
La infidelidad rompe con las relaciones humanas, el impulso se legitima y es del sexo y el amor.

El cuerpo, ya hinchado, flotó sesenta kilómetros antes de quedar atrapado en las raíces de un guayacán al borde del río. Parecía tranquilo, como si estar muerto fuera tan simple como flotar en el agua. Eso mismo pensó Nevardo cuando lo vio, boca arriba y con los brazos y piernas extendidos en forma de estrella.
Él venía río abajo también. Al salir de casa prometió regresar con pescado suficiente para comer y vender. Pero no consiguió mucho: en la canoa tres doradas convulsionaban por última vez cuando encontró al cadáver atrapado en las raíces del guayacán.
Nevardo vio al muerto y no se asustó; todo lo contrario, fue esa su primera felicidad en mucho tiempo. Sonriendo saltó de la canoa. Con medio cuerpo bajo el agua se acercó al muerto, acarició su cabeza y le dijo «amigo». La última persona a la que le dijo amigo le respondió con un puño en la cara. «Yo no soy amigo de bobos», le gritaron antes de ser pateado en el suelo. Con el muerto no pasó eso. Lo miró a los ojos -abiertos y brillantes por el agua- y volvió a sonreír. De la canoa sacó una cabuya y lo amarró unos metros abajo, en un clavellino enorme con sombra suficiente para esconderlo. Para mayor seguridad buscó ramas y hojas que dejó encima del cuerpo, a manera de cobija.
Al regresar al pueblo amarró la canoa al muelle y regresó a casa. Dejó las tres doradas sobre la mesa de la cocina, a la vista de la madre. La vieja, diminuta y negra como el río cuando no hay luna, miró los pescados y no dijo nada. Él tampoco habló. Se escondió en su cuarto donde encendió una veladora para rezarle a San Rafael por el milagro de su amigo. Esa misma noche Nevardo soñó con un río brillante donde cientos de muertos le hacían señas para que entrara en él.
Al día siguiente hizo sol, pero la tierra de la calle estaba pegada al suelo por culpa de una lluvia nocturna que nadie sintió. Sobre ese piso él corrió descalzo hasta encontrar la canoa. Igual a una serpiente, el río se movía lento. El color a tierra revuelta brillaba por culpa del sol mientras él buscaba al muerto entre las ramas y flores del clavellino. Seguía allí, flotando bajo la sombra del árbol. Le dijo «Hola amigo» y soltó la cuerda que amarraba su cuerpo a la orilla. Una vez libre jugaron a carreras de nado en las que se le permitía al cadáver una ventaja de varios metros. Cuando ya el cuerpo parecía irse junto con el agua, Nevardo aleteaba los brazos y lo alcanzaba; lo traía de vuelta al clavellino, remolcado de un brazo, y luego volvía a soltarlo.
El juego se repitió por varios días hasta que el agua cumplió su naturaleza de pudrirlo todo con mayor rapidez. La misma tarde en que la piel empezó a deshacerse en jirones, varias lanchas con hombres de rostros cubiertos cruzaron el río. «Bobo, ¿qué lleva ahí?», preguntó el único de los hombres que llevaba el rostro descubierto. Por poco lo descubren jugando con el cadáver. Cuando oyó el motor de la lancha Nevardo escondió a su amigo bajo él. «Nada señor, solo un tronco para nadar», contestó antes de que el hombre escupiera al río y diera la orden de seguir.
La puerta de la calle estaba cerrada con candado. «¡Te quedas aquí!», gritó su madre antes de guardar las llaves de la casa entre sus senos. Cuando llegó la noche el pueblo se quedó sin luz. Bajo la puerta y los bordes de las ventanas se veía la oscuridad y el silencio del pueblo interrumpidos únicamente por gritos y motocicletas de alto cilindraje. Al fondo, muy suave y como compañía de los ruidos, el río se repetía sin parar.
Después de varios días la noche pasó. La puerta volvía a estar abierta y afuera el paisaje no era más que un diluvio. La calle era un charco extendido alrededor de casas de un piso de alto. Nada, salvo los árboles de plátano, parecía querer levantarse del suelo. Bajo los techos de las casas los perros dormitaban esperando el fin de la lluvia y Nevardo, en el pórtico de su casa, parecía uno de ellos. Oía el rugir del agua y pensaba en la suerte de su amigo. Llovió tanto que el río era una sola fuerza descomunal, impropia para la tranquilidad de un muerto. Pensó en su cuerpo sosteniéndose con fuerza a la soga y la raíz del árbol hasta que él regresara en su ayuda. Por eso le dijo a su madre que debía ir a pescar. «Te vas ahogar», contestó ella. Corriendo bajo la lluvia cayó varias veces. Una y otra vez se levantó del lodo del suelo hasta que finalmente llegó al muelle; allí, en el sitio en el que debería estar la canoa, el río reinaba con fuerza, borrando todo lo que hubo y lo que atreviera a volver. Entonces Nevardo corrió de nuevo, esta vez por la rivera, atento siempre a pedazos de madera que bajaban entre la masa del río. Y corrió, cayendo siempre entre el lodo, hasta que encontró el clavellino. Una vez allí pensó en arrojarse al agua para salvar a su amigo, pero al acercarse a la orilla pudo ver que bajo la sombra del árbol solamente el agua parecía esperarlo.
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