El huésped terrible. Respuesta a Carolina Sanín.

Por: Jose Castellanos

En la pasada Feria del Libro de Bogotá, en medio de un estand diminuto y atiborrado, se lanzó La crítica. Artes, medios y tendencias, compilado por Ómar Rincón y editado por la Universidad de los Andes bajo su colección Séneca. El volumen, de casi doscientas páginas, “es un ejercicio de profesores adscritos a la Facultad de Artes y Humanidades sobre cómo hacer crítica y en qué consiste el quehacer crítico en las artes y las culturas de nuestro tiempo” (p. 11), algo que no suena para nada mal y que de entrada llega para ayudar a consolidar ese oficio (¿?) subvalorado y poco creíble en este país de artistas y culturistas y tendencistas de la guerra y la paz.

Para hablar de crítica de arte, cocina, televisión, moda, gastronomía, y muchos más “artes, medios y tendencias”, llamaron, entre otros, a Jorge Carrión, Lucas Ospina, Manuel Kalmanovitz, María Paula Martínez, Vanessa Rosales y Carolina Sanín, de modo que cada quien colaboró, desde su campo, con un pequeño ensayo (es el término que usa la introducción firmada por el compilador).

Después de chistes y chanzas, una que otra indirecta a los “grandes medios” y varias declaraciones de principios, la presentación se acabó, el estand comenzó a vaciarse y yo me convencí de que debía comprar el libro y agradecer a sus autores el darse a la tarea de hablar del tema con la necesaria seriedad. Claro, lo primero que hice cuando me senté a leerlo fue ir directo al capítulo dedicado a la literatura. Toda una sorpresa.

“Notas sobre la hospitalidad y la crítica”, un corto ensayo firmado por Carolina Sanín, es la única cuota de crítica literaria del volumen. En él, Sanín recurre a ciertas paradojas (figura amada para todo medievalista, como ella, y por todo fan de la Edad Media, como yo) para presentar las contradicciones que caracterizan los textos que se dedican a hablar de otros textos, como ejercicios de imposibilidad y muerte; y termina por proponer un tipo de crítica en la cual el texto primero “viva y perviva”.

En su ensayo habla de dos clases grandes de crítica (entiéndase de ahora en adelante por “crítica” la crítica literaria). La primera, la terrible, la vapuleada: la que califica. Dice Sanín que la paradoja aquí es la de querer describir un conjunto limitado de palabras (la obra), con un conjunto aún más limitado de adjetivos (el texto crítico). Es una “hospitalidad imposible”, pues la parte no puede contener el todo. La crítica no es milagrosa, no puede hacer posible lo imposible. Además, define el texto crítico como el “circunloquio” de una declaración. Al fin y al cabo, dice Sanín, lo que el crítico quiere decir es un simple “sí” o un simple “no”, un simple “bien” o un simple “mal”, pero le da vergüenza decirlo así, de modo que no le queda más que dar rodeos. Vaya haciendo el lector sus juicios, y cuídese de la pesadísima paradoja que le cae encima. 

Este nuevo conjunto de adjetivos que pretende contener el texto es un nuevo lugar, lo cual significa una especie de “exilio” para el texto criticado. Y qué exilio más arquetípico que el original, el primero: la expulsión del paraíso. El texto (la obra literaria) es un fruto del árbol de la vida, en donde viven todos los textos, donde todos los textos son todo, donde el milagro ocurre: la parte contiene al todo. La crítica, a su vez, es fruto del árbol del bien y del mal, y el crítico es quien come de ella para caer del paraíso, “avergonzado”, y llevándose por delante la obra criticada, ahora destruida. El crítico, para Sanín, es el gran pecador, el que nos condenó a la imprecisión de los adjetivos, a la vergüenza de matar algo que debería tener vida eterna.

La dualidad es evidente y fácil. Por un lado, la belleza, el bien y la verdad: la obra literaria, llena de vida y capaz de contener en sí todas las obras, nuestra ventana al paraíso. Por el otro, lo repugnante, el mal y lo imposible de la mentira: el crítico como el malo del paseo, el que llega a quebrar en mil pedazos la unidad original con su “hospitalidad imposible” y luego, para disimular su culpa y maquillar sus verdaderas pretensiones, se esconde detrás de una sarta de adjetivos.

La segunda clase de crítica, menos vapuleada pero igualmente satánica: la que recomienda. El crítico, dice Sanín después de evidenciar otra paradoja, se termina recomendando la obra a sí mismo, porque al fin y al cabo alberga en él al lector potencial. Algo parecido a lo que párrafos antes había expuesto: la lectura que el texto crítico hace es un espacio que, albergado en el texto original, lo intenta albergar a su vez. El crítico es un ingenuo que confía en la hospitalidad, ofrece su casa para que otros entren, y no se da cuenta de que el huésped es él.

Pensar en la crítica como un ejercicio meramente calificador o recomendador es reducirla a su expresión más básica y, por lo tanto, despojarla de todo su potencial verdaderamente crítico. Los adjetivos y los consejos son parte fundamental de cierta crítica, la valorativa, puesta en el texto de Sanín como la única de la que vale la pena ocuparse, es decir, sobre la que vale la pena hablar, aunque sus primeras palabras sean: “una manera de criticar un texto literario…”, dejando claro que existen otras. Pero, ¿por qué dedicar ese ensayo, único sobre crítica literaria en el volumen -que a su vez es casi único en su tema dentro de la producción editorial reciente en el país-, a criticar de la manera más fácil los lugares más comunes del ejercicio crítico?

Es cierto que la última parte del ensayo está dedicada a la propuesta particular de Sanín: la “lectura crítica”, distanciada de la escritura crítica de la que renegó en la medida en que, en vez de buscar un nuevo lugar para el texto, buscar ir con él a esos nuevos lugares a los que potencialmente lleva. Porque el texto literario, y en eso estamos de acuerdo, siempre sale de sí mismo, es un texto y a la vez una puerta, la entrada a un nuevo mundo y a la vez el mismo mundo de siempre: el nuestro. Según Sanín, la lectura crítica debe permitir que el texto viva y perviva y, para eso, propone que un sacrificio es necesario: hay que inmolar la crítica y ofrecer sus huesos y su grasa a los dioses.

El problema fundamental del texto de Sanín son sus oposiciones simplistas. La lectura crítica no tiene por qué oponerse a la crítica “tradicional” precisamente porque eso que Sanín propone es una de las ideas fundamentales de gran parte de la producción de la crítica: la que se hace bien. Básicamente, en su texto construye un muñeco de paja contra el cual descarga su lógica paradójica y sobre cuyo cadáver propone un invento tan nuevo como la rueda.

La crítica, si queremos hablar de ella con responsabilidad, es mucho más que adjetivos y recomendaciones. Describir al crítico como ingenuo porque no comprende las contradicciones de su trabajo no solo es injusto sino insuficiente: ¿qué intenciones tiene el texto de Sanín para querer “sacrificar la crítica”? Lo cierto es que todo lo que Sanín obvia -voluntaria o involuntariamente- es lo que nos debería importar. Las paradojas son atractivas, pero tienen un problema: son fáciles de construir y difíciles de argumentar. En este caso, sobre todo, dejan de lado las características más necesarias de la crítica, entre ellas su carácter polémico, la misma posibilidad de salirse de la dinámica tradicional del juicio maniqueo entre el “bien” y el “mal”, el “sí” y el “no”, y sus innegables orígenes y pretensiones democráticas.

Polémica porque la principal función de un texto crítico es comenzar una discusión. Lo ingenuo es decir que adjetivar y recomendar son las tareas de quien lee un libro y reflexiona de manera pública sobre él. Primero porque el poder que tiene la crítica para influir en lo más mínimo en el gusto de un determinado grupo de personas es exageradamente limitado al lado del que detentan los aparatos publicitarios y económicos de las editoriales y los mercados del libro. Segundo, porque, seamos realistas: ¿quién lee crítica literaria? Y aún más: ¿quién le cree a la crítica literaria? Lo ingenuo es creer que solo publicar una crítica va a lanzar a alguien a la fama, o que lo va a hundir en la quiebra. Los intereses de la crítica van mucho más allá: quiere que nos tomemos en serio la literatura, tanto como para que hablemos públicamente de ella, así como hablamos (o deberíamos hablar) en todos los medios y todas las calles del escándalo de Reficar, del metro de Bogotá y de la deforestación del Amazonas. La crítica está convencida de que la literatura importa, y quiere que nos importe a todos, por eso quiere comenzar una conversación, por eso quiere provocarnos para que nosotros entremos en ella y le devolvamos a la literatura ese aura de bien público que perdió hace tanto. 

Es así que el ejercicio de la crítica es uno plenamente democrático, si entendemos la democracia como la posibilidad de discutir y decidir, entre todos, lo que nos importa como comunidad. La crítica usa la posición que ella misma se ha construido -con un criterio sólido y creíble- para desde ahí hacer uso de las facultades que nuestra supuesta democracia le confiere. Claro, todo esto es muy ideal, es más real decir que hace lo que puede, desde donde puede, para exigir que se abra un espacio de diálogo sobre uno de los aspectos más trascendentales de nuestra debilitada democracia: la literatura. Porque a la crítica no le importa un libro, o diez, como para limitarse a darles un rotundo “sí” o un rotundo “no”. A la crítica le importa el sistema de la literatura, sus dinámicas, las posibilidades que en su seno se van abriendo y se van cerrando, los caminos que va tomando y los que va rechazando, los nuevos actores, sus redes internas y -de lo más central- las maneras en que se comunica con otros sistemas.

La crítica literaria es sobre todo un deber, el deber que todos tenemos con la literatura. Participar de la crítica literaria desde su lectura o su producción no puede seguirse viendo ni como un acto de sumisión al criterio ajeno en el primer caso, ni como un narcisismo ingenuo y despótico en el segundo. Particularmente ahora, que la producción editorial del país vive un auge único en años, la crítica se hace más necesaria. No para “depurar” y “filtrar” de entre tanto volumen uno que otro libro que “sí valga la pena”, sino para que la producción de literatura encuentre un interlocutor válido y cada vez más fuerte contra el cual pueda pelear esos “fecundos torneos literarios” que tanto quería uno de los críticos más olvidados del país. Claro, la crítica es fecunda porque de esa confrontación siempre saldrán nuevos gustos, ideas más pulidas en su trajinar de boca en boca y de texto en texto, así como otras que se desecharán porque no producen eco. La crítica es fecunda porque quiere poner en tela de juicio todo lo que desde la literatura se teje, sus relaciones con el poder, sus representaciones de la realidad, lo que hace y deja de hacer, y todas sus implicaciones. La crítica es fecunda porque es la sinceridad y la seriedad que están esperando todos los que se pasan la vida escribiendo y publicando narraciones, poemas y ensayos para un público que no solo se limite a consumirlas, sino que las interpele, las cuestione, las considere lo que son: una parte de su propia vida.

Claro, me podrán reprochar el idealismo. Pero es que comentaristas y reseñistas como los que describe Sanín ya hay tantos que es hora de hacerles frente con propuestas más complejas y menos facilistas. Allá ellos con sus recomendaciones y clasificaciones. Quizá, como proponía Marcel Reich-Ranicki, el mal llamado “papa” de la literatura alemana, debamos comenzar a ver la crítica no solo como una negación, sino como una “afirmación rotunda, tal vez incluso apasionada”.

 

La imagen principal de este artículo fue tomada de la portada de "La crítica. Artes, medios y tendencias", el libro al cual pertenece el ensayo de Carolina Sanín.