacia mí. Justo antes de perderse en una esquina, ella giró su cabeza hacia atrás, y allí nuestros ojos se cruzaron. Me miró y sonrió de tal manera que parecía afirmar que me conocía desde siempre. Quizá eso mismo fue lo que vieron los hombres, algo misterioso y agradable, algo nuevo e imposible de reconocer, porque esa expresión no existía entre nosotros.

El rumor de su llegada se extendió al interior de la montaña, donde repitieron su nombre en cada embestida contra las rocas. Fue tanto lo que hablaron de ella, que su nombre llegó a reemplazar el eco que producían los martillos y las explosiones en el interior de la mina. Esas primeras noches Eduardo no regresó a casa sino hasta el amanecer. Lo hacía con los ojos vencidos, ojerosos y rojos, por culpa de la espera por ella.

—No puedo dormir, porque me la quitan —contestó una vez, ya entre sueños.

 

Volví al camino de tierra, y la fila de hombres había desaparecido. En su lugar había solamente un grupo de animales en desbandada, porque los hombres corrían y se golpeaban los unos contra los otros, temerosos por perder su lugar en la fila que conducía al cuarto de Amanda. Fue por esta razón por la cual La Casa Roja abrió sus puertas sin importar la hora, para que cada uno de los hombres pudiera estar con ella. Sin un minuto de descanso entre sus piernas, Amanda permitió que las mujeres del pueblo pasaran las noches más tranquilas de sus vidas. Al menos eso creo yo, porque lo que era Eduardo regresaba solamente a dormir. Las únicas que podían estar molestas eran las otras mujeres de La Casa Roja, porque ya nadie quiso estar con ellas. Los hombres preferían esperar horas o incluso días antes que estar con alguien diferente a Amanda. Pienso que si mi padre hubiera estado vivo seguramente habría estado allí también, paciente en su asiento, bebiendo apenas para apaciguar la espera. Y, por supuesto, Eduardo estaría a su lado, un turno después de él.

Los problemas surgieron porque la fila de hombres jamás menguó. Algunos tomaron la decisión de abandonar la mina, para pasar la mayor cantidad de tiempo posible con Amanda, y al percatarse de esto, el resto tomó la misma decisión. Entonces el dinero se agotó. Las mujeres fueron las primeras en sufrir, porque se quedaron sin comida para ellas y para sus hijos. Tan pronto anochecía, enviaban a los niños a la cama, esperando con esto mitigar hasta el día siguiente los lamentos que produce el hambre. Mientras tanto, los hombres gastaron sus últimos pesos en Amanda, hasta que finalmente no hubo una sola moneda más para dar.

 Cuando las piernas de Amanda se cerraron, Eduardo regresó a mi cama. Estaba completamente borracho y no paraba de insultar al mundo con las palabras más soeces que yo jamás hubiera oído. Calló solo hasta después de medianoche, cuando cambió los insultos por lágrimas. Se lamentaba como un niño, porque Amanda se había escondido de ellos, sin importarle siquiera lo mucho que imploraron por su amor. Yo no pude hacer otra cosa que acercarlo a mi pecho para calmarlo. Y lo hice. Acaricié su cabello y sus mejillas húmedas hasta que sentí sus labios en mis pechos; entonces dejé que hiciera conmigo lo que deseara. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Abandonarlo en su tristeza? Fue la primera y única vez que Eduardo no era un amasijo de desprecio para mí. Solo por eso lo permití. Por eso, y porque el nombre de Amanda no paró nunca de salir de su boca.

 

Un cerco de fuego cubrió La Casa Roja. Desde arriba podíamos verlo, y por eso mismo corrimos, seguros del peligro que corría Amanda. Las responsables eran las esposas de los hombres, quienes llevaban en sus brazos la mejor representación posible del odio: antorchas. Sabían que sus hombres volverían a la mina, pero lo harían solo para volver con Amanda, mientras que ellas y sus hijos seguirían muriendo de hambre, abandonadas e inútiles para sobrevivir. Gritaban prometiendo incendiarlo todo si ella no se iba. A sus espaldas estaban los hombres, temerosos y atentos al fuego.

Todas las casas del pueblo comparten la ruina en sus muros de maderas desvencijadas y podridas. Las únicas maderas que eran diferentes al resto, mostrándose como vivas sin importar el paso del tiempo, eran las de La Casa Roja. Sin embargo, con el fuego de las antorchas tan cerca, esas mismas maderas parecían haber sido cuidadas únicamente para convertirse en un montón de carbón y humo. Las mujeres se veían con tanta furia contenida, que de ser necesario podían incendiar al pueblo mismo, mientras que yo, apartada de los demás, sentí dentro de mí una furia agria por no haber ido antes a la fila de los hombres.

Junto con Amanda, yo debía de ser la única persona del pueblo con dinero en sus bolsillos. Como era de esperarse, lo mío no pasaba de ser una suma insignificante, tan solo un grupo de monedas envueltas en tela y escondidas en un remiendo de mi ropa. Fueron varias semanas aprovechando los minutos de sueño de Eduardo, para esculcar en sus pantalones en busca de los restos de su dinero. Así logré reunir lo suficiente para estar con ella, pero cada vez que tenía la intención de hacerlo, sentía sobre mí las miradas del pueblo entero. ¡Cobarde! Eso fue lo que me dije mientras las demás mujeres gritaban llenas de furia.

Antes de que cualquiera de ellas se decidiera a lanzar su antorcha a La Casa Roja, el dueño, un hombre en exceso gordo y vestido únicamente con ropa interior, salió para evitarlo. Llevaba las manos en alto clamando por Amanda.

—No la maten, es lo único que pido. Por favor, no la maten —decía sin parar.

También la amaba, estoy segura de eso. De no ser así no lo hubiera hecho; cualquier hombre, con cualquier otra mujer, la habría entregado a la muchedumbre, pero él estaba enamorado de ella, igual que todos los demás hombres. Igual que yo.

 

Arriba, la luna llena iluminaba un cielo sin nubes. Un cielo agujereado por un infinito número de luces parpadeantes que nos miraban a nosotros mientras esperábamos que Amanda saliera. Las mujeres perdonaron su vida a cambio únicamente de una cosa: su exilio. Esa misma noche debía irse del pueblo, o ellas mismas se encargarían de quemarla viva. Los hombres, por alguna razón, permanecieron a la espera, como si temieran de sus esposas. No sabía si lo permitirían o no; yo gritaba por dentro. Con una mano palpaba las monedas, mientras con la otra aruñaba mi propia palma con una fuerza que desconocía. En ese momento estuve segura de que si los hombres no la protegían, lo haría yo. Pelearía por ella, así contara solamente con mis uñas para hacerlo.

Su pierna izquierda fue la primera en cruzar la puerta. Vestía un traje blanco que marcaba su cuerpo, y en cada mano cargaba una valija. En el interior de las dos valijas debía de guardar solamente su ropa, conformada de vestidos de colores y ropa interior, y la casi totalidad del dinero del pueblo. Las únicas monedas que no tenía en su poder estaban en mi bolsillo, y yo estaba dispuesta a entregárselas a cambio de que no se fuera. Amanda tomó rumbo por entre el espacio que abrieron las mujeres con sus antorchas, apuntando más allá del camino de tierra, mucho más allá incluso de la montaña y de cualquier otra cosa que yo hubiera visto antes. La vimos alejarse hasta casi desaparecer entre la noche. Allí, cuando faltaban unos pocos pasos para que se alejara por siempre, el primero de los hombres se separó del grupo que conformábamos y empezó a caminar tras ella. Luego, como amarrado a ese primer hombre, otro siguió sus pasos. Después fueron todos; uno a uno, siguieron las huellas que dejó Amanda marcadas en la tierra. Por supuesto, Eduardo hizo lo mismo. Yo debería haber estado feliz, porque de esa manera me libraba para siempre de su asqueroso cuerpo, pero el precio que pagaba era demasiado alto. Yo también quería estar con Amanda, seguirla adonde fuera necesario con tal de estar junto a ella. Recuerdo que hace unos pocos años pasaba las horas mirando mi desnudez en el espejo de la habitación de mis padres. Mi madre se la pasaba en la cocina, o afuera, en el monte, buscando leña mientras que yo memorizaba las dimensiones de mi cuerpo, que empezaba a crecer. Eso quería hacer con ella, mostrarle mi cuerpo y ver el suyo también. Por eso cuando los hombres empezaron a desaparecer en el camino, yo hice lo mismo. Alcancé a oír el murmullo de las mujeres, todas ellas sujetas a sus hijos pequeños. No les di importancia y seguí caminando, cada vez más deprisa, porque deseaba estar junto a ella lo antes posible. Y así fue. Llegué hasta la fila de hombres y empecé a superarlos uno a uno con golpes y empujones, hasta que finalmente la alcancé.

Amanecía con un sol hasta entonces desconocido para mí. Al frente de mí estaba Amanda, y la tenía a tan poca distancia, que no pude evitar el tender una mano hacia ella. Quería tocar su hombro, y eso fue lo que hice. La toqué por primera vez, y ese contacto fue mucho más que un encuentro de carne con carne. La acaricié, y ella lo permitió. Lo hice lenta y concentradamente, tal como lo haría un ciego que quiere memorizar un rostro. El sol estaba sobre la montaña, y entonces sentí cómo la tristeza se alejaba de mi vida, llevada por algo más bello que el viento.

 

Tomado del libro "El resplandor de la derrota", de Miguel Castillo Fuentes (Universidad Industrial de Santander, 2018).