El tormento de la lengua francesa - Invento palabras

Por: Frankétienne

Arte por: Paola Sierra

Mi ventana incendiada. Mi espíritu trastornado. Y mi corazón con pánico. Al confrontarme a una lengua que ya no era la mía. Al escuchar una frase que no había entendido. Al sonido de una música de vértigo y embriaguez.

—¿Cómo te llamas, pequeño? me preguntó varias veces la maestra, la reverenda hermana Feliciana, la religiosa de voz suave, la monita de ojos azules.

Ternura manual en mi memoria. Me acarició el rostro y el cabello. Repitió su pregunta una última vez: ¿cómo te llamas, pequeño? Sonrisa de bobo. Rictus de tartamudo. No contesté ni pío. No entendía para nada la pregunta formulada en una lengua que me era totalmente desconocida. Vivía y crecía en un barrio en el que no se hablaba francés. En una familia en la que no se podía expresar sino en creol. No tenía ninguna práctica con la lengua francesa.

La Hermana Feliciana se alejó, con cara desconcentrada. Asombrada tal vez por mi mutismo. Intrigada de haber tenido frente a ella a un niño muy taciturno.

Exclusivamente creolófono, no había entendido nada de la música tulututú, modulada por la voz afectuosa de la bella religiosa. Un compañerito de clase, él mismo bilingüe, se me acercó vivamente para dictarme, en una carcajada burlona, la traducción repetitiva de la frase mágica.

Kouman ou rele? Makak, se non w yo mande w. Kijan ou rele? Ou pa konprann franse? ¿Es que no hablas francés? ¡Te preguntaron tu nombre, macaco!

Esa bella mañana del primer lunes de este mes de octubre del año 1941, tenía exactamente cinco años y medio. Era mi primer día de clase…

Apabullada de complejos, víctima de los prejuicios  de la época, mi pobre madre creyó hacer bien matriculándome en una institución  religiosa  sofisticada.  Un establecimiento escolar encopetado, frecuentado por niños de ricos. Sobre todo burgueses mulatos, aristócratas e hijos de extranjeros.

Según ella, era yo un auténtico hijo de blanco. Por el respeto de los valores étnicos tradicionales, era para ella un deber sagrado sacrificarse para poder inscribirme en una escuela de blancos, digna de mi estatus de blanco. Ahora bien, yo era un blanco campesino. Un blanquito miserable. Un blanco falso.  Un blanco bastardo llegado al mundo a contra-corriente de las normas sociales. Por azar. Por contrariedad. Por conjunción fortuita. Por pura necesidad pulsional fisiológica. Y por necesidad biológica elemental. En un embrollo de hechos aleatorios y complejos.

Ella se había olvidado de todo eso. O más bien, no lo había entendido. O se había negado a admitir que yo era una “caca sin jabón”. No tenía padre. No teníamos dinero. Ninguna garantía financiera. Nada importante nos era dado en cuanto a seguro social y de sobrevivencia. Excepto el pan cotidiano y el rebusque en la panadería de mi padrastro Joseph Voley.

—¿Cómo te llamas, pequeño?

Frase inolvidable guardada como un aguafuerte en mi memoria de niño herido. Interioricé muy bien esta frase, a la vez liviana y pesada, inocente y grave, que tenía que estar en alguna parte en el origen de mis opciones literarias. La lengua francesa me fascinó desde muy temprano. Aprendía rápido. Febrilmente. Apasionadamente. Leía todo lo que me caía entre manos. Poco a poco, me iniciaba a las bellezas secretas y luminosas de esta lengua terrible, maldita, deslumbrante, fascinante y sagrada en esta época en los medios urbanos.

Recorría con rabia las obras ordenadas en los estantes de la pequeña biblioteca de mi padrastro. El libro que me llamó más  la  atención fue el Dictionnaire Petit Larousse.  Primero, lo hojeé, lo cortejé, lo palpé, lo acaricié. Con temor y timidez. Y luego, fui yo mismo víctima de mi curiosidad y de mi audacia. Hechizado por las palabras. Atrapado por las palabras. Totalmente embrujado por las palabras. Me aprendí el Dictionnaire Petit Larousse de memoria. Todas las palabras francesas con sus definiciones respectivas.

Un volcán de palabras. Una irrupción irresistible de palabras. Un huracán de palabras. Había de todos los colores. De todos los sabores. De todos los matices. De todos los olores. De todas las formas. De todas las sensaciones. Y de todas las sutilezas.

¡Había palabras jugosas! Palabras aterciopeladas. Palabras blandas. Palabras ácidas. Palabras ardientes. Palabras oscuras. Palabras resplandecientes. Palabras perfumadas. Palabras untuosas. Palabras malévolas. Palabras generosas. Palabras sensuales. Palabras graves. Palabras profundas. Palabras livianas. Palabras tristes. Palabras

alegres. Palabras cegadoras. Palabras ruidosas. Palabras silenciosas. Palabras caprichosas. Palabras turbulentas. Palabras audaces. Un remolino de palabras. Una espiral de palabras. Una explosión de palabras. Apogeo. Melancolía. Carmesí. Zapatos. Alimentarse. Paroxismo. Dromedario. Brebaje. Guarnición. Ventrículo. Florilegios. Amor. Tristeza. Patriotismo. Intensamente. Orgía. Actitud. Elocuencia. Protuberancia. Ternura. Arquitectura. Triangular. Insomnio. Recibir. Filodendro. Jamás. Voluptuosidad. Siempre. Trashumancia. Trascendencia. Nebulosa...

—¿Cómo te llamas, pequeño?

Frase que insinúa, incita, traumatiza, amarga y suave. Frase mítica fundadora de mi escritura específicamente basada en el tratamiento de las palabras consideradas como materiales fundamentales del acto de escribir. La modernidad funcional en la dinámica de  la aventura escrituraria.

—¿Cómo te llamas, pequeño?

Frase dolorosa de la expulsión del juego. Frase indicativa de las exclusiones sociales y de mi identidad marginal. Frase expresiva de las discriminaciones seculares y de los terrores lingüísticos. Frase derribadora. Frase de la puesta fuera de combate. Muy joven, me preparaba a la revancha. Me había dicho que tenía una cuenta que arreglar con la lengua francesa. Y conmigo mismo, el pequeño macaco de Bel-Air.

Por espíritu de venganza, desquicié violentamente, destruí, masacré y violé a la astuta, perversa, pérfida, insidiosa, tramposa, frívola, desorientadora, desconcertante, a la bruja, la sinuosa, la irracional, la viciosa, la bella aristócrata orgullosa. La acosté desnuda en mis libros insólitos. La culié hasta morir de placer. La encoñé hasta el meollo. También la acaricié, la arrullé, la engalané, la lamí, la cuidé, la mimé hasta el éxtasis.

En cuanto al pequeño macaco de Bel-Air, él mismo se busca todavía en las eyaculaciones metafóricas de los espejos histéricos.

 

Milagrosa, 2003

 

***

 

Invento palabras raras que hablan de una temporada
que no existe aún.
Una temporada mestiza de sol y de miel.
Una temporada de lunidad bermellón de amor loco
de incandescencia y furor.
Una temporada de carne toda y de incendio sensual.
Una temporada de fuego avispa en la que las sombras llenas de sal son como frutas en llamas en la guerra de las imágenes.

La guerra deliciosa de las utopías, de los espejismos y de los mitos en la que lo imposible se borra bajo el aliento de los símbolos y de los címbalos poéticos.
La guerra de las golondrinas embriagadas con sus alas instrumentales.
La guerra de las tórtolas músicas al concierto de los molinos y de las nubes.
La guerra de las alondras en el espejo de las ilusiones en el que la muerte de ahora en adelante no es sino una metáfora con sabor de ensueño.

Habito mis veranos de oro y mis primaveras de príncipe.
Me enrosco en mi voz
Me enrollo en mi sexo.
Digiero glotonamente mis paisajes condimentados con erotismo
y luego exploto.

Mi reino anárquico
mi desorden estético
mis paisajes fugaces
mi país enloquecido entrando veloz en la histeria del vacío 
la extraña cacofonía de una catedral que se derrumba en un concierto de caída.

Azar despedazado que me arrastra
en plena metamorfosis
mi destino que me lleva.

Sin embargo habito al interior de un sueño indestructible
mi voz imborrable
mi bosque sin fronteras
mis sueños premonitorios
y mis raíces alborozadas frente al futuro de mis frutos.

Una música océana en las nervaduras de mi alma en alza de imaginario en el que las olas me levantan hasta las cimas de la escritura abigarrada de arcoíris.
pinto el día
lleno de las chispas generosas de mi sol fogoso.
Escribo la noche
punteada de mis incertidumbres y de mi soledad.

Gozando plenamente de mi locura, liberé mis metáforas expulsando mis gritos y mis palabras inventadas hasta las últimas sílabas.

Me a-íslo y me embriago con las orillas inabarcables de color azul tajante de mis arrecifes.

Mi litoral de dientes de escualo
mi serruchito voraz
mi serrucho insaciable
mi música diabólica y divina según la sangre y la vertiente
mi rabia inagotable
mi disidencia
mi subversión.

Me invisto de rebelde en mi alma tan frágil mi ciudadela inexpugnable.
Me sacio de mis pasiones salvajes.
De noche y de día eyaculo mi alma febril sobre algún papel, sobre un lienzo, sobre el tríplex o algo de arcilla. Virginidad vertiginosa hecha de los entrelazamientos de mis dedos borrachos de estrés.

Identifico los sortilegios del vacío
los florilegios de la trampa
mi vulnerabilidad
y mi fragilidad. Imposible y fascinante viaje. Mas sobre todo fascinante por imposiblemente lleno de imaginarios. Una aventura fabulosa sin escala en la fragilidad del respiro.

Granuja excepcional.
Mirón profesional.

Lo fui durante largos bellos años. En la embriaguez, el goce, el regocijo, la voluptuosidad, el éxtasis.
Lo soy todavía. Granuja mirón a fin de siglo. Fin de mi- lenio. Y hambre de horizonte nuevo.
Mitómano esquizófono. Me presento al brote de mis deseos desvergonzados.
En el fondo, vivo, me muevo. Mi corazón zozobra enloquecido de arcoíris. Y mi voz vira toda llena de incertidumbre.

Dos hermanas siamesas terriblemente ruidosas en medio de las turbulencias caribeñas.
esquizofonía para una isla esquizofrénica. Una isla
homosexual. Una isla incestuosa. O tal vez andrógina.

 


Tomado de: Frankétienne de antología. Lasirén Editora. Bogotá, 2016.
Traducción de Gertrude Martin Laprade. Cotraducción de Mónica María del Valle Idárraga. 
Agradecemos profundamente a Lasirén Editora por su permiso para esta publicación.