Martes, 4 de junio.

París. 

Son las diez de la mañana cuando la navette (el bus, el transporte) del aeropuerto Beauvais me deja en Porte Maillot, en el extremo occidental de París. El trayecto en metro hasta el IX arrondisement, donde vive mi amiga Stephanie que me va a dar posada las próximas dos semanas, se demora unos quince minutos, pero prefiero caminar. Han pasado un poco más de tres años desde que me fui de París, en abril del 2016. En ese momento creía que me iba temporalmente. Llevaba cinco años viviendo en Francia y, a pesar de las dificultades culturales y económicas, sentía que era el lugar ideal para mí. Ciertas circunstancias me forzaron a volver a Colombia, pero en mi cabeza era un retorno transitorio mientras resolvía unos asuntos, que luego demostraron no ser tan pasajeros como yo esperaba.

Como mi idea era volver pronto a Francia, cuando me fui dejé muchas cosas en este país: ropa, libros, juegos, amigos. Recuperar todo eso que dejé abandonado es el segundo objetivo de este viaje. El primer objetivo es, por primera vez en mi vida, hacer un viaje en bicicleta. Tengo trazada una ruta de 1500 kilómetros que me llevará desde París hasta Perpiñán, cerca de la frontera con España. Pensé mi itinerario con la idea de conocer muchos sitios de este país que nunca tuve la oportunidad de visitar mientras estuve viviendo aquí, así como de volver a ver los pocos amigos que hice durante esos cinco años. La mayoría están en París o en Burdeos, las dos ciudades en las que viví durante ese tiempo. De los dos meses que tengo para hacer este viaje he reservado quince días para ambas ciudades, el otro mes espero pasarlo en la carretera.

Además de volver a ver a mis amigos, las dos semanas en París me servirán para los últimos preparativos antes de tomar la ruta. Lo más importante: conseguir una bicicleta. Mi idea es comprar una de segunda mano y venderla una vez haya concluido el viaje. Encontrar una bicicleta usada a buen precio es relativamente fácil en leboncoin.com, el equivalente francés de Mercado Libre, sin embargo, la oferta es demasiado abundante y sé muy poco de bicicletas. La posibilidad de que termine comprando una bicicleta defectuosa o que no esté a la altura es bastante alta. Afortunadamente, mi amigo Santiago tiene bastante experiencia comprando bicicletas usadas y está plenamente comprometido a ayudarme con la preparación del viaje.

El jueves 7 recibo un mensaje de Santiago: encontró la bicicleta. Programamos una cita con el vendedor para el día siguiente a las diez de la mañana. Es una bicicleta antigua, si no estoy mal de los años 60, pero Santiago me asegura que ese tipo de bicicletas son más fiables, pues los componentes de las bicicletas actuales suelen ser desechables y lo dejan a uno tirado en el camino. En parte porque confío en Santiago, en parte porque no quiero ponerme yo a hacer la búsqueda, no lo pienso mucho y la compro. 170 euros. Además, tiene impreso sobre el marco la marca, Le Parisien (El Parisino), lo que se me hace una señal del destino. 

El asunto con las bicicletas de los años 60 es que ignoran tozudamente todos los adelantos ciclísticos de los últimos cincuenta años; por ejemplo, el paso de los cambios de fricción, dos pequeñas palancas ubicadas a lado y lado de la barra superior de la tijera del marco, a los cambios de precisión que se encuentran en los puños de manubrio. Así que en mi flamante nueva bicicleta vieja tuve que acostumbrarme a soltar una mano del manubrio y agacharme cada vez que quería hacer un cambio. Dado que aprendí a montar en bicicleta bastante tarde en la vida, no cuento con el equilibrio natural de las personas que montan desde la infancia, y cada vez que suelto una mano del manubrio comienza una cuenta regresiva que termina conmigo en el suelo.  

El fin de semana voy al que fue mi último hogar francés, un apartamento de dos cuartos en la banlieue (*comunidad periférica, con connotaciones de marginalidad) de Saint-Denis, la comunidad con los índices de criminalidad más altos de Francia y que, por alguna razón, siempre se me ha hecho muy similar a Fontibón. En el apartamento viví con mi amigo Gilberto y su novia Louise, quienes continúan viviendo ahí. En el apartamento hay un depósito donde dejé un backpack mochilero, sé que está lleno., pero no recuerdo con qué.     

El depósito es un caos oscuro y húmedo. Estoy a punto de resignarme y aceptar que mis cosas hace mucho se convirtieron en pienso para ratones, cuando veo mi backpack debajo de un arrume de sillas plásticas en la esquina del depósito. La cojo y me apresuro a salir para buscar un lugar iluminado donde ver qué tengo en la maleta. Al abrirla me saltan encima cinco años de vida francesa transformados en papeles: facturas de servicios, contratos de arrendamiento, fotocopias de cursos, un pequeño bosque que fui acumulando a lo largo de los años y que sentía como los cimientos de mi vida en Francia. Tiré todos los papeles a la basura y me fui con la maleta vacía. 

A lo largo de la segunda semana, aprovecho para visitar mis lugares y mis personas favoritas en París, mientras voy cogiendo confianza en la bicicleta. Ya soy capaz de cambiar las velocidades sin arriesgar mi vida, lo que sin duda me será de utilidad para el viaje. El fin de semana voy a un taller comunitario de bicicletas para hacer algo que vengo postergando desde hace mucho tiempo: aprender a cambiar una rueda pinchada. El instructor del taller mira mi bicicleta con incredulidad cuando le explico mi proyecto de viaje, pero con paciencia soporta mi ineptitud mecánica y mi francés oxidado, mientras me enseña el conocimiento elemental que debería tener cualquier persona que use la bicicleta como medio de transporte.    

Azuzado por las dudas del instructor del taller, me voy a un Decathlon con la idea de apertrecharme como es debido: un casco, dos neumáticos de repuesto, un tarrito de aceite, un kit básico de herramientas, pulpos, tensores, un poncho para la lluvia, una caja de barras de cereal, una bomba de aire, una funda acolchada para el sillín y un par de culottes, ese híbrido entre calzoncillo y pantaloneta que usan los ciclistas cuando están más interesados en proteger sus partes íntimas de la fricción que en resguardar su pudor. Mi amiga Carolina me aconseja comprar alforjas y un estuche para llevar el celular en el manubrio, pero siento que ya he gastado mucho dinero y que me he llenado de demasiadas cosas, así que desoigo los consejos de Carolina —una ciclista asidua, que hizo un doctorado sobre el uso de la bicicleta— y orondo me voy.    

 

Martes, 18 de junio.

Etapa 1. París-Trappes. 35kms.

Todavía me quedan algunas vueltas por hacer antes de partir: recoger un juego donde Santiago, comprar unos libros y enviar por correo todo lo que he reunido durante estas semanas a la casa de mi amigo Bastien, en Perpiñán. Ingenuamente creo que voy a lograr hacerlo todo antes de la diez de la mañana, pero hoy estoy haciendo todo lentamente, como si estuviera inconscientemente buscando alargar mi estadía en París. Al darme cuenta de que el mediodía ya está encima, organizo un almuerzo de despedida con Santiago y Carolina, ellos sugieren el Polidor, un restaurante de 1845 que se hizo muy famoso porque ahí se grabó un video de Residente, el excantante de Calle 13.

Cuando me despido de Carolina (Santiago se fue hace una media hora) ya son más de las 3:30 p. m. Llego donde Stephanie antes de las 4 y me pongo en la tarea de escoger la ropa y los libros que voy a llevar durante el viaje. La ropa es fácil, los libros no. Cada vez que viajo la mitad de mi equipaje consiste en libros, que por lo general nunca leo, pero que siento una extraña necesidad de tener a la mano. No obstante, para el viaje tengo que pensar en reducir el peso al máximo, por lo que me limito a llevar tres libros pequeños: Le Dictateur et le hamac, de Daniel Pennac la novela que estoy leyendo en este momento; Petit traité de la marche en pleine, un regalo de Santiago, pensado específicamente para el viaje; y una antología de García Lorca, por si las moscas. Todos los otros libros los meto en una caja, junto con la ropa que no voy a usar en el camino, una decena de juegos de mesa y dos afiches; 17 kilos en total, que voy a necesitar que mis amigos envíen a Perpiñan porque ya son más de las 4:30 p. m. y no tengo tiempo de ir a la oficina de correos.     

Antes de comenzar a pedalear me queda el asunto de acomodar mi equipaje en la bicicleta. Fijar los dos backpacks al portaequipaje es una tarea más complicada de lo que me esperaba y cuando por fin la termino ya son más de las 5:15 p. m. y un par de gotas de sudor me corren por la frente.

Mi punto de llegada de hoy es la ciudad de Trappes a un poco más de 30 kilómetros de París. No es el destino que me había planteado inicialmente; mi plan original era hacer 50 kilómetros el primer día para llegar a Rambouillet, pero en Trappes me puedo quedar donde Jorge Múnera, un amigo de mi amigo Santiago, y, como dicen las Flans, los amigos de mis amigos son amigos, lo que en mi caso eso no es ningún lío.

No he avanzado todavía ni un kilómetro cuando un ruido me hace detenerme. Las correas de un backpack se soltaron y se están metiendo entre las ruedas. Afortunadamente me di cuenta a tiempo, porque eso podría provocarme un accidente grave. Para asegurarme que eso no ocurra, amarro intrincadamente las correas de las maletas con cabuya. El resultado final es un atado confuso y burdo, como dos bultos de papá sobre el techo de un Willys.

Me monto nuevamente a la bicicleta y arranco. Me dirijo al occidente para salir de París por el Bois de Boulogne (Bosque de Bolonia). Voy a paso lento, en parte porque me cuesta dejar la ciudad, ya de manera definitiva; en parte porque, a pesar de mis esfuerzos, las maletas se deslizan y frotan la rueda trasera, haciendo mucho más difícil el avanzar.

El Bosque de Bolonia tiene casi 850 hectáreas y es considerado el principal pulmón de París. Mucha gente viene para hacer ejercicio o de picnic, o simplemente para escapar del ajetreo de la ciudad, especialmente en verano. También es bastante conocido por ser una zona donde trabajan las prostitutas, que atienden a sus clientes en cambuches improvisados entre la vegetación. En algún momento veo a una mujer que está junto a un árbol, dándome la espalda, y recuerdo la escena de Belle de jour, de Luis Buñuel, en la que Catherine Deneuve está atada a un árbol, y que fue filmada en este mismo bosque, tal vez en ese mismo árbol.    

Al sur del bosque, está el suburbio de Boulogne-Billancourt, el cual cruzo rápidamente para llegar al Dominio Nacional de Saint-Cloud, un bello parque sobre un terreno elevado desde el que se tiene una vista magnífica de París. El acceso al parque se torna algo complejo porque la subida hasta Saint-Cloud es empinada y no estoy seguro de cuál es el camino correcto. Y con 15 kilos en el portaequipaje frenando las ruedas, la indecisión se pone de otro color. Además, Boulogne-Billancourt está separada del parque por la Autoroute 13 y las autorutas son uno de los riesgos más considerables en este viaje.

A pesar de que la mayor parte del viaje la haré utilizando ciclorutas, en las que los carros no son un problema, algunas veces sí tendré que transitar por vías vehiculares. En Francia hay tres categorías a tener en cuenta: las vías departamentales, que normalmente son pequeñas, gratuitas y tienen poco flujo vehicular; las vías nacionales de mayor tamaño, también gratuitas y por las que circulan un mayor número de vehículos a una mayor velocidad; y las autorutas, que son vías prohibidas para las bicicletas, en la que los carros van a 130 km/h y se debe pagar un peaje para usarlas.

En Saint-Cloud hago una pequeña pausa para comer algo y darle una última mirada a París. Después de eso me dedico a perderme, constantemente tomo el camino equivocado y solo me doy cuenta bastante tiempo después, cuando llego a senderos agrestes que claramente no están hechos para bicicleta, por lo menos no para la mía. Entonces me toca detenerme para sacar el celular del morral que cargo en la espalda y corregir mi ruta.

Cuando por fin salgo de Saint-Cloud empiezo a sospechar que mis cálculos iniciales de tiempo no tienen el rigor necesario: son las 7:50 p. m., es decir que los primeros 14 kilómetros, que creí que iba a hacer en una hora sin problema, me han tomado dos horas y media. Una estadística preocupante pues los dos meses de viaje no se me pueden transformar en cinco.

En ese momento, afortunadamente, las maletas logran acomodarse y dejan de molestar tanto. Igualmente, dejo atrás los senderos de tierra del parque y comienzo a rodar por una vía departamental. Así que empiezo a avanzar un poco más rápido. Los 7 kilómetros que me separan de Versalles los recorro en algo menos de 40 minutos, lo cual me da la suficiente confianza para hacer un desvío de cinco minutos y pasar enfrente del palacio, donde miro con desdén a los grupos de turistas en excursión que se suben complacientemente a los buses.

Y así, lleno de confianza, me lanzo a recorrer los últimos 10 kilómetros, que separan Versalles de Trappes, por ruta departamental 10 (D10). El problema de la confianza, por supuesto, es que conduce a la inconsciencia. Ya siento que he coronado la etapa de hoy cuando, justo antes de entrar a Trappes, un par de autos que pasan a toda velocidad me hacen entender que la D10 se ha convertido en la N10, la ruta nacional 10. En medio del susto y la confusión, tomo la primera salida que se me aparece, sin fijarme en el letrero que dice A12. En la fugaz mirada de los conductores que pasan por la carretera como una exhalación me doy cuenta de que estoy a punto de convertirme en roadkill, entonces me bajo y me devuelvo torpemente a la N10, llevando la bicicleta de la mano, mientras los pitos aturdidores de los carros me aconsejan que no vuelva a salir nunca más de mi casa. 

En la berma de la N10, saco el celular para entender qué pasó: la ruta que me había sugerido Google Maps desde un par de kilómetros atrás era en realidad una cicloruta que pasaba junto a la carretera por el lado opuesto de la misma; pero como no había estaba viendo el mapa con mucho zoom, no me había dado cuenta y había continuado por la vía para automóviles. Devolverme por la berma en contravía se me hace largo y vergonzosamente chambón, así que atravieso la carretera a la carrera, levantando la bicicleta por encima del separador, lo cual se me hace mucho más chambón, pero más corto.

Pasado el susto, me voy despacito por la cicloruta hasta la casa de Jorge. Cuando llego son casi las 10 p.m. Jorge, que me está esperando desde hace tres horas, sale, me saluda y me abre la puerta del garaje, para que guarde mi bicicleta. En ese momento me doy cuenta de otro enorme problema que me dan las maletas: las amarré tan enmarañadamente, y les hice tanta vuelta y nudo para que dejaran de tocar las llantas que soltarlas se convierte en un verdadero desafío. Siento que han pasado ya más de diez minutos y solo he logrado liberar uno de los dos backpacks. Jorge está de pie junto mí, pacientemente viéndome pelear contra mis propias ataduras. Como la vergüenza que siento con Jorge es grande y la maleta que pude zafar es la de la ropa, pienso que es mejor dejar así. Así que esta primera noche no me cepillo los dientes, no me peino, ni escribo, ni leo, pues los libros, los cuadernos y mi caja de cosas de aseo se quedan recontramarradas en el garaje de Jorge. Una ducha, una pizza hecha en casa y a dormir.

 

Miércoles, 19 de junio.

Etapa 2. Trappes-Chartres. 45kms+22kms.

La conclusión del primer día es clara: las alforjas no son opcionales. Afortunadamente, hay un Decathlon en el camino no muy lejos de donde Jorge, en Coignières, un pueblo a 7 kilómetros de Trappes. Por lo tanto mi propósito de salir alrededor de las 7 de la mañana, para aprovechar al máximo el día se trastoca por completo: mi nuevo objetivo es estar en Decathlon cuando abran las 9:30 a. m. para comprar las alforjas y un estuche para llevar el celular en el manubrio a ver si no paso tanto tiempo perdido. Le mando un mensaje a Carolina diciéndole que nunca vuelvo a ignorar sus consejos. 

Aprovecho la mañana para desayunar bien, hablar un poco más con Jorge y enviar solicitudes por Warmshowers para encontrar anfitriones para los próximos días. Esto me toma un poco más de tiempo de lo que anticipaba; para cuando saco la bicicleta del garaje de Jorge y nos despedimos ya son casi las 10am. Y todavía me falta volver a amarrar las maletas. Así sea únicamente para llegar al Décathlon. Cuando comienzo a pedalear ya son las 10:32 a.m.

En el camino paso por la commanderie de la Villedieu, un edificio del S. XII, originalmente de la orden de los templarios que, a la disolución de estos en 1312, pasó a manos de la Orden de los Hospitalarios. Está abierto al público y me dan ganas de entrar a conocerlo; sin embargo, ya son las 11am y aún no llevo ni 4 kilómetros. Me limito entonces a escribir el nombre y a tomar un par de fotos con el propósito de buscar posteriormente información, como el siglo de fundación del edificio y el año exacto en que cambió de dueños.

El dependiente del Decathlon en Coignières no tiene exactamente un gran espíritu de vendedor: no me recomienda ninguna de las alforjas que hay en la tienda, pues son pensadas para la ciudad, no para viajes largos. Me aconseja ir a una tienda especializada de bicicletas que está justo enfrente (alguien debería avisarles a los dueños de Decathlon que están contratando empleados honestos; la empresa no podrá crecer si no les miente a sus clientes). La tienda especializada, sin embargo, no tiene alforjas en stock y termino comprando en Decathlon las alforjas más grandes que encuentro a precio razonable: 2 alforjas cada una de 15 litros por 32 euros. Además el estuche del celular y unos anteojos de sol, cada uno a 10 euros; 52 euros en total para que los pobres viejecitos dueños de Decathlon no sufran tanto con la honestidad de sus vendedores.

El traspaso del contenido de las maletas a las alforjas toma su tiempo, pero el resultado es satisfactorio. El único bemol: demasiados contenedores. En efecto, las dos alforjas vienen a sumarse a los dos backpacks y a dos morrales. No hay cama pa tanta gente. Uno de los backpacks es prestado y uno de los morrales es recién comprado, sus contrapartes son el completo opuesto: no recuerdo cómo o dónde los conseguí, solo sé que ya los tenía cuando llegué a Francia hace ocho años y me acompañaron durante toda mi vida francesa. Así que después de esperarme por más de 3 años en el depósito de Gilberto y Louise, el backpack me acompañó durante 40.2 penosos kilómetros para terminar sus días en el tacho de basura del Decathlon de Coignières. Al menos no quedó solo.

Tengo algo de hambre, pero no quiero quedar muy pesado así que me limito a comer una ciruela con banano. Para cuando salgo de Coignières, ya es la 1:30 pm.; bastante tarde, teniendo en cuenta que mi idea era llegar en el momento en que abrieran la tienda, demorarme quince minutos en la compra de las alforjas y salir inmediatamente después. No obstante, el nuevo equipamiento incrementa significativamente mi rendimiento: ayer 34 kilómetros me tomaron 4 horas y 33 minutos, ahora recorro los 17 kilómetros que tiene el parque natural Haute Vallée de Chevreuse en su sector más estrecho en 1 hora y 33 minutos. Los últimos minutos, sin embargo, se me hacen algo penosos, en parte porque tengo mucha hambre, pero también porque en un momento me doy cuenta de que la funda acolchada del sillín que había comprado en París no está. Parece que la criminalidad en el parqueadero del Decathlon de Coigniéres donde dejé la bicicleta no tiene nada que envidiarle a la de ciertos barrios marginales de Bogotá. Desde el punto de vista económico no representa un golpe significativo porque cuesta menos de 10 euros, pero en lo anímico y en la incomodidad de las regiones bajas sí me causa dolor. 

Del otro lado del parque se encuentra la ciudad de Rambouillet. El camino por el que voy desemboca directamente en el castillo de Rambouillet, una construcción del siglo XIV que actualmente es una residencia veraniega de los presidentes franceses. Como está prohibido andar en bicicleta en las inmediaciones del castillo, desciendo y atravieso la pequeña plaza que se encuentra en la parte posterior del castillo con la bicicleta de la mano. Del otro lado de la plaza hay una pareja sentada en un banco frente a unos canales que forman varios islotes. La vista es muy bella, pero la pareja no mira el paisaje, están volteados y me observan fijamente. Me parece un poco extraño que no me quiten la mirada de encima mientras atravieso la plaza, pero son personas mayores de apariencia bonachona, así que su mirada insistente me provoca más curiosidad que intranquilidad.  

Cuando estoy pasando junto a ellos, es la mujer la que se levanta y en un francés torpe, pero amable, me pregunta si hablo inglés. Le respondo que sí y entonces es su esposo el que me saluda; se presenta diciéndome su nombre, que es inglés y que es un aficionado del ciclismo. Me dice que le encanta mi bicicleta y me hace varias preguntas sobre mí, mi viaje y mi bicicleta; me pregunta sus características técnicas, pero le respondo francamente que no tengo ni idea. Luego me cuenta un poco acerca de los viajes que él ha realizado. Es una hoja de ruta impresionante que incluye los cinco continentes y se extiende por decenas de miles de kilómetros. Antes de despedirse elogia una vez más mi bicicleta y me augura éxito para este y para mis próximos viajes. Me subo nuevamente a la bicicleta, le pido que me tome una foto (lo que es poco habitual en mí) y retomo el camino. Aún me faltan 53 kilómetros para llegar a Chartres, mi destino final del día, que ahora se me hacen cortos. Las palabras del inglés me han llenado de ánimo y orgullo, en especial la alabanza que hizo de mi bicicleta. Un ciclista tan experimentado como él, debe saber de lo que habla. 

Apenas comienzo a pedalear, caigo en la cuenta de que tengo demasiada hambre como para continuar. Me preocupa la hora, 4:30 p. m., en parte porque no quiero llegar tan tarde a Chartres, pero, sobre todo, porque sé que va a ser difícil encontrar un restaurante abierto a esta hora, en especial en una ciudad pequeña como esta. Afortunadamente encuentro un sitio de kebab, la comida rápida por excelencia en Francia. Mientras me como el kebab, aprovecho para analizar un poco lo que me falta de camino: mi plan es tomar la Veloscénie, un itinerario de ciclorrutas que conectan a París con el monte Saint-Michel, y que pasa por Rambouillet y por Chartres. Sin embargo, estos itinerarios ciclísticos que suelen ser atractivos e interesantes, raramente son la manera más directa de ir de un lugar al otro. En efecto, la ruta de la Veloscénie pasa por los pueblos de Épernon y Maintenon, que tienen algunos atractivos turísticos, pero que significan una desviación considerable y que, teniendo en cuenta que dada la hora no voy a tener mucho tiempo de hacer turismo, probablemente no valga la pena. Buscando en Google Maps, encuentro una manera más directa de llegar a Chartres, tomando la D32. Apenas 38 kilómetros, lo que me puede representar aproximadamente un ahorro de una hora y media frente a la alternativa de la Veloscénie. Decido seguir la ruta de Google Maps, prometiéndome a mí mismo que a partir de mañana seré más estricto con la hora de partida, para no tener que volver a verme en la necesidad de sacrificar oportunidades turísticas, solo por ahorrar algo de tiempo.

Comienzo a seguir la ruta de Google Maps y me doy cuenta de que la aplicación puede ser a veces un tanto peculiar en la selección de los caminos que propone para las bicicletas: saliendo de Rambouillet me manda durante casi dos kilómetros, por un ‘camino’ que no es más que un corredor desbastado por el medio de un cultivo. Empiezo a recorrerlo con mucha prevención, mirando fijamente el suelo para esquivar las rocas y las ramas más peligrosas. En algún momento empiezo a notar que en el suelo hay unas bolas oscuras, como excremento de ratón, pero mucho más grandes. Me recorre un escalofrío de pensar en las ratas gigantes que deben rondar en estos cultivos y levanto agitado la mirada. Respiro aliviado y emocionado cuando veo que unos cien metros adelante, el camino está lleno de conejos que, supongo no le harán nada de gracia a los campesinos, pero para mí son una maravillosa y bucólica revelación, en especial porque desplazan en mi cabeza la idea de ser atacado por ratones mutantes. Me olvido entonces de las ramas y de las piedras, y continúo andando a trompicones, viendo a los conejos que, aunque se apartan del camino cuando me acerco, no parecen tenerme miedo.       

Salgo del cultivo y llego a la D32, empiezo a pedalear con fuerza y me doy cuenta de que una parte de mi bajo rendimiento hasta el momento se debía a la pobre alimentación. No puedo permitirme de nuevo pasar tanto tiempo sin haber comido bien. Pero ahora, con el estómago lleno de kebab y el corazón lleno de conejos, la historia cambia. Pedaleo con energía y voy mucho más rápido que antes. Por primera vez desde que salí voy a más de 15 kilómetros por hora. El desaliento y el cansancio que sentí en horas anteriores ha desaparecido. En su lugar siento una euforia que se va apoderando de mí. A medida que aumento la velocidad, los girasoles y las espigas pierden su contorno y se transforman en un mar de colores pastel. Tengo la impresión de que entiendo al mismo tiempo a los pintores impresionistas y a los poetas malditos. Supero los 20 kilómetros por hora y ya no tengo dudas de que voy a lograr mi objetivo de llegar a Perpiñán. Nadie me va a detener. Nada me puede detener. Me burlo de las distancias, de los problemas de la gente y de su absurda manera de vivir. ¡Voy a hacer esto por el resto de mi vida!

De repente, un estrépito retumba en la parte trasera de mi bicicleta.

El ruido horrible me sonsaca de mi arrebato idílico y es proseguido por el silbido socarrón del aire saliendo de la llanta trasera, como haciéndole eco a mis ínfulas.

Estoy en un pueblo que se llama Pont-sous-Gallardon, una rápida búsqueda por internet me deja saber que no debe de tener más de 200 habitantes, que el tren para pasajeros dejó de funcionar durante la segunda guerra mundial y que lo más destacado que tiene es que unas escenas de la película La guerra de los botones, de 1962 se filmaron en el pueblo. La posibilidad de encontrar una solución distinta a arreglar yo mismo la bicicleta es nula. Son las 7:20 p.m., aún me faltan 17 kilómetros para llegar a Chartres y tengo que cambiar, por primera vez en mi vida, una rueda.

Mi primer instinto es ocultarme detrás de un muro para no exhibir mi incompetencia mecánica en frente de todo el mundo. Luego caigo en cuenta de que lo más probable es que nadie pase por ahí y, mucho más importante, recuerdo el consejo que me dio Carolina hace unos días, que en caso de tener un problema hacerme lo más visible posible porque de pronto alguien se anima a ayudarme. Recuerdo el mensaje que le envié por la mañana a Carolina y decido hacerle caso. Así que me pongo a reparar la bicicleta en el lugar donde más fácil resulta verme.

Intento recordar el breve curso que recibí en el taller durante el fin de semana y me arrepiento de no haberlo grabado. Sé que lo primero que tengo que hacer es desmontar la llanta pinchada. Después de unos minutos lo logro, pero me enfrento al primer obstáculo: la bomba de aire que usaban en el taller no se parece en nada a la que compré en Decathlon. Estoy examinando mi bomba con la mirada perpleja de un chimpancé que tiene que armar un cubo de Rubik, cuando se detiene un carro a mi lado.

Por la ventana del carro se asoma un rostro que me resulta familiar, es un señor de unos 50 años, que me pregunta si necesito ayuda. Le respondo que sí, que es la primera vez que voy a cambiar una llanta. Me molesta un poco el tono de desamparo patético con el que pronuncio mi respuesta, pero estoy inmensamente aliviado de no tener que hacer esto solo. El señor se baja del carro y se presenta, se llama Ian o Yann o Jean; el cansancio hace que mi francés sea mucho más precario. Del carro también se baja un adolescente que parece ser su hijo, quien le dice que caminará lo faltante a casa.

Rápidamente Ian toma uno de mis neumáticos nuevos, lo acomoda en la llanta y lo infla. Mientras trabaja, me va explicando paso a paso lo que está haciendo. Yo comprendo solo la mitad de sus palabras. En algún momento, cuando parece que ya está a punto de terminar, pone a girar la rueda y observa con cara de preocupación. Luego me da un diagnóstico que no entiendo para nada, pero su tono me deja entender que la situación es mucho más grave de lo que yo creía. Después de una serie de explicaciones repetidas creo comprender lo que pasó: el portaequipaje no resistió el peso de las maletas y se derrumbó sobre el guardabarros, que a su vez se derrumbó sobre la rueda, destrozando el eje (en ese momento me entero que las ruedas tienen un eje). La bicicleta está inservible.

Ian me pregunta si tengo dinero. Le respondo que sí y busca por leboncoin una bicicleta usada. Me dice que hay una persona que vende una bicicleta barata y que no está muy lejos. La cabeza me da vueltas, todavía no logro asimilar lo que dice de mi bicicleta. Le digo que no es posible, que apenas la acabo de comprar y que no la puedo dejar tirada así como así. Empiezo a sospechar que todo esto es una argucia de Ian, para hacerse con mi bicicleta.        

Al ver mi negativa a comprar otra bicicleta, Ian me dice que puede arreglar el guardabarros y el portaequipaje, pero que necesita las herramientas que tiene en su casa. Me ofrece llevar mis alforjas en su carro, mientras yo lo sigo en la bicicleta. Su amabilidad me genera suspicacia y me imagino a Ian montándose en el carro y saliendo a toda velocidad con mis maletas. Luego recuerdo al joven que se bajó diciendo que iba para la casa y recuerdo que en realidad en mis alforjas no hay nada de valor (mi billetera y la tablet las cargo a la espalda en mi morral). Le doy las gracias y acepto su ofrecimiento.  

La casa de Ian está a dos cuadras. Tiene un antejardín amplio en el que se pone a arreglar la bicicleta, después de unos veinte minutos termina las reparaciones y me dice que si quiero pasar al baño o a tomar un vaso de agua. Ambas propuestas me suenan tentadoras y acepto. Además del joven que se bajó del carro, y que en efecto es su hijo, en la casa hay dos muchachos en el comedor, que Ian me los presenta como su hija y el novio, y una señora, su esposa, viendo televisión, la saludo, pero no me responde.  

Antes de salir, Ian me pregunta si estoy seguro, me insiste en que la bicicleta no va a aguantar hasta Chartres. Quisiera que me invite a pasar esta noche en su casa, pero no me animo a pedirle el favor, en cambio le digo que así sea a pie tengo que llegar a Chartres. Él me dice que a pie sería muy peligroso, que los carros van muy rápido y ya pronto va a anochecer. Faltan quince minutos para las 10 de la noche. Me despido y me monto en la bicicleta. No he avanzado quinientos metros cuando escucho nuevamente el tétrico sonido del aire escapando de la llanta.

Mientras me devuelvo caminando a la casa de Ian, las ideas me revuelan confusa y furiosamente en la cabeza. Tengo ganas de recriminarme por haberme embarcado en este viaje sin pies ni cabeza, por no haber aprendido nunca de bicicletas, por no haber conseguido una mejor bicicleta, por haber salido tan tarde en la mañana. Sin embargo, sé que ahora no me puedo dar el lujo del autoreproche. Necesito un plan. Necesito saber qué voy a decirle a Ian cuando llegue a su casa. 

El timbre de la casa de Ian está sobre el muro que cerca el antejardín. Cuando timbro veo que su hijo se asoma por la ventana y se voltea para hablar con alguien. Mi esperanza de no haber aún agotado la amabilidad se desinfla cuando lo veo aparecer por la puerta, en camiseta y calzoncillos negros. Se me hace claro que su espíritu samaritano por hoy se terminó. Le explico que, así como él lo había previsto, la llanta se volvió a pinchar y que ya no se me ocurre qué hacer. Le pregunto si él tal vez sepa de un hostal en el pueblo o de un servicio de transporte que me pueda llevar hasta Chartres, que ya no me importa dejar la bicicleta botada. Jamás había tenido un tono tan lastimero, tan patético, pero eso ya no me importa.       

Ian me responde que en el pueblo no hay nada de eso, mucho menos a esta hora. Nos quedamos en silencio durante unos momentos eternos y finalmente me dice que espere ahí, que va a hablar con la esposa y que él me lleva a Chartres. En ese momento la angustia enorme que me estaba quebrando la espalda se va y deja un espacio que entran a ocupar la vergüenza y el remordimiento.

Me dispongo a bajar mis alforjas de la bicicleta para ponerlas en el auto de Ian, pero él me dice que no es necesario, abre la puerta del garaje donde hay una furgoneta en la que él mismo mete mi bicicleta, sin dejarme que lo ayude.

El camino a Chartres que normalmente es de 20 minutos, se hace más largo porque la vía principal está cerrada y tenemos que tomar un desvío. Ha comenzado a caer una lluvia fuerte y todo el tiempo me imagino a mí mismo, arrastrando la bicicleta pinchada bajo la lluvia, antes de que una furgoneta me arrolle y me deje tirado en la cuneta. Durante el trayecto Ian me aconseja, me dice que tengo que ser más desconfiado porque habrá personas que quieran aprovecharse de mí, estafarme o robarme. Hubiese querido explicarle que normalmente soy muy desconfiado, que esa es la idiosincrasia colombiana, que incluso sospeché de él hasta el momento mismo en que entré a su casa; pero el cansancio y la vergüenza me aprietan las palabras en la garganta y sospecho que si comienzo a hablar mucho, me voy a poner a llorar. Así que mascullo un simple oui, vous avez raison, y me limito a mirar la lluvia sobre los vidrios del carro.

Llegamos a la plaza Sainte-Foy, en el centro de Chartres un poco después de las diez y media de la noche. La pequeña capilla que da nombre a la plaza está iluminada de un azul que se me antoja un tanto lúgubre. Ian baja mi bicicleta de la furgoneta y se queda conmigo hasta que llega Matthieu, mi anfitrión de Warmshowers por esta noche. Ellos intercambian algunas palabras y solo hasta ese momento me doy cuenta que todo el tiempo he estado intentando comprender por qué se me hacía familiar el rostro de Ian: tiene la misma expresión de Robert De Niro cuando asiente y arruga la mirada, como queriendo decir que él sabía todo de antemano, que no podía ser de otro modo porque él es un gran capo y vos sos solo un pequeño granuja. Me río para mis adentros y me despido de Ian, dándole las gracias por enésima vez.     

Al día siguiente, en el tren que va de camino a París, sentado en el vagón en el que se pueden llevar bicicletas —incluso las dañadas—, pienso nuevamente en Ian diciendo pequeño granuja y me vuelvo a reír.