Entre la voz y los gritos. Reseña de 'Rebelión de los oficios inútiles', de Daniel Ferreira.

Por: Que entre el diablo y escoja

El primero fue Pedro Mairal, en 1998. Ya son dieciocho los ganadores del Premio Clarín de Novela y Daniel Ferreira es el único extranjero que se ha llevado a casa la estatuilla argentina. Lo hizo en 2014 con Rebelión de los oficios inútiles y su nombre comenzó a sonar por primera vez con fuerza en las publicaciones culturales del país, aunque en 2010 hubiera ganado el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo con La balada de los bandoleros baladíes, y en 2011 el ALBA Narrativa con Viaje al interior de una gota de sangre.

Las tres novelas componen una pentalogía todavía inconclusa que narra y problematiza la historia de los conflictos en el siglo XX colombiano. En este caso, Rebelión de los oficios inútiles (Alfaguara, 2014) narra la historia del Sindicato de Oficios Inútiles (inútiles en tanto fácilmente reemplazables por mano de obra barata de pueblos vecinos) como protagonista de la toma de un terreno en disputa. Claro, la violenta retoma militar, a la que el país está acostumbrado, no se hace esperar, y del conflicto surge una tríada de personajes básica para la historia de las rebeliones en este lado del mundo, desde cuyas perspectivas se aborda la disputa: Simón Alemán, el oligarca que financia la construcción de un conjunto urbanizado en el territorio arrebatado por la fuerza a sus pobladores originales, Ana Larrota, la caudillo de la lucha social de quienes reclaman la tierra como propia, y Joaquín Borja, el periodista e intelectual que denuncia desde un lugar privilegiado el acontecer de los sucesos a pesar del peligro inminente de ser silenciado.

La novela está construida a partir del recuento de la vida de los protagonistas del evento principal, componiendo una estructura narrativa que intenta dar cuenta del problema principal desde múltiples perspectivas. El evento es la disputa por un terreno habitable en la que se consuman los ejercicios de violencia, desplazamiento y conflicto social y territorial que tan intrínsecamente están ligados al conflicto armado en Colombia.  La novela pretende, de esa manera, dejar en claro que en el trasfondo de la violencia en Colombia subyace una disputa territorial entre clases antagónicas; en las que la oligarquía, el pueblo y los intelectuales (categorías representadas por los tres personajes correspondientes) cumplen con una función protagónica.

Los tres personajes, en vez de cambiar a través de la novela y develar algo de complejidad emocional y psicológica, parecen estar narrados desde un futuro o una exterioridad en la cual sus acciones, decisiones y pareceres han sido determinados por un molde. Esos moldes fijos son los roles determinados por Ferreira para triangular la narración histórica de la disputa, y esta limitación hace que la voz, el pasado e incluso los gustos musicales y lectores de los tres personajes parezcan predeterminados por un modelo socioeconómico en el que la divergencia o variabilidad parecen estar ausentes. En esa medida, los personajes se convierten en una extensión del narrador en vez de mostrarse como seres activos, cambiantes e independientes en su voz dentro de la narración misma. Si la novela pretendía dar voz a unos no-escuchados, la narración es incapaz de transmitir eficientemente algo distinto a un monólogo desde el cual las estructuras sociales que configuraron los hechos históricos ya estaban predeterminadas por un modelo comprensivo del cual no se escapan.

La multiplicidad expulsada de la novela por la caracterización predeterminada de los personajes reingresa en forma de constantes juegos con el estilo de la narración. Ferreira experimenta con el ritmo del lenguaje, desencaja la puntuación y busca formas de transmitir el vértigo de la simultaneidad y la tensión que caracteriza los hechos violentos. Sin embargo, la crispación nerviosa del estilo termina por parecer más un eclecticismo desordenado en el cual los tiempos verbales no concuerdan, el vocabulario no crea un ambiente y las estructuras se usan y se botan como si fueran maneras de “hacer más extraña” la novela. Distinto a lo que sucede en novelas como la maravillosa Pobrecito poeta que era yo de Roque Dalton o C.M. no récord de Juan Álvarez, el estilo no termina por sumarse como elemento estético a lo narrado. Por lo mismo, estilo y narración parecen dos elementos disonantes, y esto, en vez de resultar vanguardista, parece un gesto desgastado que intenta verter en la novela un carácter poético del cual carece. En síntesis puede decirse que, así como los personajes encuentran su voz en unos modelos determinados de clase, la variación estilística de la novela parece estar determinada por un modelo de vanguardia que hace largo tiempo dejó de ser vanguardista.

Ahora bien, si la búsqueda de la autenticidad de las voces es, como venimos diciendo, parcialmente frustrada por el determinismo, entonces ¿qué queda? Los gritos. Rebelión de los oficios inútiles logra explicitar el trasfondo violento de las oposiciones políticas a través de la reiteración de las secuencias de agresión corporal. Para decir más, es precisamente la denuncia de la agresión y el señalamiento de las condiciones vergonzantes de la disputa lo que constituye el pico de la novela. Es de esta manera como esta novela se suma como una nueva voz a un torrente literario que se ha preocupado por problemas sociales: una línea de la tradición que, desde Caballero Calderón hasta Alfredo Molano y William Ospina, ha considerado las disputas históricas en el campo colombiano como un material especialmente relevante para la elaboración literaria.

Otro de los aciertos de la novela es la precisión lograda en la construcción de los personajes secundarios, que rompen con el modelo de clase para proponer un esquema diferente según el cual, en honor al título del libro, la definición social y política de las condiciones de vida está determinada por los oficios. La interacción entre estos distintos oficiantes, su agremiación y disputa permite imaginar una posible sociedad, una micropolítica en la cual se visibilizan tensiones y concordancias propias de un momento y lugar histórico específico: Santander en la década de los setenta. Ahora, si bien la novela consigue reproducir un espacio en donde las interacciones dan cuenta de unas relaciones sociales verosímiles y complejas, el deseo de hacer del suceso histórico que enmarca la historia (la disputa territorial) un recuento épico de la lucha del hombre pequeño opaca la elaboración de esa cotidianidad narrativa. Ferreira logra producir el espacio social del pueblo, casi como un Macondo o un Comala, sin embargo, su pretensión de convertir la novela en un recuento épico e histórico ejemplar convierte dicho logro en un mero telón de fondo o maqueta escenográfica.

A manera de ejemplo se puede ver que, por momentos, el pueblo y los oficiantes en la novela quedan convertidos en extensiones narrativas de la vida o acción de los personajes principales; hecho evidente en el levantamiento y los desmanes ocasionados por el asesinato de Ana Larrota. La novela, que tan efectivamente había querido orientar al lector para ver los oficios aparentemente inútiles de algunos miembros de la sociedad, termina convirtiendo a los oficiantes en una masa que reacciona ante la muerte de su caudillo. Independientemente de la realización estética, si el proyecto de la novela era reivindicar en una ficción la rebelión de quienes ofician labores poco reconocidas, fracasa al subsumirlos a las figuras épicas de Ana Larrota y Joaquín Borja. Los personajes menores, bellamente construidos, quedan amontonados en la narración tras las figuras principales y su singularidad se desparrama con el fuego del acontecimiento hasta quedar convertida en masa.

La producción de esta épica del proletariado es la que determina, particularmente al final de la novela, unas fronteras morales que convierten los grupos de oficiantes en masas que representan la voluntad popular o voluntades privadas. Esto, en efecto, desintegra el deseo de reivindicar las voces individuales y particulares, sin embargo, permite articular una disputa que a los ojos del autor es necesaria dentro de la literatura contemporánea colombiana: explorar los orígenes de la disputa armada en Colombia, pensar en las figuras que se movilizaron y visibilizar dicha situación en su momento y su trágico desenlace. Ana Larrota se convierte entonces en una caracterización del caudillo popular, así como Joaquín Borja es la voz del reportero que desde el oficio intelectual fue silenciado en su oficio de denuncia. Hay un vínculo de reivindicación entre la labor truncada de Borja, el personaje, y la escritura literaria de Ferreira, el autor, en el que el ganador del premio Clarín de Novela intenta actualizar la demanda del periodista fracasado. El autor, desde una posición comprometida como narrador del pasado violento nacional, procura elaborar una novela que dé voz a dichos sucesos. En efecto, aquí subyace el proyecto que orienta la novela, y es precisamente por esta obstinación en la labor del intelectual por restituir —acaso esquemáticamente—  un orden social histórico, que la obra adquiere sus aciertos y desaciertos. Quizás al trabajo sociológico de Ferreira le falta ductilidad en la caracterización de sus personajes, quizás la idea de una épica popular coopta la posibilidad de una narrativa por fuera de los caudillismos, o, simplemente, quizás la necesidad de una voz narrativa que desde un proyecto de memoria popular renueve o revuelva asuntos propios de la novela contemporánea en Colombia sea urgente o necesaria.

Publicación: 2014
Editorial: Alfaguara
Páginas: 300
P.V.P: $ 47.000

La imagen principal de este artículo corresponde a la porta del libro "Rebelión de los oficios inútiles", y sus derechos pertenecen a la editorial Alfaguara.